Para Marielena Olivera
“(…) A ver, explícame –pedía sollozante-, si hay día de las madres, día del padre, día del maestro, día de la bandera, ¡hasta día del cartero!, ¿por qué no hay día de las tías?” (Amora, Col. Sentido Contrario, Hoja Casa Editorial, México, 1999, p. 71).
Hace unos veinte años me hice la misma pregunta, mientras que, camuflajeada en un librazo de Bajtín, repasaba ansiosa las páginas de mi lectura clandestina de alumna avanzada de Letras Hispánicas: Amora, de Rosamaría Roffiel. El hecho de que fuera pionera en México en abordar el tema del amor lésbico… ¡en 1990! (la primera edición apareció en 1989), no era, en sí, lo que volvía clandestina su lectura, sino que estuviera firmado por una fémina y llevara implícita la palabra maldita: amor. A Ángeles Mastretta, Isabel Allende y Sara Sefchovich las leí también amurallada por libros de teoría literaria… El capital resulta especialmente incómodo para dicha función, por cierto.¿Qué es eso de Amora?, preguntó algún compañero que me sorprendió leyéndola a bordo del autobús, donde creí no podrían alcanzarme los ojos censores. Hubiera querido explicarle: Amora es el apodo de la protagonista, que en realidad se llama Lupe. Amora la apoda su amante, que hasta ese momento solo se ha relacionado con varones. Pero la actitud escéptica del muchacho no me dejó más remedio que responder, un tanto a la defensiva: “Esta novela marca un hito en la literatura mexicana… y si leímos El vampiro de la Colonia Roma, ¿por qué no habríamos de leer el punto de vista femenino sobre el tema de la homosexualidad?
De entre todas las novelas “femeninas” que devoré, un poco por rebeldía, otro tanto por vindicar la necesidad de incluir escritoras en un programa de estudios donde no existían las mujeres; que no contemplaba siquiera a las autoras clásicas –Garro, Castellanos, Arredondo, Matute, Chacel, etc-, la que me habló al oído, dulcemente, fue Amora, porque yo, como Mercedes, la sobrina de Lupe, tenía una tía de conducta sospechosa a la que adoraba pero no comprendía. La típica tía –casi todas las tías se encargan de estos “menesteres”- que me explicó por qué baja la regla y cómo se hacen los niños porque la mamá no sabe cómo… quiero decir: cómo hacértelo entender-. Como sucede con Lupe, mi tía supo imponer respeto a su vida privada entre sus parientes y nadie se atrevió jamás a reprocharle su lesbianismo, al contrario, se le consideraba y respetaba. Amora contribuyó a mi plena comprensión de aquella tía que me habló de abejitas y flores, pero no de la posibilidad de que las abejitas se aparearan entre ellas. Apenas concluir la novela de la Roffiel, la llamé buen por teléfono solo para decirle: “Me siento muy orgullosa de que seas mi tía y hayas hecho de mí una mujer terca y valiente. Por cierto: tienes que leer Amora… porque Amora eres tú…”
La misma tía que me dijo con modestas palabras lo que Rosamaría escribió en términos poéticos: “(…) Ya sabía, desde los huesos hasta el alma, que el amor, entre más lo esperas, menos se aparece. Que el gozo por la vida debe nacer de una, no porque el otro existe.” (“Cuestión de destino”, El para siempre dura una noche, Editorial Sentido Contrario, México, 1999, p. 32).
Amora ha pasado a convertirse en novela de culto para lesbianas –aunque debiera serlo para las mujeres en general… y para los hombres que aman a las mujeres-y, por consiguiente, en recurrente objeto de estudio por parte de historiadores y sociólogos de la literatura. No hace mucho tuve el privilegio de asistir al examen para la obtención de maestría de una buena amiga que partiendo de Amora realiza un exhaustivo análisis de la literatura lésbica en México. El título de su tesis: “Antes y después de Amora. Del lesbianismo a la disidencia sexogenérica en la narrativa mexicana (1903-2004)”. Su brillante disertación la hizo acreedora a una mención honorífica, pero sobre todo legitimó el estudio de la literatura lésbica que, hasta hace muy poco, no era bien vista en los cerrados círculos académicos: “Amora –dijo entonces la hoy flamante maestra en Letras Mexicana, Marielena Olivera –es un faro de luz no solo para la literatura lésbica, sino también para la literatura escrita por mujeres”, algo con lo que estoy totalmente de acuerdo.
Fue precisamente durante aquella inolvidable jornada, tras veinte años después de mi primer lectura de Amora –porque hubieron muchas más- y de haberla sentido como mi gran amiga, que conocí a su autora, Rosamaría Roffiel, a quien reconocí no obstante llevar muy corto el cabello: lo único que la diferenciaba de aquella muchacha de abundantes rizos dorados que miraba tímidamente al lector desde la fotografía de la contratapa de Amora. Ojos azules, “cristales de azúcar con brillos de zafiro”. Me pareció una mujer diáfana, algo tímida y hasta desconfiada, pero muy contundente para aportar sus opiniones respecto a tal o cual libro. Parecía flotar en su vestido mexicano color guinda: hasta en eso se parecía a Lupe, en la forma de vestir. Orgullosa tía de Vanessa y Vaita, un regalo de Dios, afirma.
Nacida en Veracruz, el 30 de agosto de 1945, Rosamaría Roffiel ha hecho de su fructífera trayectoria como activista de feminismo, asistente para mujeres violadas, tía consentidora y enamorada de las mujeres en más de un sentido, tema central de su narrativa y su poesía… otro aspecto que pudiera resultar criticable, para la críticos y la sociedad mexicana en general, es que una escritora se permita ser abiertamente autobiográfica, cosa que a los franceses, por ejemplo, los tendría absolutamente sin cuidado. Antes de Amora, su primera y, a la fecha, única novela, Rosamaría publicó, en 1986, un poemario que ha ido engordando a través de tres ediciones: Corramos libres ahora (Prensa Editorial LesVOZ, A.C, 2008), cuya más reciente edición, numerada y firmada por la propia autora, con un tiraje de apenas 500 ejemplares, es una auténtica joya… un lujo, se diría, para unos cuantos, que coloca su poesía en un terreno aparte de sus libros de narrativa, siendo, no obstante, complementarios. Las historias de Amora y de El para siempre dura una noche (título que inevitablemente remite a Oscar Wilde) encuentran su eco en esta colección de bellos poemas que no pretenden otra cosa que expresar amor, indignación, de manera por momentos ingenua, aniñada, fresca… sin por ello dejar de destilar sabiduría: “Nací mujer e intentaron convencerme/ que esto era pecado (….) Me fui curando a través de violaciones/ del grito en medio de una misa/ de los tajos en mi entraña…” (“Historia”).
Una puede sentirse íntima amiga de Rosamaría apenas leerla. Pienso que la autora debe haber sido como la niña del enternecedor relato que abre El para siempre dura una noche, la que experimenta un cambio radical no solo en su cuerpo, “ya ni tus primos te tratan igual”, sino que, inmersa en el desconcierto de crecer, experimenta sus primeras mariposas en el estómago cuando sorprende a dos chicas besándose cerca del malecón. Como Guille, la niña de este hermoso relato de tintes autobiográficos… como Lupe, la amiga que todas quisiéramos tener –porque Amora no es una historia de amores lésbicos, sino básicamente de solidaridad entre mujeres… “sororidad”, la llamarían las feministas-, Rosamaría proviene de una familia clasemediera y tradicional, incluyendo padre ausente y madre trabajando dura y calladamente para sacar adelante a sus hijos… convencida, eso sí de que los únicos que representarán un “gasto” son los varones, los que deben asistir a la universidad. Las niñas… ya se casarán o, en su defecto, podrán cursar cualquier carrera corta que las saque del apuro mientras llega el príncipe azul: “(…) Mira madre, lo que más te agradezco es lo que no me diste porque me obligaste a dármelo yo, y eso me hizo más fuerte.” (Amora, p. 102).
Como sus heroínas, como la gran mayoría de las lesbianas, Rosamaría puso lo mejor de su parte para encajar en esta sociedad heteronormada. Intentó enamorarse de varones, encontrar su sitio entre oficinistas de lunch a las dos de la tarde y capas de barniz en horas muertas. Un poco como las Brontë, tuvo que renunciar a su ideal de una educación universitaria en favor de hermanos muy poco interesados en la academia que ofrecieron prestarle sus libros a la hermanita ávida de conocimiento… pero ninguno concluyó la carrera para la que la madre se había matado. Rosamaría, sin embargo, se graduó cum laude en la Universidad de la Vida y se construyó una vida a la medida de sus sueños, más que de sus posibilidades: “Se me ocurre que nuestras abuelas y nuestras madres dejaron buena parte de su vida colgando de hilachos- escribe Lupe/ Amora en una ponencia sobre la relación entre el bordado y la escritura femenina, donde, por cierto, concluye que es bordado también en el caso de los escritores varones-: los del trapo de sacudir que les sacudió las ilusiones, los de la jerga que les restregó sus sueños, los de las sábanas de un sexo sinónimo de sacrificio y, sobre todo, de las dolorosas hilos de una existencia a medias (…)” (p. 104).
Amora, que todavía no es Amora sino simplemente Lupe, y que por cierto reniega del pelo rubio y los ojos azules que no combinan para nada con su bello nombre, conoce a Claudia, atractivísima joven de buena posición económica. La conoce cuando todavía rumia su reciente decepción amorosa con una mujer que la he plantado por un hombre. Nada parece haber en común entre la dicharachera Lupe y la ultra sofisticada Claudia, graduada de una de las mejores universidades del país y liada con dos hombres: un casado que apenas tiene tiempo para ella y un soltero con eyaculación precoz. Suele suceder –y eso sería materia para otro ensayo- que las mujeres con las características de Claudia, mujeres que avasallan a los hombres por sus cualidades, lo que en uno de sus poemas Rosamaría denomina mujérica- suelen conformarse con “lo que haya”-. La bella-bellísima Claudia busca algo distinto… y lo encuentra en Lupe, la tierna güerita que para nada corresponde al estereotipo de lesbiana que se había hecho en su cabecita de niña del jet set. Lupe no solo es ultra femenina: es una mujer muy orgullosa de su sexo y de su sexualidad y de sus atributos y atractivos como tal. La amiga ideal, la de que no solo es capaz de desear a otra mujer sino de experimentar gran ternura hacia ella, incluyendo hacia las que juzga equivocadas, como su propia madre. Pero tanto Rosamaria como sus “personajas” –en su tesis Marielena Olivera defiende el empleo de este término… yo no estaría tan de acuerdo, pero, insisto, eso es tema de otro ensayo- llegan a amar al género femenino a través de amarse a sí mismas… no importando las agresiones sexuales (táctiles y verbales) que las asaltan en las calles de la Ciudad de México y el discurso machista predominante en la época en que transcurre la historia, principios de los 80: “(…) ¡qué niña!, corría al puesto de dulces más próximo a comprarme un Tin-Larin. Hace años que prefiero el cálido beso de un chocolate a los besos de los desconocidos (…) Algo tan íntimo como el amor te debe conducir a regiones profundas de ti misma, a planos elevados del espíritu y no solo a la cama y al cine los domingos (…) El amor se me desviaba entonces a los libros, a la noche, a los crisantemos.” (“Cuestión de destino”, El para siempre dura una noche, Sentido contrario, Hija Casa Editorial, México, 1999, p. 32).
Es Claudia quien comparte a Lupe en Amora, quien transforma una palabra prototípica de la veleidad masculina: Amor, hijo de Poros (abundancia) y Penia (pobreza), originalmente patrón del amor entre hombres… Amor, el de la obra de Louise Labé, el déspota que pretende humillar a Locura, una mujer…Amora es otra cosa: Afrodita torcida, borracha, alocada, simpática… una descripción exacta de la fusión de dos naturalezas femeninas: ternura, comprensión, libertad, gozo, inocencia. Pero mientras Claudia se siente libre como nunca al lado de Lupe, que es su primera relación lésbica, Lupe experimenta el desasosiego que suele caracterizar a las incipientes relaciones heterosexuales. Claudia no puede vivir sin Lupe… pero tampoco sin los hombres. ¿Por qué, pregunta Claudia a Amora, no existe un hombre que me haga sentir lo que tú? ¿Qué sea como tú? Y no ha tenido valor para dejar a su novio casado ni a su eyaculador precoz no obstante que, dicho por ella misma, ninguno le ha brindado la seguridad ni la plenitud de Lupe. Hasta qué punto, se pregunta esta, y seguro que también el lector, no es culpa de los hombres que Claudia no logre una convivencia óptima con su amante femenina, sino los convencionalismos, los atavismos arraigados en su interior de niña judeocristiana. A las mujeres se nos ha educado para sobrellevar el sufrimiento como al periodo menstrual, al grado de atreverme a afirmar que, a veces, no experimentar incomodidad ni incertidumbre nos hace preguntarnos si seremos normales. ¿Hasta qué punto las mujeres forjamos nuestra propia tragedia, si teniéndolo todo nos empeñamos en seguir buscando?: “(…) ¿Qué embriaguez. Qué júbilo. Un vuelo de tórtolas sobre su cuerpo. Nido de alondra tu nido. Tu gruta encaramada. Ansias, tengo ansias de tu propio vientre, del coral entre tus muslos. Te dibujo con los ojos sobre tu propio contorno. Te miro mil veces. Vuelvo a mirarte y no me canso (…) El silencio, callado, nos escucha desearnos (…)” (Amora, p. 85)Lupe, además, brinda a Claudia un regalo que le ha sido regateado por sus amantes varones: la iniciación, en todo el rigor del término. Lo que Lupe aprendió siendo una jovencita desorientada se lo transmite a Claudia, que a sus veintinueve años es tan inmadura e inocente como Lupe a los veintidós: las primeras reuniones en casa de Marta Lamas, vino tinto, risas, resignificación del concepto de “amistad”. Más que lecciones de feminismo son lecciones de autoestima, de sororidad –otra vez esta palabra de nuevo cuño que he vuelto una de mis favoritas: solidaridad entre mujeres, hermandad-: para amar y comprender tu propio sexo, hay que empezar por ti misma, por trastocar la visión que de tu cuerpo te ha sido inculcada como lugar de pecado. Pisotear el cliché como a una colilla de cigarro. En su poesía sáfica, Rosamaría canta a las mujeres que ha amado, entre otras, ella misma, y este botón de muestra ilustra fielmente lo que intento explicar. Reproduzco completa:
GIOCONDA
A las mujeres
Mi vulva es una flor
es una concha
un higo
un terciopelo
está llena de aromas sabores y rincones
es color de rosa
suave íntima carnosa
A mis doce años le brotó pelusa
una nube de algodón entre mis muslos
siente vibra sangra se enoja se moja palpita
me habla
Guarda celosa entre sus pliegues
el centro exacto de mi cosmos
luna diminuta que se inflama
ola que conduce a otro universo
Cada veinticinco días se torna roja
estalla
grita
entonces la aprieto con mis manos
le digo palabras de amor en voz muy baja
Es mi segunda boca
mis cuatro labios
es traviesa
retoza
chorrea
me empapa
Pero la unión entre Amor (Claudia) y Amora (Lupe) podría no ser eterna, como difícilmente lo será cualquier otra unión, de la naturaleza que sea. Lupe vive al tope cada instante al lado de Claudia, consciente de que el día menos pensado no habrá más Claudia a quien cepillarle su pelo de varios castaños. Lo que habrá, habrá siempre, son amigas necesitadas de risas y abrazos… amigas acuciadas de enfermedades incurables como Diana, junto a las cuales estar para tomarlas de la mano y no dejarlas ir (aunque la partida sea inevitable)… amigas perseguidas por regimenes que se vengan de las mujeres separándolas de sus hijos… jóvenes violadas a quienes se les ofrece, en compensación por el ultraje, reponerles los dos mil quinientos pesos que costaba la blusa desgarrada… y sobre todo sobrinas desorientadas, como yo, que requieren de una tía que les explique por qué una mujer ama a otra cuando se supone que el amor fue hecho para la unión de sexos opuestos… sobrinas que quieren ser como la tía que sonríe pese a dedicarse a curar el dolor de otras mujeres al grado de olvidar el propio. Por eso yo, como Mercedes, clamo por la instauración del Día Internacional de las Tías… y empecemos por abrazarlas en este preciso instante…
antes que dejen de estar allí…
“(…) A ver, explícame –pedía sollozante-, si hay día de las madres, día del padre, día del maestro, día de la bandera, ¡hasta día del cartero!, ¿por qué no hay día de las tías?” (Amora, Col. Sentido Contrario, Hoja Casa Editorial, México, 1999, p. 71).
Hace unos veinte años me hice la misma pregunta, mientras que, camuflajeada en un librazo de Bajtín, repasaba ansiosa las páginas de mi lectura clandestina de alumna avanzada de Letras Hispánicas: Amora, de Rosamaría Roffiel. El hecho de que fuera pionera en México en abordar el tema del amor lésbico… ¡en 1990! (la primera edición apareció en 1989), no era, en sí, lo que volvía clandestina su lectura, sino que estuviera firmado por una fémina y llevara implícita la palabra maldita: amor. A Ángeles Mastretta, Isabel Allende y Sara Sefchovich las leí también amurallada por libros de teoría literaria… El capital resulta especialmente incómodo para dicha función, por cierto.¿Qué es eso de Amora?, preguntó algún compañero que me sorprendió leyéndola a bordo del autobús, donde creí no podrían alcanzarme los ojos censores. Hubiera querido explicarle: Amora es el apodo de la protagonista, que en realidad se llama Lupe. Amora la apoda su amante, que hasta ese momento solo se ha relacionado con varones. Pero la actitud escéptica del muchacho no me dejó más remedio que responder, un tanto a la defensiva: “Esta novela marca un hito en la literatura mexicana… y si leímos El vampiro de la Colonia Roma, ¿por qué no habríamos de leer el punto de vista femenino sobre el tema de la homosexualidad?
De entre todas las novelas “femeninas” que devoré, un poco por rebeldía, otro tanto por vindicar la necesidad de incluir escritoras en un programa de estudios donde no existían las mujeres; que no contemplaba siquiera a las autoras clásicas –Garro, Castellanos, Arredondo, Matute, Chacel, etc-, la que me habló al oído, dulcemente, fue Amora, porque yo, como Mercedes, la sobrina de Lupe, tenía una tía de conducta sospechosa a la que adoraba pero no comprendía. La típica tía –casi todas las tías se encargan de estos “menesteres”- que me explicó por qué baja la regla y cómo se hacen los niños porque la mamá no sabe cómo… quiero decir: cómo hacértelo entender-. Como sucede con Lupe, mi tía supo imponer respeto a su vida privada entre sus parientes y nadie se atrevió jamás a reprocharle su lesbianismo, al contrario, se le consideraba y respetaba. Amora contribuyó a mi plena comprensión de aquella tía que me habló de abejitas y flores, pero no de la posibilidad de que las abejitas se aparearan entre ellas. Apenas concluir la novela de la Roffiel, la llamé buen por teléfono solo para decirle: “Me siento muy orgullosa de que seas mi tía y hayas hecho de mí una mujer terca y valiente. Por cierto: tienes que leer Amora… porque Amora eres tú…”
La misma tía que me dijo con modestas palabras lo que Rosamaría escribió en términos poéticos: “(…) Ya sabía, desde los huesos hasta el alma, que el amor, entre más lo esperas, menos se aparece. Que el gozo por la vida debe nacer de una, no porque el otro existe.” (“Cuestión de destino”, El para siempre dura una noche, Editorial Sentido Contrario, México, 1999, p. 32).
Amora ha pasado a convertirse en novela de culto para lesbianas –aunque debiera serlo para las mujeres en general… y para los hombres que aman a las mujeres-y, por consiguiente, en recurrente objeto de estudio por parte de historiadores y sociólogos de la literatura. No hace mucho tuve el privilegio de asistir al examen para la obtención de maestría de una buena amiga que partiendo de Amora realiza un exhaustivo análisis de la literatura lésbica en México. El título de su tesis: “Antes y después de Amora. Del lesbianismo a la disidencia sexogenérica en la narrativa mexicana (1903-2004)”. Su brillante disertación la hizo acreedora a una mención honorífica, pero sobre todo legitimó el estudio de la literatura lésbica que, hasta hace muy poco, no era bien vista en los cerrados círculos académicos: “Amora –dijo entonces la hoy flamante maestra en Letras Mexicana, Marielena Olivera –es un faro de luz no solo para la literatura lésbica, sino también para la literatura escrita por mujeres”, algo con lo que estoy totalmente de acuerdo.
Fue precisamente durante aquella inolvidable jornada, tras veinte años después de mi primer lectura de Amora –porque hubieron muchas más- y de haberla sentido como mi gran amiga, que conocí a su autora, Rosamaría Roffiel, a quien reconocí no obstante llevar muy corto el cabello: lo único que la diferenciaba de aquella muchacha de abundantes rizos dorados que miraba tímidamente al lector desde la fotografía de la contratapa de Amora. Ojos azules, “cristales de azúcar con brillos de zafiro”. Me pareció una mujer diáfana, algo tímida y hasta desconfiada, pero muy contundente para aportar sus opiniones respecto a tal o cual libro. Parecía flotar en su vestido mexicano color guinda: hasta en eso se parecía a Lupe, en la forma de vestir. Orgullosa tía de Vanessa y Vaita, un regalo de Dios, afirma.
Nacida en Veracruz, el 30 de agosto de 1945, Rosamaría Roffiel ha hecho de su fructífera trayectoria como activista de feminismo, asistente para mujeres violadas, tía consentidora y enamorada de las mujeres en más de un sentido, tema central de su narrativa y su poesía… otro aspecto que pudiera resultar criticable, para la críticos y la sociedad mexicana en general, es que una escritora se permita ser abiertamente autobiográfica, cosa que a los franceses, por ejemplo, los tendría absolutamente sin cuidado. Antes de Amora, su primera y, a la fecha, única novela, Rosamaría publicó, en 1986, un poemario que ha ido engordando a través de tres ediciones: Corramos libres ahora (Prensa Editorial LesVOZ, A.C, 2008), cuya más reciente edición, numerada y firmada por la propia autora, con un tiraje de apenas 500 ejemplares, es una auténtica joya… un lujo, se diría, para unos cuantos, que coloca su poesía en un terreno aparte de sus libros de narrativa, siendo, no obstante, complementarios. Las historias de Amora y de El para siempre dura una noche (título que inevitablemente remite a Oscar Wilde) encuentran su eco en esta colección de bellos poemas que no pretenden otra cosa que expresar amor, indignación, de manera por momentos ingenua, aniñada, fresca… sin por ello dejar de destilar sabiduría: “Nací mujer e intentaron convencerme/ que esto era pecado (….) Me fui curando a través de violaciones/ del grito en medio de una misa/ de los tajos en mi entraña…” (“Historia”).
Una puede sentirse íntima amiga de Rosamaría apenas leerla. Pienso que la autora debe haber sido como la niña del enternecedor relato que abre El para siempre dura una noche, la que experimenta un cambio radical no solo en su cuerpo, “ya ni tus primos te tratan igual”, sino que, inmersa en el desconcierto de crecer, experimenta sus primeras mariposas en el estómago cuando sorprende a dos chicas besándose cerca del malecón. Como Guille, la niña de este hermoso relato de tintes autobiográficos… como Lupe, la amiga que todas quisiéramos tener –porque Amora no es una historia de amores lésbicos, sino básicamente de solidaridad entre mujeres… “sororidad”, la llamarían las feministas-, Rosamaría proviene de una familia clasemediera y tradicional, incluyendo padre ausente y madre trabajando dura y calladamente para sacar adelante a sus hijos… convencida, eso sí de que los únicos que representarán un “gasto” son los varones, los que deben asistir a la universidad. Las niñas… ya se casarán o, en su defecto, podrán cursar cualquier carrera corta que las saque del apuro mientras llega el príncipe azul: “(…) Mira madre, lo que más te agradezco es lo que no me diste porque me obligaste a dármelo yo, y eso me hizo más fuerte.” (Amora, p. 102).
Como sus heroínas, como la gran mayoría de las lesbianas, Rosamaría puso lo mejor de su parte para encajar en esta sociedad heteronormada. Intentó enamorarse de varones, encontrar su sitio entre oficinistas de lunch a las dos de la tarde y capas de barniz en horas muertas. Un poco como las Brontë, tuvo que renunciar a su ideal de una educación universitaria en favor de hermanos muy poco interesados en la academia que ofrecieron prestarle sus libros a la hermanita ávida de conocimiento… pero ninguno concluyó la carrera para la que la madre se había matado. Rosamaría, sin embargo, se graduó cum laude en la Universidad de la Vida y se construyó una vida a la medida de sus sueños, más que de sus posibilidades: “Se me ocurre que nuestras abuelas y nuestras madres dejaron buena parte de su vida colgando de hilachos- escribe Lupe/ Amora en una ponencia sobre la relación entre el bordado y la escritura femenina, donde, por cierto, concluye que es bordado también en el caso de los escritores varones-: los del trapo de sacudir que les sacudió las ilusiones, los de la jerga que les restregó sus sueños, los de las sábanas de un sexo sinónimo de sacrificio y, sobre todo, de las dolorosas hilos de una existencia a medias (…)” (p. 104).
Amora, que todavía no es Amora sino simplemente Lupe, y que por cierto reniega del pelo rubio y los ojos azules que no combinan para nada con su bello nombre, conoce a Claudia, atractivísima joven de buena posición económica. La conoce cuando todavía rumia su reciente decepción amorosa con una mujer que la he plantado por un hombre. Nada parece haber en común entre la dicharachera Lupe y la ultra sofisticada Claudia, graduada de una de las mejores universidades del país y liada con dos hombres: un casado que apenas tiene tiempo para ella y un soltero con eyaculación precoz. Suele suceder –y eso sería materia para otro ensayo- que las mujeres con las características de Claudia, mujeres que avasallan a los hombres por sus cualidades, lo que en uno de sus poemas Rosamaría denomina mujérica- suelen conformarse con “lo que haya”-. La bella-bellísima Claudia busca algo distinto… y lo encuentra en Lupe, la tierna güerita que para nada corresponde al estereotipo de lesbiana que se había hecho en su cabecita de niña del jet set. Lupe no solo es ultra femenina: es una mujer muy orgullosa de su sexo y de su sexualidad y de sus atributos y atractivos como tal. La amiga ideal, la de que no solo es capaz de desear a otra mujer sino de experimentar gran ternura hacia ella, incluyendo hacia las que juzga equivocadas, como su propia madre. Pero tanto Rosamaria como sus “personajas” –en su tesis Marielena Olivera defiende el empleo de este término… yo no estaría tan de acuerdo, pero, insisto, eso es tema de otro ensayo- llegan a amar al género femenino a través de amarse a sí mismas… no importando las agresiones sexuales (táctiles y verbales) que las asaltan en las calles de la Ciudad de México y el discurso machista predominante en la época en que transcurre la historia, principios de los 80: “(…) ¡qué niña!, corría al puesto de dulces más próximo a comprarme un Tin-Larin. Hace años que prefiero el cálido beso de un chocolate a los besos de los desconocidos (…) Algo tan íntimo como el amor te debe conducir a regiones profundas de ti misma, a planos elevados del espíritu y no solo a la cama y al cine los domingos (…) El amor se me desviaba entonces a los libros, a la noche, a los crisantemos.” (“Cuestión de destino”, El para siempre dura una noche, Sentido contrario, Hija Casa Editorial, México, 1999, p. 32).
Es Claudia quien comparte a Lupe en Amora, quien transforma una palabra prototípica de la veleidad masculina: Amor, hijo de Poros (abundancia) y Penia (pobreza), originalmente patrón del amor entre hombres… Amor, el de la obra de Louise Labé, el déspota que pretende humillar a Locura, una mujer…Amora es otra cosa: Afrodita torcida, borracha, alocada, simpática… una descripción exacta de la fusión de dos naturalezas femeninas: ternura, comprensión, libertad, gozo, inocencia. Pero mientras Claudia se siente libre como nunca al lado de Lupe, que es su primera relación lésbica, Lupe experimenta el desasosiego que suele caracterizar a las incipientes relaciones heterosexuales. Claudia no puede vivir sin Lupe… pero tampoco sin los hombres. ¿Por qué, pregunta Claudia a Amora, no existe un hombre que me haga sentir lo que tú? ¿Qué sea como tú? Y no ha tenido valor para dejar a su novio casado ni a su eyaculador precoz no obstante que, dicho por ella misma, ninguno le ha brindado la seguridad ni la plenitud de Lupe. Hasta qué punto, se pregunta esta, y seguro que también el lector, no es culpa de los hombres que Claudia no logre una convivencia óptima con su amante femenina, sino los convencionalismos, los atavismos arraigados en su interior de niña judeocristiana. A las mujeres se nos ha educado para sobrellevar el sufrimiento como al periodo menstrual, al grado de atreverme a afirmar que, a veces, no experimentar incomodidad ni incertidumbre nos hace preguntarnos si seremos normales. ¿Hasta qué punto las mujeres forjamos nuestra propia tragedia, si teniéndolo todo nos empeñamos en seguir buscando?: “(…) ¿Qué embriaguez. Qué júbilo. Un vuelo de tórtolas sobre su cuerpo. Nido de alondra tu nido. Tu gruta encaramada. Ansias, tengo ansias de tu propio vientre, del coral entre tus muslos. Te dibujo con los ojos sobre tu propio contorno. Te miro mil veces. Vuelvo a mirarte y no me canso (…) El silencio, callado, nos escucha desearnos (…)” (Amora, p. 85)Lupe, además, brinda a Claudia un regalo que le ha sido regateado por sus amantes varones: la iniciación, en todo el rigor del término. Lo que Lupe aprendió siendo una jovencita desorientada se lo transmite a Claudia, que a sus veintinueve años es tan inmadura e inocente como Lupe a los veintidós: las primeras reuniones en casa de Marta Lamas, vino tinto, risas, resignificación del concepto de “amistad”. Más que lecciones de feminismo son lecciones de autoestima, de sororidad –otra vez esta palabra de nuevo cuño que he vuelto una de mis favoritas: solidaridad entre mujeres, hermandad-: para amar y comprender tu propio sexo, hay que empezar por ti misma, por trastocar la visión que de tu cuerpo te ha sido inculcada como lugar de pecado. Pisotear el cliché como a una colilla de cigarro. En su poesía sáfica, Rosamaría canta a las mujeres que ha amado, entre otras, ella misma, y este botón de muestra ilustra fielmente lo que intento explicar. Reproduzco completa:
GIOCONDA
A las mujeres
Mi vulva es una flor
es una concha
un higo
un terciopelo
está llena de aromas sabores y rincones
es color de rosa
suave íntima carnosa
A mis doce años le brotó pelusa
una nube de algodón entre mis muslos
siente vibra sangra se enoja se moja palpita
me habla
Guarda celosa entre sus pliegues
el centro exacto de mi cosmos
luna diminuta que se inflama
ola que conduce a otro universo
Cada veinticinco días se torna roja
estalla
grita
entonces la aprieto con mis manos
le digo palabras de amor en voz muy baja
Es mi segunda boca
mis cuatro labios
es traviesa
retoza
chorrea
me empapa
Pero la unión entre Amor (Claudia) y Amora (Lupe) podría no ser eterna, como difícilmente lo será cualquier otra unión, de la naturaleza que sea. Lupe vive al tope cada instante al lado de Claudia, consciente de que el día menos pensado no habrá más Claudia a quien cepillarle su pelo de varios castaños. Lo que habrá, habrá siempre, son amigas necesitadas de risas y abrazos… amigas acuciadas de enfermedades incurables como Diana, junto a las cuales estar para tomarlas de la mano y no dejarlas ir (aunque la partida sea inevitable)… amigas perseguidas por regimenes que se vengan de las mujeres separándolas de sus hijos… jóvenes violadas a quienes se les ofrece, en compensación por el ultraje, reponerles los dos mil quinientos pesos que costaba la blusa desgarrada… y sobre todo sobrinas desorientadas, como yo, que requieren de una tía que les explique por qué una mujer ama a otra cuando se supone que el amor fue hecho para la unión de sexos opuestos… sobrinas que quieren ser como la tía que sonríe pese a dedicarse a curar el dolor de otras mujeres al grado de olvidar el propio. Por eso yo, como Mercedes, clamo por la instauración del Día Internacional de las Tías… y empecemos por abrazarlas en este preciso instante…
antes que dejen de estar allí…
Video cortesía de Rotmi Enciso
2 comentarios:
Eve, me ayudas a entrar en la nota sobre Virginia Woolf, por favor. No la pude encontrar.
Gracias por el post, los comentarios sobre Amora, que leí hace tiempo en edición española, y por el video!! Es genial poder escucharla a Rosamaría a quienes nunca anduvimos por su tierra.
abrazos :)
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