
A.N
Anaïs Nin inició un Diario a la edad de once años, con fecha del día más triste de su vida: el día en que su padre abandonó el hogar en pos de las cimbreantes caderas de una jovencita. El Diario aportó consuelo a la adolescente que, ante la desvalidez emocional de su madre… la renuncia de esta a seguir siendo madre ante su calidad de esposa rechazada, se responsabilizó de sus hermanos menores con una dedicación impropia para sus años. Aspectos en la personalidad de Anaïs hacen suponer una vocación mística que parece perpetuarse durante su actividad erótica: “Recuerdo las sacrílegas comuniones de mi infancia en las cuales recibía a mi padre en lugar de a Dios, cerrando los ojos y tragando el pan blanco con arrobados temblores, abrazando a mi padre, comulgando con él, en una confusión de éxtasis religioso e incestuosa pasión. Lo hacía todo para él (…)” (Henry Miller, su mujer y yo, Emecé, Buenos Aires, 2008, traducción de María José Rodellar, p. 277).
Cómo amar tan intensamente y sin tregua a un padre que no hacía sino increparle sus defectos, él, triunfal pianista, apuesto y perseguido por las más bellas mujeres, que consideraba fea a su única hija mujer y no dudaba en reprochárselo… que al serle mostrado un hermoso dibujo salido de las manos de la niña, se mostraba escéptico respecto a su autoría. La infancia de aquella niña morena, de largas piernas de bailarina, estuvo marcada por la íntima tragedia de no complacer a su ídolo: “(…) Vi crueldad en mi infancia- la crueldad de mi padre para con mi madre y sus sádicos castigos de mis hermanos y de mí- y la compasión que sentía por mi madre alcanzaba la histeria cuando mi padre y ella peleaban, actos que luego me paralizaban. Crecí con tal incapacidad para la crueldad que se convierte en debilidad.”


Hija del pianista español de raíces cubanas, Joaquín Nin y Castellanos, y de una cantante franco-danesa, Rosa Culmell, Anaïs presenta tantos matices en su escritura como en su compleja personalidad, propia de la empeñosa seductora de su propio padre y de una niña forzada a ser madre de su propia madre. Los tres gruesos tomos de sus diarios (Henry & June, Incesto y Fuego) nos la revelan como una persona que con igual ahínco persigue el placer que la bondad; que traiciona a su esposo al tiempo que procura la felicidad de este por encima de la propia, “(…) A cambio de fidelidad, yo le doy mi imaginación”. Capaz, incluso, de deshacerse de sus bienes materiales -¡Sus libros! ¡Su máquina!- para sacar del apuro a sus amigos bohemios, muy especialmente a Henry, a quien admira por sobre todos los escritores de su tiempo. Su ascetismo la lleva a besar los labios ennegrecidos por el láudano de Artaud y a prestarse para un desahogo sadomasoquista de su torturado primer psicólogo, René Allendy, al que llegó, irónicamente, por recomendación de otro amante: su primo Eduardo.
Fiel y abnegada esposa durante los primeros siete primeros años de su matrimonio con Hugo, con quien vivió en Nueva York aquella primera etapa, Anaïs se horrorizaría, recién llegada a París, de toda esa gente besándose en las calles… de las sombras entrelazadas en las ventanas de los hoteles de paso… de los bares de lesbianas y espectáculos eróticos que más tarde recorrería con June… con Henry… incluso con Hugo; desde los más sofisticados hasta los más patéticos, donde mujeres desnudas exhibían senos y vientres flácidos. No imaginó, al llegar a aquella dulce versión de Gomorra, que terminaría liada con una comuna de intelectuales viciosos e inestables que servirían de refugio a su vida conyugal, idílica pero rutinaria. Como ella misma dice, siempre encuentra una explicación hermosa para sus actos, por inmorales que parezcan: “Cuando retorno a Hugo por la noche, a la paz y el calor del hogar, lo hago con una profunda satisfacción, como su ésta fuera la única situación posible para mí. Traigo a Hugo una mujer entera, liberada de todas las demoníacas fiebres, curada del tósigo de la inquietud y la curiosidad que antes amenazaban nuestro matrimonio, curada por medio de la acción. Nuestro amor vive porque yo vivo (…) la vida de los escritores es otra vida.” (Henry y June, p. 77).

Todos a su alrededor cuestionan la facultad de la escritora para distinguir entre la realidad y la ficción. Solo ella es genuina, reinventada a placer, imitada por otras mujeres, no obstante no apegarse a los cánones de belleza de la época, inclinados ante las opulentas: Anaïs era pequeña y delgada como una adolescente, pero avivada por una sensualidad que le desborda las menudas caderas. Ella misma no parece muy convencida de sus propios sentimientos. En lo único que se muestra contundente es en su obsesión por los Diarios, acaso los más exigentes amantes: “No había visto nunca con tanta claridad como esta noche que escribir el diario es un vicio, una enfermedad(…) Me retiré a mi habitación como en volandas y tuve la sensación de encontrarme encerrada, de caer en mí misma. Saqué el diario del último escondite, debajo del tocador, y lo lancé sobre la cama. Tenía la impresión de que así era como un fumador de opio preparaba su pipa…”, escribiría en mayo de 1932 (Henry y June, p. 167).

Tras recibir la convincente explicación de Anaïs, Hugo no vaciló en creerle, si bien sus verdaderos celos parecían dirigirse no a los amantes hipotéticos, sino a su escritura, más concretamente: a sus Diarios. Ni siquiera cuando por error Anaïs le envió a Hugo un cheque y una ardorosa carta destinados a Henry, quien a su vez recibió una afectuosa carta salpicada de detalles domésticos para Hugo, mientras ella paseaba del brazo de Rank por Nueva York. No se divorciarían nunca, aunque Anaïs se convertiría en bígama al casarse casi treinta años después con Rupert Poole. Escribe el 1 de junio de 1933: “Las mentiras me parecen un hábito, las pequeñas mentiras, más bien desviaciones, porque temo que no me entienden y me asusta el dolor. Y luego, lo que no digo lo escribo en el diario.”
De lo que no existe duda, es de la loca y perdurable pasión compartida con Henry Miller que nutrió la obra de ambos. “Henry utilizó bien mi amor, hermosamente: con él armó sus libros”, diría Anaïs, no obstante que, inspirados en una misma mujer, June Mansfield, esposa entonces del escritor, consideraba haber escrito páginas “sencilla y humanamente penetrantes (...) artísticamente más grandes que las deformaciones de Henry (...)”. La relación no solo alimentó el diario rojo de Anaïs. Dio pie a un intercambio epistolar que haría suponer, como en el caso de la perfección formal de la escritura de los Diarios –que Anaïs dio a leer a Henry y algunos amigos- que los correspondientes pensaban en publicar, algún día, aquellas apasionadas y eruditas cartas, reunidas finalmente en el libro Anaïs Nin y Henry Miller, una pasión literaria, correspondencia (1932-1953), publicada en español por Siruela.
June, decadente aunque todavía bella bailarina norteamericana por quien Henry abandonó a su primera esposa y a su hija pequeña, se mudó con este a París e inició, mucho antes que el propio Henry, una intensa relación con Anaïs: la primera relación sáfica para la escritora, otra de tantas para la bailarina. La autora deja entrever en su Diario que el hacer el amor con otras mujeres, asumiendo invariablemente el rol masculino, la ayudaba a conciliarse con “el artista” (así, en masculino) pues consideraba a la feminidad reñida con la creación literaria, más aún a la maternidad. Para procrear requería de una operación a la que nunca tuvo el mínimo interés en recurrir. Se lamenta, una y otra vez, de ser “tan femenina”, aunque ya en la madurez asumirá esa feminidad no solo como algo inherente a su personalidad, sino como algo legítimo, artísticamente hablando. Algo que le permitiría explorar una veta inédita en la literatura erótica: “En la época en que nos dedicábamos a escribir relatos eróticos a dólar la página (década de los cuarenta), me di cuenta de que durante siglos habíamos tenido un solo modelo para este género literario, los textos de autores masculinos (…) Me constaba la gran disparidad existente entre lo explícito de Henry Millar y mis ambigüedades, entre su visión humorística y rabelaisiana del sexo y mis poéticas descripciones de relaciones sexuales contenidas en los fragmentos no publicados de mi Diario (…) aunque la actitud de las mujeres hacia el sexo fuera por completo distinta de la masculina, aún no hemos aprendido a escribir sobre el tema.” Con la publicación de los Diarios de Anaïs Nin, se dispararía un auge de literatura confesional erótica femenina.
Respecto a su relación con June, decidirá Anaïs que “no hay vida en el amor entre mujeres”. Una vez terminada la aventura con June, que a su vez abandona súbitamente a Henry, Anaïs descubrirá en brazos de este que “esta copulación entre hombre y mujer dentro del mismo crisol de la creatividad es la nueva monstruosidad de un nuevo milagro. Afectará el curso de los planetas y alterará el ritmo del universo y “dejará una cicatriz en el mundo.” Y si bien Anaïs plasmó esta relación en el bello relato “La habitación sellada”, incluido en Hijos del albatros (1947), aporta una versión pasada por el filtro de la poesía. Los Diarios, en cambio, lo muestran tal cual… si prescindir de la poesía que era, me atrevería a decir, su ser cotidiano: “Los sólidos la ligaban de un modo permanente. Nunca había querido una casa sólida, muebles duraderos. Todo eso eran trampas. Entonces pertenecían a ella para siempre. Prefería los adornos teatrales en los que podía entrar y salir con facilidad, sin lamentos. No tardaban en caer los trozos y no se perdía nada. Sólo sobrevivía la vivacidad”, dice de Djuna, su alter-ego, nombrada así en honor a la escritora estadounidense Djuna Barnes.

Conocería a Rupert Poole (1919-2006), de 28 años entonces, en 1947, a bordo del ascensor de un hotel neoyorquino donde se celebraba una fiesta organizada por el heredero Guggenheim, y a la que ambos eran invitados. Poole, de profundos ojos azules –rasgo hacia el que Anaïs se sentía particularmente atraída, y que compartían Hugo, Henry, Allendy y su primo Eduardo-, licenciado en música por la Universidad de Harvard, era, de hecho, de los músicos que amenizarían la fiesta. La fascinación fue mutua pese a contar Anäis 44 años, dieciséis más que él. No volverían a separarse a partir de aquella noche. Anaïs confesará a su biógrafa, Deirdre Bair, que de entrada pensó que Rupert era homosexual dada su belleza, casi femenina, y su forma de vestir –portaba un sombrero tirolés y una bufanda de lana-, es decir, fue más una corriente de simpatía que de erotismo lo que la empujó al joven, mientras Hugo realizaba unos negocios en La Habana. Rupert, hay que señalar, era lo bastante rico para insinuar que tuviera algún interés mezquino en la escritora. Se casarían hasta1955, en una pequeña y polvorienta ciudad de Arizona donde tenían lugar los matrimonios irregulares de la época.

Escenas de la película de Phillip Kaufman, Henry and June
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