Detective en tacones altos

…No todos los policías chinos son como los que salen en las películas norteamericanas, en las que sólo sirven para las artes marciales, hablar mal inglés y comer pollo Gongbao.
Qiu Xiaolong

Una novela policiaca ambientada en la China actual, escrita por una china nacida a mediados de los sesenta del siglo XX, la generación que prácticamente nació durante la llamada Revolución Cultural… ¿puede alguien imaginar tamaña rareza? Para empezar, China permanece bajo vigilancia policial. El gobierno exige que cualquiera que pretenda permanecer en Pekín más de tres días, se registre en la policía. Por otro lado, está terminantemente prohibido ejercer de manera independiente como detective: “Los detectives privados estaban proscritos en China. Mei, como otros en aquel negocio, había recurrido a la contraestrategia de inscribir su agencia como consultoría de información.” (El ojo de jade, Siruela Policiaca, Barcelona, 2007. Traducción de Lola Díez, p. 12). El único autor chino, además de Diane, que escribe novelas negras, también en inglés, Qui Xiaolong, tiene por protagonista a un honesto funcionario, Chen Cao, candidato a dirigir la Oficina de Control de Tráfico que desempeña labores de inteligencia de alguna manera clandestinas, pero dirigidas desde el gobierno. Detentar cierto poder, permite a Chen un lujo que Mei no puede darse: recurrir al guanxi, literalmente traducible como “contactos” o, dicho por el protagonista de Qui: “No se trata solo de las personas que uno conoce, sino de las personas que pueden ayudarle a uno a conseguir lo que quiere.”
Ser mujer, por otro lado, brinda beneficios… pero también grandes peligros. A través de las páginas de El ojo de jade, de la pekinesa Diane Wei Liang, que nació justo el año en que la llamada Revolución Cultural estalló en China, 1966, descubrimos que la aparente equidad de sexos, promulgada durante el régimen de Mao, se queda en eso: apariencia. Y de apariencias está conformada la actual sociedad china, quizá más que ninguna en el mundo, regida por lo que Lu, la ultra sofisticada hermana de Mei, la protagonista, denomina “capitalismo con orientación socialista”, al tiempo que sacude sus mechas color miel. Mei, un poco como Diane, es una especie de paria. Digo especie porque no lo es de manera oficial, gracias a la importancia de su hermana menor, Lu, estrella de televisión y casada con un magnate. Los empresarios conforman la nueva aristocracia de este país que abortó su pasado imperial.
La razón por la que la detective Wang Mei no es bien vista, incluso por su madre cuya predilección por Lu es evidente, es que renunció a un honrosísimo cargo en el Ministerio de Seguridad Pública (especie de KGB china), donde aprendería, por la vía legal, los trucos aplicados a su actual –e ilegal- oficio. Es probable que, de saberlo, igual la habrían condenado: ¿cómo es posible que una joven guapa y ambiciosa rehuyera los avances amorosos de un ministro? Todo indica que denunciar a un personaje de altos vuelos por acoso sexual, en China, es por completo improcedente. Mei se ve entonces en la disyuntiva de elegir entre todo y nada, y nada es su dignidad como mujer. Para ella, en cambio, esto lo es todo. Y en este abierto desafío a la sociedad hallamos la verdadera calidad de heroína de la detective Mei: “(…) Nuestros antepasados decían que en la vida hay dos objetivos: formar una familia y hacer carrera (…) Mei no tenía interés en hacer guanxi. Creí en sí misma. Creía que triunfaría en la medida de su propia capacidad.” (p. 52).
Wang Mei, heroína de Diane Wei Liang, que protagonizará una serie de novelas –El ojo de jade es la primera – no tiene parangón con ningún otro detective literario –si acaso un poco con la entremetida Miss Marple de Agatha Christie, dicho por la propia Diane-, si bien la propia Mei reconoce haber devorado las novelas de Sherlock Holmes cuando niña. Esta detective china tiene mucho de flema inglesa, pero su potente emotividad le estorba por momentos. Su único rasgo de verdad excéntrico es llevar siempre tacones altos, hasta para perseguir truhanes por la zona más peligrosa de Pekín… equipada, eso sí, con su spray antivioladores y una pequeña linterna al interior de su bolso Chanel… de imitación. Conduce, además, un coqueto Mitsubichi color frambuesa, que su veleidosa hermana desechó cuando su flamante marido le obsequió un mejor auto (además, este se lo había regalado un novio anterior). Pero a Mei le conviene el disfraz de chica frívola: es una coraza de sí misma, que es en realidad la antitesis de lo que refleja: “(…) a veces, hacerse parte de lo que nos duele es de hecho lo que nos ayuda a sobrevivir. Nos ayuda a seguir con nuestras vidas.” (p. 177).La posesión de un auto por parte de Mei no deja de sorprender tratándose de un país donde esto es un lujo excesivo. La clase media, en el supuesto de que tal cosa exista en China, se traslada en bicicleta o en trolebús. Mei se ha habituado a las miradas resentidas y recelosas de los cientos que ciclistas con los que circula por aquellas caóticas calles. Un país que desprecia a los artistas… y ella es detective porque no ha tenido el valor de dar rienda suelta a su vocación literaria, y en esto curiosamente coincide con Chen, el protagonista de Qiu Xiaolong, traductor, como el autor, de TS Eliot y poeta secreto. Por este simple hecho, Mei se sabe un poco parte de esa masa que no la quiere. Vive con genuino orgullo el ser hija de un poeta, aunque este haya desaparecido misteriosamente. Su madre le ha suplicado, casi de rodillas, que no lo haga, que no escriba nunca si no quiere correr la misma suerte de su progenitor, arrumbado a un “campo de re-educación”, como les llamaban los maoístas. La única herencia que le deja a Mei su padre, el despreciable poeta que sabía de memoria versos de la época Tang, es una libreta que él mismo forjó con papales amarillentos que fue recogiendo mientras hacía la limpieza y donde guardó las azaleas que la pequeña Mei recogía en el campo: “(…) Tras la muerte de Papá, Mamá tiró todas sus cosas: sus manuscritos, sus fotos y sus libros. Ese retrato fue lo único que Mei logró salvar. Lo había llevado consigo, escondido en un ejemplar de Jane Eyre, al internado y a la universidad…” (p. 21).Si no fuera detective, Mei habría terminado, sin duda, como Diane Wei Liang, su creadora: exiliada en Londres, donde actualmente radica con su esposo, un asesor financiero de nacionalidad alemana, y dos hijos. Diane, como el antes citado Xiaolong, ha adoptado el inglés como lengua literaria. Fue una de los escritores que desató la ira del gobierno al publicar su testimonio sobre la experiencia en la Plaza Tiananmen, publicada en español con el título de El lago sin nombre, donde los tanques vuelven a aplastar los destinos e ilusiones de cientos, de miles de jóvenes chinos. Como prácticamente todos los autores de su generación, hija de padres intelectuales, pasó su infancia en un campo de trabajo. En dichos campos, hombres y mujeres que habían brillado en sociedad por sus vastos conocimientos y talentos, eran forzados a pastorear y a cortar trigo o grano. Perder a una oveja, recuerda Diane, podía costarle al pastor un terrible castigo. Permanecería ahí hasta 1972, año en que se cerró el campo. Su madre encontró empleo como administradora y su padre tuvo que marcharse a Shanghai. Diane ganó un lugar en una escuela de élite de Pekín y de ahí pasó automáticamente a la prestigiada Universidad, donde participaría de las huelgas de hambre que culminaron con la matanza de Tiananmen. Consiguió una beca de estudios en la Carnegie Mellon University de Pennsylvania, donde se doctoró como administradora de empresas y actualmente enseña gestión empresarial en el Royal Holloway College, de Londres. El nombre de Diane, por cierto, lo adoptó ella para firmar sus libros, aunque sin renunciar al verdadero que es Wei Liang: “Soy fanática de la mitología griega, y Diana, la diosa de la caza, es mi favorita.” Mei no tiene el antecedente de Tiananmen, quizá por ser más joven (si bien nunca se especifica su edad). Según cuenta, en entrevista con Scott (Scoop) Butki, desde que se fue de China Dian ha procurado regresar por lo menos una vez al año, y afirma que la vida allí no es tan mala como cuando tuvo que salir.
La China que nos van desvelando las correrías de la entaconada detective Mei, detrás de una pieza probablemente única de tiempos del rey Cao Cao de los Tres Reinos (siglo I d.c), es por completo descorazonadora, aunque no por fuerza decepcionante. Para empezar, está la llamada Revolución Cultural, cuyo nombre pudiera resultar equívoco para los occidentales. El leit motiv de dicha revolución es precisamente la destrucción del pasado, esto es, de la cultura. La única forma de lograr algo semejante, al menos en el terreno de lo simbólico, es arrasar con su arte… con sus cuadros, con sus libros… A continuación, y he aquí la extensión de la paradoja, se encarcela y humilla a los intelectuales, a los transmisores por antonomasia de la tradición. La única lectura permitida en aquellos campos (desiertos casi), era El libro rojo de Mao, que no se caracteriza por su amenidad, la belleza de su prosa o la luminosidad de sus ideas, “(…) No había lugar para la moral en los tiempos de la Revolución Cultural –le dice a Mei el potentado Song-. Uno sobrevivía a cualquier precio. Vosotros los jóvenes no lo entendéis. Os comportáis siempre como si fuéramos unos monstruos.” (p. 220). En un mundo re-educado, donde florecen los negocios turbios, no importando su naturaleza, Mei se obsesiona con la idea de capturar a quien ha robado esa pieza, no porque el robo de piezas antiguas sea, paradójicamente, uno de los delitos más graves en China, sino porque ha llegado a adquirir cierto significado sentimental para ella (que, sí, considera monstruosos a quienes pudieron haber incinerado libros), debido a la extraordinaria historia de amor que encierra, y la emociona no obstante haber sufrido una fuerte decepción amorosa que la vuelto escéptica: el sello de jade contiene la banda del rey Cao Cao que su amada, la gran poeta Cai Wenji (177 d.C, se desconoce el año de su muerte), ocultó en su manga al ser capturada por los rebeldes que la vendieron al rey de Mongolia. Cuando varios años más tarde Cao Cao derrotó a las fuerzas rebeldes, se topó con la nueva de que su amada Cai vivía en las madreras mongolas, donde escribió sus más célebres poemas de nostalgia por China… y le dio dos hijos al rey mongol, Liu Bao. Cao Cao ofreció varias piezas de oro por su libertad y el rey mongol dio a la poeta el derecho de elegir: su libertad… o sus hijos. Para sorpresa nuestra, elige el amor de Cao Cao, esto es, la libertad. Muy probablemente, el traficante ni siquiera conociera la leyenda de dos mil años que encierra la pieza robada, lo que más enfurece a la culta detective: “(…) En aquellos tiempos todo el mundo era emprendedor. Unas pocas apuestas, un poco de compraventa en la avanzadilla del mercado de existencias locales y una visita a los parientes pobres con la esperanza de hallar antigüedades de valor, eran cosa de todos los días (…)” (p. 126).
Como en los versos de Cai Wenji, en la narrativa de Diane sale a relucir su nostalgia por la que llama “mi querido Pekín”, a pesar de narrar desde allí. Ciudad de múltiples facetas, más aún, una ciudad dentro de muchas: la ruina imperial, los vestigios grafiteados de la Revolución Cultural y la que pretende parecerse un poquito a Park Avenue, esa que le es por completo ajena a Mei cuando asoma por la ventana del lujoso apartamento de Lu, la de numerosos techos rosados, la que se niega a sí misma: “(…) El elitismo –dice Lu jugando con sus artificiosas mechas color miel –es un error si los que son especiales no cumplen con sus obligaciones. Somos un modelo de comportamiento, no debemos olvidarlo.” Cuando asoma a la ventana de su oficina, que le muestra en cambio la cara del Pekín construido por el Ejército de Liberación del Pueblo, semi olvidado por el actual gobierno, más interesado en hermosear su zona turística, no puede evitar un sentimiento de opresión, de amurallamiento. Pekín, la ciudad en la que los provincianos llegan a ser despreciados, en particular si como Gupin, el fiel secretario de Mei, proceden de Luoyang, nada menos que la capital de trece dinastías antiguas, ¿recordatorio ingrato de lo que se ha pretendido desterrar de la memoria colectiva?: “(…) Todos quieren estar elegantes cuando vienen a una ciudad tan grande como Pekín, con peinados nuevos y ropa nueva que están a la moda en sus ciudades. Pero todos acaban pareciendo animales del zoo (…)”, le dice a Mei una empleada de la estación del ferrocarril, cuando empieza a seguirle la pista al traficante. Al talentoso Gupin, el Mr. Watson de Mei, nadie ha querido emplearlo antes: “¿Sabe usted la cantidad de gente que llega a Pekín todos los días? Veinte mil personas. Eso sin contar a los trabajadores de provincias que están aquí ilegales. Estamos hablando de cientos de miles de don nadies sin registrar. ¿Por qué iba la policía a ocuparse de ninguno de ellos? La gente muere, eso no es más que la realidad de la vida.” (p. 202).
La sociedad china es particularmente –rígidamente- machista, con reminiscencias de aquella que domesticaba el pie de sus mujeres hasta transformarlo en un pequeño amasijo de huesos deformes; diminuta obra de arte forjada con el dolor de su poseedora. Al tío Chen le parece una rareza absoluta que Gupin le prepare el té a Mei y a sus clientes:

-¿Tu ayudante es un hombre? ¿Y te hace el té?
-Sí- dijo Mei con aplomo. Estaba acostumbrada a que la gente le hiciera ese tipo de preguntas, como si hubiera algo raro en ella o en Gupin. Sin duda algunos sospechaban que ella era una jefa agresiva, una arpía. Y de Gupin, quizá sospecharan cosas peores.
(p. 56)

Mei es consciente del machismo de su entorno, y lo asume sin aspavientos, saliéndose un poquito de su cuerpo para contemplarlo con interés antropológico, haciéndolo de este modo un poco ajeno a su persona. No obstante, si un personaje es afectado por estas posturas ideológicas, es ella, que se ha visto orillada a renunciar a una profesión exitosa antes que prostituirse. Un poco como su padre, que prefirió la cárcel a renunciar a un ideal, Mei ha demostrado siempre una gran firmeza de carácter, una seguridad que su hermana, “la bonita”, carece a menos que esté enfundada en ropa de diseñador. Lu, aunque inteligente, tanto como Mei, ha depositado todo su valor como mujer en su aspecto. Mei, en cambio, centra el suyo en sus convicciones y autosuficiencia. Cuando su antiguo amor le confiesa que prefirió casarse con otra porque Mei no le permitía sentirse protector ni superior, la respuesta de ella no puede ser más contundente: Yo puedo cuidarme a mí misma.
El ojo de jade no es, en definitiva, una tradicional novela negra. Tampoco lo son los de Qiu Xiaolong, pero la de Mei va más allá al narrar desde la interioridad de la protagonista. Hay un asesinato qué resolver, pero las peculiaridades de las leyes chinas trastocan lo que debiera ser un éxito en una victoria casi pírrica. La detective ejerce un oficio prohibido, por lo que ha de moverse en la más absoluta clandestinidad, violando las leyes que en el fondo honra. La trayectoria de la detective en pos de la verdad, la conduce a descubrir su propia verdad. La reflexión en torno al crimen la involucra de manera decisiva. El ojo de jade, que tío Chen le ha pedido encontrar, representa asimismo la propia historia que, al ser desvelada, producirá un vuelco decisivo en el devenir familiar, accidentado de por sí, de Mei, la inolvidable detective sentimental.
A MANERA DE POSTDATA: MÁS SOBRE NOVELA NEGRA CHINA
La novela negra es un género más bien escaso en la literatura china y no es de extrañar que sus pocos exponentes la escriban en una lengua extranjera y desde el exilio. El sistema de justicia del gigante asiático vuelve casi imposible la faena de escribir una novela policial de feliz resolución sin el riesgo de caer en lo inverosímil. Por otro lado, es conocida la casi patológica preocupación de los chinos respecto a la imagen que de ellos se tenga en el extranjero, razón por la que la gran mayoría de sus autores importantes han optado para ponerse fuera del alcance de la censura. Y aún entonces, corren el riesgo de ser expurgados y mutilados para ser leídos en su lengua original, según declaró al diario La Vanguardia Qiu Xiaolong: “Cuando empecé a escribir este libro –Visado a Shanghai- la corrupción en China era menor que hoy. Había quien la veía mal. Hoy si no la practicas eres un necio. Ya no queda idealismo, la gente sólo piensa en el dinero. Y aunque mis libros se han traducido allí, sigue habiendo una barrera infranqueable. Se han publicado mutilados y situando la trama en otra ciudad… porque esas cosas no pueden suceder en Shanghai.”
Nacido en Shanghai en 1953 y radicado en Washington desde 1994, Qiu Xiaolong es, junto con su compatriota pekinesa Diane Wei Liang, actualmente afincada en Londres, el más afamado autor chino en el género negro. Al situar sus aventuras en su ciudad natal y recurrir a un héroe chino, en este caso el inspector Chen Cao, Xiaolong se ha visto obligado a modificar no tan sutilmente los lineamientos de la tradicional novela de detectives. Chen Cao es, en efecto, funcionario honesto y amante de la justicia, si bien la corrupción del mismo sistema para el que trabaja, lo ha orillado a recurrir a métodos poco ortodoxos para llevar a buen término sus casos. A diferencia del casi prototípico detective occidental –desaliñado, antisocial y pragmático- Chen Cao es un joven muy bien plantado, elegante y cultivado que se deja llevar por la intuición pero también por la poesía, terreno en el que es experto, traductor, como el propio Xiaolong, de T.S Eliot.
En Visado a Shanghai, Chen se enfrenta a dos peligrosas bandas de traficantes de indocumentados con destino a los Estados Unidos, aunque de entrada cree se trata de una sola. Esta actividad, en el Shanghai real, es la más jugosa junto con los populares karaokes que no son sino burdeles parapetados (la prostitución está proscrita en China y a quienes ejercen este oficio se les denomina Chicas K). No se trata, pues, de una pesquisa de rutina, pues relacionado con este asunto tenemos la extraña desaparición de una mujer llamada Wen que habría de ser trasladada a los Estados Unidos para reunirse con su marido, testigo protegido en quien se apoyan las autoridades estadounidenses para capturar a los traficantes chinos. Para rastrear el paradero de Wen y asegurar su traslado, sana y salva, Chen será asistido por una detective norteamericana, rubia y de ojos azules, llamada Catherine Rohn, experta en cultura china. Nada de lo que el lector suponga se llevará a efecto: las relaciones interraciales siguen siendo un tabú en la China del naciente siglo XXI, lo cual no significa que Chen y Catherine no corran variadas, atractivas y peligrosas aventuras que los consagran como pareja detectivesca en verdad deliciosa. Lo único predecible, aunque Xiaolong evita caer en el lugar común, más aún, los ataja con vehemencia, es que los ánimos de Catherine se exaltaran al comprobar las penosas circunstancias en que viven las chinas, orilladas a elegir entre abortar por cuestiones de control natal, cuando ya han sido madres, o responsabilizarse por el destino de paria que espera a ese hijo que no tendrá derecho a un solo beneficio de estado. Todo eso sin contar la escabrosa historia de Wen que parece preferir quedar a merced de los mafiosos que retornar con un marido psicópata y abusador. Junto con Catherine, Chen enfrenta el dilema moral entre salvar a esa pobre mujer o cumplir con su deber.
La disección crítica al sistema comunista-neoliberal que padecen los chinos permea la obra de Xiaolong, lo mismo que la de su colega Diane Wei Liang, lo que no significa que la trama sirva de pretexto para exhibir dicha podredumbre. Aún así, es un hecho que el principal motor de la escritora de Xiaolong, como la de la escritora antes citada, es la denuncia. Esto, y la notable erudición del autor respecto a diversos tópicos como la poesía, el confucionismo y la historia antigua, hacen de Qiu Xialong algo más que un simple escritor de novela negra (en sí mismo, insisto, un género digno de respeto y atención crítica).
Visado para Shanghai
Col. Tapa Negra
Qiu Xiaolong
Editorial Almuzarah
Sevilla, 2007
382 pps.
Eve Gil

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