La chica que quería ser Dios

Morir/ es un arte, como todo./ Yo lo hago excepcionalmente bien.
S.P

El título lo he tomado del prólogo a la edición española de Cartas a mi madre, de Ana María Moix, porque define a Sylvia Plath mejor que cualquiera de sus innumerables (y contradictorios) biógrafos... pues la propia Sylvia le dice a su madre: “Quiero ser omnisciente, creo... Creo que me gustaría presentarme como “la chica que quería ser Dios”; porque Sylvia, estoy convencida, no es la patética víctima que presenta Linda W. Wagner-Martin en Sylvia Plath: A biography. Mucho menos la grosera arpía que describe Dido Merwin en Vessel of wrath, y presiento que tampoco la manipuladora retratada más recientemente biografía por Janet Malcolm, aunque sí la que más se le aproxima de las tres Sylvias (aunque es la de Anne Stevenson la biografía más asimilada de la poeta). Basta leerla para saber que pudo haber sido cualquier cosa. Cualquiera. Excepto una mujer vulgar… ¡y miren que se esforzó por serlo!
Nacida en Boston, el 27 de octubre de 1932, Sylvia Plath, “saludable bebé de 4 kilos”, era hija de Otto Plath, emigrado polaco, viejo profesor de Biología, quien se cree, considero que erróneamente, inspiró el devastador poema “Papaíto”. Más adelante veremos que, si bien se le alude, es improbable destinatario de tal regalo de odio pues Sylvia ni siquiera llegó a conocerlo bien (a menos que se le pueda tener odio a un padre por morirse). Aurelia Schober, madre de Sylvia, bostoniana de origen austriaco, había sido alumna de Otto y mucho más joven que él. La hija casi nunca vio al padre en pie, ya gravemente enfermo cuando ella nació. Ilógico, insisto, cantarle al anciano enfermo: “Cada mujer adora a un fascista,/con la bota en la cara; el bruto,/ el corazón de un bruto como tú.” Cuando el profesor Plath muere de una embolia pulmonar, Sylvia cuenta apenas siete años.Ya afincada en Winthrop, Massachussets, con su madre y su hermano menor, la joven Sylvia se desarrolla como una valkiria, membruda y alta para su edad, llegando a medir cerca de un metro ochenta, lo que habrá de crearle cierto complejo durante la adolescencia. Al Álvarez, que la conoció cuando su cabellera era aún larga y castaña —más tarde la recortaría al estilo Doris Day, tiñéndola de rubio platino: uno de sus más notorios intentos por vulgarizarse—, la describe como “clara, limpia, competente, como una joven de anuncio de cocinas, amistosa y sin embargo un poco distante.” Competente, ¿qué mejor calificativo para una señorita que hacía todo, y todo lo hacía maravillosamente bien?: Dirigir un periódico escolar, jugar baloncesto, actuar... pero, sobretodo, escribir, actividad que estaría a punto de abandonar tras su paso por el Hospital McLean.
Justo en 1953, cuando tras varios rechazos editoriales gana un concurso de la revista Mademoiselle que le permite pasar una temporada en Nueva York junto con otras chicas, aspirantes a columnistas, y empieza formalmente lo que parecía una meteórica carrera como escritora, intenta suicidarse por primera vez, sin motivo aparente, aunque si nos apegamos a la casi certeza de que la novela La campana de cristal, única que Sylvia llegó a completar en vida, es autobiográfica, el motivo es clarísimo: la chica padecía lo que hoy conocemos bipolaridad y que en su momento era tratado como un trastorno mental cualquiera: con electroshocks e insulina. En dicha novela, Esther Greenwood, alterego de la poeta, recrea el instante en que se la oscuridad tendió su manto sobre sus hombros: se encuentra participando de una sesión fotográfica de la revista que la ha becado, junto con las demás becarias, que posan para fotografías caracterizadas del oficio que sueñan desempeñar. Empiezan a desfilar ante la cámara aspirantes a esposa de granjero, sombrerera, trabajadora social en la India… Esther, que siempre ha querido ser de todo, descubre de pronto su vocación: poeta. La directora de la revista sugiere que se le retrate con un libro de poesía entre las manos. El fotógrafo le sugiere pensar en cuán feliz la hace escribir un poema. Pero Esther/Sylvia termina deshecha en lágrimas, llorando hasta perder la noción del tiempo. Para cuando recupera la conciencia, se ve sola en un estudio con un burdo decorado de nubes de borla, abandonada en su inexplicable reacción: “Hurgué a tientas en mi cartera buscando el estuche dorado con el rímel y el cepillo para el rímel y la sombra para los ojos y los tres lápices de labios y el espejito. El rostro que me devolvió la mirada parecía estar mirando desde el enrejado de la celda de una prisión después de una prolongada paliza. Se veía magullado e hinchado y con feos colores. Era un rostro que necesitaba agua y jabón y tolerancia cristiana.” (Pocket, Edhasa, Barcelona, 2005, traducción de Elena Rius, p. 162). Ninguna obra literaria que yo conozca refleja en forma más nítida, cruel y bella la ausencia del mundo y la rebelión interior de una mujer a quien la sociedad elige controlar con el medio disponible en su momento para tal fin: el manicomio.
El exceso de píldoras para dormir, oh ironía, fue demasiado para su frágil estómago que las devolvió en el acto. El techo de la casa materna no dispone de las vigas de cuya visión gozaba la joven en casa de su abuela, por lo que el afán por ahorcarse también fracasa estrepitosamente. Es recluida en un hospital psiquiátrico, experiencia que narra con negro, negrísimo sentido del humor, “desagradable”, opina de forma un tanto banal Janet Malcolm en su libro La mujer en silencio (Gedisa, 2003, traducción de Mariano Antolín Rato), donde no se muestra para nada complaciente con Sylvia (sus simpatías están con papaíto), al extremo de obviar el gran acierto estético del relato. La negrura, habría que agregar, es más fruto de un estado de ánimo que de la ironía; más próximo a la poesía, por tanto, que a la prosa.
La correspondencia de “Sivvy”, que así firmaba Sylvia las cartas que escribía a su madre desde el Smith College (donde habría de graduarse con una tesis sobre Dostoievsky), son muy elocuentes respecto a sus nulas expectativas de “pescar” un príncipe azul, alguien “capaz de soportar la idea de que su mujer desee estar sola y dedicarse a un trabajo artístico algunos ratos.” Casarse era un requisito que una buena chica estadounidense no podía pasar por alto, y Sylvia se sentía acorralada por los convencionales no obstante pensar, como la Esther Greenwood de La campana…, “Lo que odio es la idea de estar a merced de un hombre (…) Un hombre no tiene una sola preocupación en el mundo mientras yo tengo un bebé pendiendo sobre mi cabeza, como un gran garrote para mantenerme en la línea recta.” No pedía demasiado, la verdad. No se consideraba merecedora de gran cosa, sobre todo después de haberle entregado su virginidad al primer chico simpático que se cruzó en su camino, cuando se le permitió abandonar temporalmente el sanatorio. Para la buena chica era como librarse de un fardo simbólico que había protegido hasta con su vida desde los quince años; defendiéndose incluso de un brutal intento de violación (aunque si nos apegamos a la narración de las desventuras de Esther, el desvirgamiento provocó hemorragia tal, que un mediquillo listo aprovechó para reconstruirle el himen). Pero cuando poco después, siendo estudiante de literatura en el Newhom College de Cambridge, Inglaterra, en 1956, conoce a Ted Hughes, prestigiado poeta inglés, guapísimo, mucho más alto que ella, Sylvia no se atreve a imaginar que al cabo de cuatro meses (se casarán el 16 de junio, día en que transcurre la acción del Ulysses, de Joyce) será esposa del partido perfecto: apolíneo, moreno con ojos azules, barbilla partida, y, por si fuera poco, aclamado poeta. Y entre la jauría de cazadoras de maridos, imitadoras de Doris Day, Ted la distingue a ella, a la chica larguirucha y pensativa, versión más fallida de la misma. Sivvy le escribe a su madre un 29 de abril: “Ted dice que jamás ha leído poemas escritos por una mujer como los míos; son fuertes, intensos y llenos de contenido, no quejumbrosos ni amedrentados como los de Teasdale o sencillamente líricos como los de Millary; son poemas llenos de esfuerzo, sudor y jadeos, nacidos de la forma en que deberían decirse las palabras...”Juntos, la valkiria de sonrisa inmaculada y el vikingo de ojos azules, parecían hechos para comerse al mundo entre los dos. Fundaron su hogar, nada más y nada menos, que en la recién restaurada casa de Yeats, convertida en edificio de departamentos. Su más distinguido vecino sería el poeta Al Álvarez, quien viviría muy cerca el conflicto conyugal que se avecinaba y, por lo mismo, la fuente más confiable de todas. La vida no podía ser más idílica para la joven que hasta hacía poco se consideraba la más desdichada. ¿Qué pasó entonces? Según relata Álvarez, Sylvia se fue marchitando, inexorablemente. Como una llama. En sus últimos meses de vida había descuidado su aspecto físico al grado de que su pelo, su otrora maravilloso pelo, desprendía un aroma desagradable. Ya había publicado su muy aplaudido libro de poemas El coloso, y parido dos hijos, Frieda (1960) y Nicholas (1962) ante los que se mostraba como una madre cariñosa, ejemplar. Aunque empezó a redactar La campana de cristal en 1961, ya casada, quizá porque, como Esther, desiste del primer intento siendo becaria porque “¿Cómo podía escribir de la vida cuando nunca había tenido ningún enredo amoroso, ni un bebé, ni había visto morir a nadie?” Todo parecía indicar que Sylvia había hecho a un lado su vocación de escritora para entregarse en cuerpo y alma a su familia, en especial a su dios-esposo; siempre se le veía arrastrando los cochecitos, acarreando las compras, haciendo arreglos a su apartamento, ante la virtual omnisciencia del afamado poeta que era Ted. Nada que indicara actividad intelectual.
No existe evidencia de violencia conyugal. Alguien mencionó que había visto a Ted rodear el cuello de Sylvia y sacudirla con furia... pero la violencia no necesariamente tiene que ser física, Sylvia la describe incluso blancamente falta de bofetadas. No menciona nada al respecto en sus Diarios, al menos no en las páginas que no fueron suprimidas (Olwyn Hughes, la manipuladora cuñada de Sylvia, tenía los derechos de su obra… algo que no puede dejar de indignarme). El hecho es que Ted engañó a Sylvia con la despampanante Assia Wevill, una editora pelirroja de ojos azules, la que come hombres como el aire del poema “Señora Lazarus” y que, irónicamente, una vez convertida en la segunda señora Hughes, habría de suicidarse con gas, junto a su hija, producto de esa unión. Deducir que Ted era un maestro de la crueldad, “aborrecedor de mujeres”, como Esther Greenwood denomina a los misóginos, sería, por tanto, demasiado fácil, pero yo me inclino más por atribuirlo a ciertas características de la sociedad de entonces que fingía claudicar ante los reclamos de libertad de las mujeres y sin embargo continuaba sometiéndolas. Esther/ Sylvia había tenido un noviete en su época de becaria, Buddy Willard se llama en La campana de cristal, con cuya ex novia coincide en el manicomio: ¿tan mala suerte tiene la poeta para coincidir una y otra vez con enloquecedores de mujeres? Sylvia describe su entorno como un asfixiante cinturón de castidad en el que las mujeres solo tienen dos alternativas: ser buenas… o decididamente malas, como Doreen, la compañera de cuarto de Esther durante su estancia en Nueva York: “Odio el tecnicolor. Todo el mundo en una película en tecnicolor parece sentirse obligado a usar fantásticos trajes nuevos en cada nueva escena y a posar con montones de árboles muy verdes o trigo muy amarillo o un océano muy azul extendiéndose kilómetros y kilómetros en todas direcciones.” (La campana…, p. 71).
Ted abandona a Sylvia a los pocos meses de haber nacido Nicholas para pasearse del brazo de su amante por Devon, donde acude a recibir homenajes. Fue ese el período, entre octubre de 1962 y febrero de 1963, en el que la primera señora Hughes se queda completamente sola, más que nunca no obstante quedar a cargo de sus hijos, sin dinero. Redacta entonces sus últimos poemas donde, entre otras cosas, le devuelve simbólicamente a Ted su famoso regalo de “Cumpleaños”, poema que alguna vez él escribiera en su honor: “Seguro que es algo, justo lo que deseo./Cuando estoy cocinando, en silencio, noto su mirada, noto su pensamiento:/ “¿Es ésta ante quien he de perecer?/ ¿Es ella la elegida, la de las orejas negras y la cicatriz?/ “Está sopesando la harina, quitando lo que sobra,/ cumpliendo reglas, reglas, reglas (...)” Ariel, esa especie de carta póstuma (Poesía Hiperión, Séptima impresión, 2003, traducción y notas de Ramón Buenaventura), es un libro rabioso que expone la frustración de una mujer que lo dio todo (¡su propia escritura, ni más ni menos!) a cambio de nada… porque Sylvia esperaba ser retribuida por su sacrificio con amor y fidelidad… una ama de casa middle class que se burla sin piedad de sí misma, de su ingenuidad mientras pela las cebollas y se rebana un dedo, pero, sobretodo, se burla de él, del fascista que le provoca compararse a sí misma con los judíos exterminados, metáfora que indignó a algunos. “Espero ganar lo suficiente escribiendo como para pagar la mitad de mis gastos. Lo duro, este primer año, es empezar de cero.” Fueron las últimas líneas de Sivvy a su madre.
La mañana del 11 de febrero de 1963, la señora Hughes despierta como todos los días, a las seis de la mañana, pero en vez de despertar a sus hijos para ir a la escuela les prepara el mejor desayuno de su vida, dejando la bandeja cerca de la cama para cuando los niños despierten. Baja después a la cocina donde se acuartela a cal y canto. Cubre con paños y toallas los resquicios por donde pudiera colarse el aire y, sin más, mete la cabeza al horno y abre el gas. Había que sacrificar a la pobrecita señora Hughes para que todo mundo conociera a la omnisciente Sylvia Plath. “Hacia las seis de la mañana –narra Al Álvarez -(Sylvia) subió a la habitación de los niños y dejó un plato de pan con mantequilla y dos jarros de leche, por si tenían hambre antes de que llegara la au pair (…) Cuando (la enfermera) llamó a la puerta de Sylvia no le respondió nadie y el olor a gas era abrumador. Los albañiles forzaron la cerradura y encontraron a Sylvia tendida en la cocina. Todavía estaba tibia. Había dejado una nota que decía “Por favor, llamen al doctor...”, y daba el número de teléfono. Pero ya era tarde.”
Esta es la versión oficial de los hechos, y no existe una mínima razón para ponerla en duda puesto que el parte médico certificó cada una de las palabras de Álvarez. Para la periodista y crítica literaria norteamericana de origen checo, Janet Malcolm, autora de La mujer en silencio (Gedisa, 2003, Barcelona, Traducción de Mariano Antolín Rato), la problemática del caso Plath no radica en las circunstancias que enmarcan su suicidio. No existe la menor duda de que Ted Hughes engañaba a Sylvia con Assia Wevill; lo hacía de manera ostentosa y, al parecer, sin remordimiento. Lo que verdaderamente preocupa a Malcolm y la impulsa a realizar este exhaustivo reportaje, es, por una parte, el incesante linchamiento moral que durante décadas padeció Hughes, quien, al margen del escándalo, es uno de los más portentosos poetas en lengua inglesa de todos los tiempos, aspecto que se ha visto eclipsado por el escándalo; por otro, la larga sucesión de oportunistas que han lucrado con la leyenda doméstica de Plath. La mujer en silencio no es, por tanto, una biografía más de Sylvia Plath, sino un esfuerzo, loable, sí, por situar cada pieza del tablero (parientes, amigos, enemigos, biógrafos) en el lugar que les corresponde y abordar con la mayor objetividad posible la situación de quienes sobrevivieron a Plath, es decir, los malos del cuento, el esposo infiel, la amante (tan víctima o tan dañada como la propia Sylvia), la cuñada parapetadora y la madre cuervo de la poeta, la que hizo publicar las cartas que Sylvia le escribió mientras estudiaba en el Smith College y compartió con el yerno jugosas regalías. La misma que forzaba a su única hija a tomar clases de taquigrafía porque dudaba que sirviera para gran cosa, no obstante su “facilidad” para obtener becas y premios: “(…) Mi madre no dejaba de decirme que nadie quería a una simple licenciada en Lengua Inglesa (…) El problema era que yo detestaba la idea de trabajar para los hombres de cualquier forma que fuera. Quería dictar mis propias emocionantes cartas (…) No había ningún trabajo en que se usara la taquigrafía que yo sintiera deseos de hacer.” (La campana…p.p 122 y 192). Malcolm recurre, por tanto, a fuentes antagónicas: las que han levantado un altar a la poeta trágica y las que aseguran que Hughes era una víctima de las manipulaciones de su mujer (yo considero que aquella relación era una pugna entre manipuladores). No hay veredicto de culpable o inocente, no obstante que hacia el final del libro la periodista incurre en el error que no ha hecho sino postergar: sucumbir al desamparo de un Hughes, ya anciano y guapo aún, que se ha visto forzado a permanecer recluido la mitad de su vida y al que la periodista nunca llega a conocer personalmente: "En 1971, alguien intentó quemar mi casa de Yorkshire (donde yo trataba de vivir por entonces)— escribe el poeta a Malcolm— apilando todos mis años de correo acumulado, con otros papeles y toda mi ropa —una pila en cada uno de los tres dormitorios, y con una máquina de escribir encima de cada pila— y prendiéndole fuego. La casa estaba tan húmeda (acababa de volver a instalarme en ella), que las hogueras simplemente hicieron agujeros en el suelo y cayeron como brasas dispersas a las habitaciones de abajo (...)"
Malcolm reconoce que reunir las piezas que permitan reconstruir a la verdadera Sylvia Plath resulta imposible en vista de la variedad de versiones ofrecidas por quienes la conocieron y las cuales contrastan dramáticamente. Llama la atención, de entrada, que sean justamente los biógrafos varones quienes se inclinan del lado de Sylvia— Stevenson no escribió lo que a Olwyn Hughes, hasta hace poco poseedora de los derechos de la obra de Sylvia, le hubiera gustado- mientras que las mujeres, incluida Malcolm, parecen sucumbir al encanto del desamparado Hughes, casado en terceras nupcias con Carol Hughes que no se suicidó. Pero... ¿qué le hubiera gustado a Olwyn Hughes que escribiera Stevenson contra Sylvia, además de reproducir palmo a palmo testimonios como los de Dido Merwin, por cierto, amiga y defensora a ultranza de Ted, que entre otras cosas escribió su propia versión de los hechos en un libro no traducido en español que se titula algo así como Recipiente de la ira, que Sylvia era "la esposa inaguantable de un mártir que tuvo que padecer mucho" Todos los que conocieron a Sylvia, aun en forma impersonal como otro vecino, Trevor Thomas, hicieron su "agosto" publicando detalles de la poeta, tan incidentales como el hecho de que "dejaba su basura en el cubo de él (Thomas) en lugar de conseguir un cubo propio, y bloqueaba el portal con el cochecito de su hijo". Thomas no se entera del drama íntimo de Sylvia sino hasta aquella mañana en que la sirena de una ambulancia que se aproxima al edificio donde vive lo despierta.
En cuanto a la escritura de Sylvia, Malcolm no vacila en juzgarla de “desagradable”, no en el aspecto estético sino por cuanto refleja, haciendo con ello gala de ignorancia en el terreno de la crítica literaria. En este sentido, Malcom llega a una conclusión muy superficial, alejada por completo de la subjetividad que pretende mantener durante la indagación del caso Hughes/ Plath. Escritora ella misma, la autora entiende, sin embargo, que “El auténtico yo es agresivo, grosero, sucio, desordenado, sexual; el yo falso que nuestras madres y la sociedad nos mandan asumir, es limpio, pulcro, ordenado, educado y se contenta con cortar un casto capullo con unas tijeras con baño de plata.”(p. 167). La vida entera de Sylvia Plath fue un forcejeo entre la niña buena que era en el fondo, y el ser “agresivo, grosero, sucio, desordenado y sexual (¿es inconsciente que Malcom incluya esta característica, que por sí misma no dice nada, y sin embargo pareciera encerrar una dura condena moral?), que su poesía le pedía ser para filtrar la locura que se había apoderado de su ser?
En ello radica la fascinación que despierta la personalidad de Sylvia Plath: Por fuera, digna modelo de un anuncio norteamericano de cocinas, con una rubia cabellera impecablemente acicalada, tiesa de laca y de oscuras raíces ritualmente acalladas, mejillas como manzanas, mirada desvaída, sonrisa perfecta y un primoroso delantal de florecitas atado a la breve cintura. Por dentro, una poeta torturada por la obligación de desempeñar un personaje que deplora; por su mortificante afán de perfección y una inseguridad tan inmensa como su ego. Sylvia es, por un lado, la personificación misma de la hipocresía americana. Por otro, la oveja autoinmolada en el altar de esa misma hipocresía. La chica dulce de largas tobilleras con una visión del mundo lo bastante desencantada y perversa como para burlarse de sí misma y del rol que la sociedad le imponía: ¡Qué emoción! / En vez de cebolla, me llevado el pulgar./ La yema, desprendida,/ se ha quedado colgando, como de una bisagra (“Corte”, Ariel).

Sylvia Plath lee November Graveyar y Daddy

3 comentarios:

Cova dijo...

Para empezar Sylvia tenía ocho años y no siete cuando murió su padre, a quien obviamente conoció. Y, en mi humilde opinión, los ocho primeros años de vida son bastante importantes para cualquiera a la hora de establecer vínculos y asentar las bases de la futura afectividad, máxime dentro del primer contexto relacional de una persona: su familia.

Otto Plath no estaba enfermo cuando nació su hija, sino que empezó a debilitarse tras el nacimiento del hermano de la autora, Warren Plath, si bien su salud se agravó realmente a partir de 1937, cuando Sylvia ya tenía cinco años. Ésta asistió a su enfermedad y padeció su proceso de muerte de una manera fantasmagórica, una progresiva desaparición de su vida -espacio en el que Otto había tenido un notable protagonismo- lo cual efectivamente la marcó, aunque seguramente no tanto como las condiciones de la relación que mantenían sus padres entre sí ni la consideración del amor que sostuvieron con sus hijos, algo que dependía directamente de los logros y de la demostración pública de valía personal, es decir, del éxito.

Hay muchas, pero muchas imprecisiones en tu reseña. No discrepo de lo que quieres dar a entender y comparto muchas de tus apreciaciones sobre las distintas y desafortunadas visiones que se han dado de Plath, pero si no queremos contribuir con más imprecisiones a la que hasta ahora ha sido una de las biografías más manipuladas y expoliadas de la historia de la literatura, mejor ser exactas y fieles, en la medida de lo posible, a hechos contrastables. Después está la obra, una obra que habla por sí misma, pero no olvidemos nunca que, como señala Simone de Beauvoir: la literatura mantiene con la verdad relaciones problemáticas. Y que Plath reinventó por escrito un espacio vital usurpado, es decir: se re-creó a sí misma palabra por palabra y trató por todos los medios de salvarse. Aunque, lamentablemente, esas palabras no alcanzaron para tapar una brecha de dolor que avanzaba mucho más deprisa y que no tenía un origen orgánico, bipolar, sino amoroso: un concepto del amor y de lo que había que hacer para lograrlo que se estrellaba con las posibilidades de la libertad individual.

Es mi opinión.

Saludos,

Cova

Eve Gil dijo...

Estimada (o) Guajacova: Para empezar, los textos que lees en este blog no son RESEÑAS (me parece delicado confundir géneros literarios y periodísticos); son ensayos biográficos. Para continuar:¿tienes una idea de cuántas biografías existen sobre Sylvia Plath? Yo, por lo menos, leí seis para elaborar este ensayo, y naturalmente unas contradecían a otras. Cada uno de los autores tendrá sus muy particulares impresiciones, a menos que tú hayas conocido y tratado a Sylvia y puedas jurar sobre la Biblia que la Verdad Única es la tuya. Finalmente, yo no gano ni pierdo nada diciendo si era o no bipolar, pero, perdóname: SYLVIA ERA BIPOLAR, cualquier persona con elementales conocimientos psiquiátricos o psicológicos puede diagnosticarlo. Basta leer su biografía "Campana de cristal". El que sea o no bipolar no valida o invalida su escritura y nadie le está quitando el mérito de haber sido una extraordinaria poeta. Estás como los que se enojan cuando les dices que Virginia Woolf era esquizofrénica: claro que lo era: escuchaba voces y esas voces terminaron por interferir en su necesidad de expresión escrita, lo que la llevó al suicidio. Lo "amoroso" fue parte de la patología de Sylvia, y la mayoría de las veces lo que tú llamas amor es co dependencia (caso de Sylvia). Ubícate, además, en su contexto histórico, en esa obligación que tenían las "buenas amas de casa americanas" de ser siempre fieles, prudentes y sacrificadas y Sylvia, como intelectual, no estaba hecha para ese estilo de vida. Dicho lo anterior, considero que si te pones a buscar con lupa en cada uno de los textos que he publicado sin duda encontrarás montones de cosas que considerarás "impresiciones" porque tus lecturas no coinciden con las mías, o porque tú leíste una biografía que yo no leí.Por mucho que admiremos a un escritor -y Sylvia es de mis favoritas, sin duda- no podemos tapar el sol con un dedo. Si quieres enojarte EN SERIO, lee la biografía que le hizo Janet Malcolm... que, enojosa y todo, tiene su parte interesante y verdadera. Un saludo.

LAZARUS dijo...

SALUDOS!!
MUY INTERESANTE TU ENTRADA SOBRE LA SEÑORA SYVIA PLATH,
TE IMAGINAS QUE HUBIESE SIDO DE ESTA COLOSAL ESCRITORA SIN SU PATOLOGIA... ¿?...
Y
SIN LA SERIE DE SUCESOS...
MMM... SEA COMO FUESE,
TODO ELLO
HAN FORMADO, Y CREADO A QUIEN ES SYLVIA PLATH.
A TU SALUD !