La palabra o la vida


Son libros que hablan de locos, escritos por una loca y son, entonces, libros de una belleza loca Guillermo Piro
“Sos capaz de matar a tu madre por un juego de palabras”, dijo alguna vez Borges a una niñita de insurrectos rizos negros, que solía treparse a su rodilla flaca para hacerle desafíos verbales. La palabra es esencial para Luisa, virtual protagonista de todas sus novelas y relatos; la palabra como arma, como obsesión; deseo y materialización de esos deseos. Palabra-máscara. Palabra trampa del diablo para ganarse el alma de una escritora a cambio de promesas de placer en las que ella, Luisa, solo vislumbra la posibilidad de narrar: “Palabra que puede llegar a ser la peor de todas: una bala. Así como la palabra bala, algo que penetra y permanece. O no permanece en absoluto, atraviesa. Después de mí el derrumbe. Antes, el disparo.” (“Simetrías”, Tormentas, 1993) Como bien dice Guillermo Piro, resulta imposible despegar, para quienes la conocemos, la escritura de Luisa de su habla oral que asombra exactamente igual, porque es una genuina prestidigitadora del lenguaje: conejos mullidos y eufóricos de su boca-sombrero. No nos extrañe, por tanto, que no le guste la gente que cree tener toda la verdad, esa ni Bush la tiene, razón por la que, según declaró en entrevista para La Nación, dejó de ir a los Estados Unidos mientras estuvo gobernada por este. La Verdad es una palabra, sujeta, por serlo, a mutar de significado… de careta. Verdad es una palabra que le causa escalofríos. Lo mismo que Líder, que en latinoamericano bien pudiera significar “el de las muchas caras”.
Hija de otra gran escritora de nombre Luisa Mercedes Levinson -quien escribiera un cuento, "La hermana Eloísa", con Jorge Luis Borges, única mujer, por cierto, en escribir en co-autoría con él-, muy afecta a la bohemia, y de un médico llamado Pablo Francisco Valenzuela, Luisa Valenzuela Levinson nació en Buenos Aires el 26 de noviembre de 1938. Compartía su mesa Luisita lo mismo con Tío Borges que con Ernesto Sabato, Eduardo Mallea, Adolfo Bioy Casares, y más tarde su más querido amigo y rendido admirador: Julio Cortázar. En Escritura y secreto (Ariel, Tec de Monterrey, 2002) recrea Luisa una de sus últimas y más significativas charlas con su querido Cortázar, un día en que él debía regresar a París para recoger el resultado de unos análisis médicos. Él le confesó, no sin inquietud, que por primera vez no tenía una próxima novela en mente a pesar de que en un sueño recurrente se veía a sí mismo entregando a su editor un libro conformado no por palabras, sino por perfectas formas geométricas. Moriría al año siguiente: “Parecían ser sinónimos Cortázar y coraje, ambos nombres o palabras con la misma raíz, cor, corazón. Lo más necesario, y él la tuvo de sobra (…) La valentía es uno de los principales ingredientes de la gran literatura, aunque el lego nunca lo sospeche. Es requisito imprescindible para transgredir la puerta de la Ley, como en el cuento de Kafka, y para encarar de frente el asombro del ser propuesto por la metafísica (…)” (p. 33).
A los diecisiete años, Luisa empezó a publicar en revistas y periódicos como Atlántida, El hogar y Esto es. Precozmente empezó a acumular becas y premios: el Kraft Award por el conjunto de sus notas periodísticas en 1965 y la prestigiosa Beca Fullbright en 1969, concedida por la Iowa University, entre otras. A los 20, casada con un empresario francés, emigró a Francia donde escribiría su primera novela. Especie de Francoise Sagan arrabalera, publicó Hay que sonreír contando apenas 21 años, mientras se desempeñaba como reportera en París. Hay que sonreír, inconseguible hasta hace muy poco, se encuentra compilada en Trilogía de los bajos fondos (FCE, Col. Tierra firme, 2004) junto con las tres primeras novelas de esta autora. Desde la primera, hasta la más reciente —La travesía— la escritura de Luisa se caracteriza por un humor más que negro: negrísimo; por una ironía que lleva ya código de barras porque no cualquiera puede ironizar en forma tan absoluta, partiendo de la esencia de la palabra misma. En la escritura de Luisa Valenzuela el uso de las palabras se impone a la narración porque ese ludismo, lejos de ser mera palabrería ingeniosa, simboliza la pugna entre fuertes y débiles; varones y hembras; torturada y torturador. Sus críticos han alabado la forma atípica de traslucir su descontento íntimo y social que sin duda ha hecho escuela entre varias autoras latinoamericanas. Hay que sonreír (que la propia Luisa adaptaría para el cine en 1973, obteniendo con su libreto el premio del Instituto Nacional de Cinematografía) es asombrosamente incisiva y maliciosa para haber sido escrita por una jovencita. Su protagonista, Clara, tiene la misma edad que Luisa entonces, pero es una prostituta que más que resignarse con su estilo de vida, se ha encariñado con él. Su primer amor es una blusa que a diario visita en un aparador, de la que naturalmente la separa un cristal, y, sabe, nunca será suya. Un soldado que pasa por ahí le ofrece el monto de la prenda a cambio de su virginidad y Clara lo sigue sin pensárselo dos veces. La paga no alcanza para la prenda de sus sueños, pero la ayuda a definir su vocación. El final es trágico, pero Clara no deja de sonreír ni en el tálamo de los sacrificios. A través de la trotona, alegoriza Luisa lo que la sociedad espera de las mujeres. Aunque no necesariamente puta, la mujer latinoamericana promedio es orillada a una prostitución simbólica —vivir para los demás, para complacer al otro, dar siempre algo a cambio— que exige una sonrisa perpetua, un convencimiento interno de que lo importante es la satisfacción del hermano, del padre, del esposo, del hijo. Y el Verdugo los encarna a todos, y naturalmente al verdugo mismo. Dice Luisa: “Hay algunas escritoras que aparentemente son transgresoras pero en realidad siguen el modelo masculino, el modelo de lo que se espera que escriba la mujer. Las otras escribimos lo que no se espera”. En 1972 publica El gato eficaz en la editorial mexicana Joaquín Mortiz, gracias a la promoción del escritor Gustavo Sáinz, especie de fabula erótica donde hiperrealidad e ironía llevan a cabo un acoplamiento difícil pero afortunado. Algunos de los cuentos incluidos en este volumen imitan el instructivo que acompaña a los electrodomésticos; otros juegan con las sangrías y la puntuación y cada efecto visual, lejos de ser caprichoso, es decisivo para la asimilación del texto.

A partir de Como en la guerra, recientemente reeditada por el Fondo de Cultura Económica, Argentina, comienza Luisa a ironizar en torno a la situación política, y se adelanta a lo que será su obra maestra, de la que la mismísima Susan Sontag exclamaría: “¡No hay nada parecido en la literatura contemporánea!”, Cola de lagartija, desmesurada, surreal parodia de José López Rega, alias el Brujo, el Rasputín de la Casa Rosada del General Perón y su segunda Evita, Isabelita, tan tiránica como estúpida. Luisa lo describe portador de tres testículos, uno de los cuales es amorosamente nombrado “Estrella” por el propio brujo y representa justamente a Isabelita. Y si bien esta Primera Dama carecía de la debilidad de su antecesora por los “desarrapados” y, sobre todo, de su inteligencia, Evita no queda exenta de la sátira valenzueliana: “Es ella, la Muerta, el sueño de mi vida, la que siempre quise encontrar cara a cara en movimiento y no como de costumbre protegida por el inviolable rigor mortis. Ella, tan transparente y rubia, cada vez más radiante, se acerca y su boca palpita como si me quisiera hablar, sí, me va a hablar nada menos que a mí, el elegido, ella no se le aparece a cualquiera, ella sólo viene a mí que tanto la he invocado, su cuerpo entero casi de puro aire aspira hondo y se llena más de aire, tiembla, está a punto de transmitirme su mensaje, lo dice (…) –Bajá, carajo. Bajá y hacete hombre.”. (p. 27)

Una de las primeras cosas que aprendió Luisa de “Tío Borges”, posterior a los juegos de palabras, fue a reírse de sí misma. No, no de sí misma: contra sí misma, al grado de que sus novelas escritas durante la dictadura militar argentina, en medio de un exilio errático –México, Nueva York- resultan ser los más hilarantes. Pero también las más dolorosas. La narradora no escapa a las circunstancias, por el contrario: ningún autor ha descrito tan fidedigna, tan rabiosamente la atmósfera de terror y persecución que se vivía tanto en las calles como en las almas de los argentinos. Ninguno ha reducido a Broadway esperpéntico cierta condición humana de miseria y estupidez que alcanza su apoteosis en su obra Cola de lagartija (Planeta, México, 1998). Ironizó respecto a sus circunstancias en medio de esa dictadura que la forzó, entre otras cosas, a mutilar sus libros más queridos, según asienta en el prólogo a Brevs, microrrelatos completos hasta hoy (Alción Editora, Buenos Aires, 2004): “(…) En pleno 1979, a punto de partir con la intención de no volver, me entregué a un necesario autovandalismo y empecé a diezmar mi biblioteca. Había libros imposibles de llevar y entonces les arrancaba las páginas o los capítulos sin los cuales no podría seguir viviendo (…)” Ese fue el momento en que Luisa decidió, dicho por ella misma, desarmar el miedo a golpe de risas. Su obra es probablemente la única que se permite reír ante la realidad de la tortura y las desapariciones en masa: la palabra o la vida. Humor que incita más a la identificación, a la complicidad y a la indignación que a la carcajada. Pero también a la carcajada.
Luisa se incluye como personaje –lo hace en varios de sus relatos: la escritora distraída que nunca entiende lo que está pasando- y se anticipa desde la ficción a la censura y persecución que le esperan. Cola… forzará la huida de Argentina de Luisa, amenazada de muerte por el entonces prófugo Brujo: “Se decía lo que se dice siempre que no aparece alguien, que se podría haber hecho una cirugía estética, que ya nadie lo reconocía y portaba documentos falsos, que me lo podía cruzar en la calle. Además, acuérdate de que era brujo. Al mismo tiempo yo tenía la teoría de que no lo podían tocar, aun que finalmente lo agarraron en Miami, mucho después, como en el 86 –Cola es del 83- y le dijo a Tomás Eloy Martínez, que había escrito La novela de Perón: “Ya sé que hay dos escritores que escribieron sobre mí y los dos van a recibir mi maldición”. Me llamó Tomás y me dijo: “López Rega está enfermo, lo van a operar, adivina de qué… ¡de los testículos!” Para cuando regresa a Argentina, en 1975, y ante los primeros visos de la violencia que habría de desatarse tras la muerte de Perón, Luisa, amante como Simone de Beauvoir de los cafés, escribe en uno de ellos la totalidad Cola…, así como su extraordinario libro de cuentos Aquí pasan cosas raras. El contenido de dichos cuentos pudo valerle también la guillotina, “ahí entendí cómo era esa escritura irreverente de la política, cuando uno no tiene nada que decir, sólo tienes que narrar lo que está pasando, ya está dicho. Entonces usar lo grotesco, todos esos recursos, para decir las cosas que son muy dolorosas, que si no, no se pueden decir, ni leer, ni escribir, ni nada.”, aunque tras Cola… escribirá la no menos delirante: Realidad nacional desde la cama, que aborda precisamente la historia de un retorno fallido a la patria idealizada que solo continúa existiendo en la tele. Originalmente publicada en 1990, en México la conocimos, y de manera casi marginal, hasta 2007, gracias a la perseverancia del poeta Eduardo Mosches, argentino exiliado él mismo y editor de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Realidad nacional… presenta a una escritora exhausta de tanta persecución moral, de tanta escritura sin tregua, la propia Luisa, quien acepta la propuesta de una amiga para ocupar su estudio dentro de un campo deportivo de elite. Se ve de pronto atrapada en aquella cama, a merced de una sirvienta manipuladora que insiste en obligarla a ver la televisión e impedirle que descorra las cortinas. La escritora, sin embargo, descorre aquellas cortinas y se ve de pronto inmersa en una locura de soldaditos brotando de debajo de su cama, prestos a coger las latas que María, la sirvienta, acarrea para alimentar a la inquilina (demasiadas para una sola persona, por cierto). La protagonista sin nombre terminará recreando la situación argentina al interior del reducidísimo espacio donde es prácticamente prisionera de un ejército de bobos y fanáticos, entre los cuales sobresale el enternecedor Lucho. Aludiendo a Woolf y a la realidad misma de la Argentina de la década de los setentas, la escritora pierde hasta el elemental derecho a una cama propia: “Yo… como si no fuera de acá. Me siento tan ajena, no entiendo nada. Necesito tiempo para reubicarme. Tendría que atar cabos, no sé. Vengo de tan lejos (…) No, yo soy de acá. Pero me fui hace diez años con la dictadura militar y pensé que ahora que volvía con democracia todo iba a ser mucho más claro…” (p. 69)
Ingenuo que es uno, Luisa…
Como en la guerra, incluida asimismo en la Trilogía, es, acaso, la novela que mejor amalgama la sátira política con el planteamiento de las relaciones hombre-mujer, donde tortura y amor son todo y una misma cosa, excepcionalmente narrada desde un punto de vista masculino: “El comerse a la gente tiene eso de peligroso: el irreprimible eructo”. La tercera novela antologada en Trilogía de los bajos fondos, Novela negra con argentinos, más que parodia es un delirante trastocamiento del género negro. Existe un cadáver. Existe un asesino. Lo que no existe es un móvil. Sabemos absolutamente todo acerca del culpable, un escritor argentino, pero ni él sabe por qué ha matado a esa mujer encantadora. Será Roberta, una joven escritora, alter ego de Luisa, la que desentrañará el cuerpo del delito que yace en el subconsciente del asesino, derrochando otra inolvidable lección de escritura: “Somos todos putas del lenguaje: trabajamos para él, le damos de comer, nos humillamos por su culpa y nos vanagloriamos de él y después de todo ¿qué? Nos pode más. Siempre nos va a pedir más y más hondo.” La risa, ha dicho, es su arma contra el dolor, de ahí que se regodee con saña en el abandono, el desamor y la represión. La tortura, incluso. El diálogo constante con el lector vendría a ser otro distintivo de su prosa. Como “El zurcido invisible”, incluido en Simetrías, donde la maestra de un taller literario o de “zurcido” ilustra cómo el asalto sufrido por una de sus alumnas puede recrearse literariamente de varias maneras. “Todas las palabras son el miedo. Y no hay nada que no pueda ser escrito. Ahuyentá ese miedo escribiéndolo”. La idea se perpetúa en los cuentos “Transparencias”, incluido en Tormentas (1992) y “Simetrías”, que da título al libro.
“Cambio de armas”, cuento incluido en el libro asimismo titulado, va mucho más allá, y es probablemente el cuento donde predomina el lado herido de Luisa. No hay sonrisa, aunque sí ironía, dolorosa, quemante ironía. Es una historia de tortura, de dominación alevosa de un hombre sobre una mujer sin memoria, ergo, sin pasado. Los personajes femeninos de Luisa, por lo general, dirigen miradas de largas uñas rojas a las absurdas disposiciones de la ley patriarcal, esa dictadura moral y universal. El libro que más descarnadamente aborda esa circunstancia es Cuentos de Hades (1993), donde, a través de la reescritura de los más populares cuentos de hadas explora Luisa la torcida sicología de esta pléyade de príncipes azules, bellas durmientes, hadas alcahuetas y niñas sexuadas, y desentraña el corsé que yace bajo la casaca de Perrault propiciando la rebelión de sus princesas durmientes que por fin se cansan de esperar al príncipe que las despierte: “Somos Blancacienta y Ceninieves, un príncipe vendrá si quiere, el otro volverá si vuelve. Y si no, se la pierden. Nosotras igual vomitaremos el veneno, pisaremos esta tierra con paso bien calzado y seguro.” Estos libros están reunidos en Cuentos completos... y uno más (Alfaguara, 1999). Retorna el asunto, en forma todavía más despiadada, si fuera posible, en el relato “Otrariana”, incluido en Tres por cinco (Páginas de Espuma, Madrid, 2008); fusión del mito de Ariana con Blanca Nieves donde la protagonista se deja extraer el corazón con tal de ser una superchica sin sentimientos: “(…) Se decía que después de todo no estaba tan mal su nuevo estado: su corazón allí calientito en la lata dorada, protegido de todo encuentro con los otros y ella flotando por el Casti sin importarle las cosas del afecto. Invisible. Como quien dice invulnerable. Por fin.” (p. 62).

La más reciente novela de Luisa es La travesía (Alfaguara, Claustro de Sor Juana, 2002), en la que se narra la divertida y extravagante andanza erótica de una mujer de nuestro tiempo, a través de referencias literarias como Anäis Nin y Erica Jong. Erica, incluso, aparece como personaje, lo mismo que Susan Sontag, otro paradigma de la nueva feminidad. Erótica y todo, Luisa demuestra no rendirle pleitesía ni al sexo y se complace en exponer una diversidad de prácticas sexuales, en especial el sadomasoquismo, con ese inequívoco talante irónico que se escuda en una máscara lúdica, “Un clavo saca otro clavo. Es decir que un nuevo hombre en la vida de una debería borrar las huellas de otro (…) Tantos clavos acaban por equipararla al ídolo africano, erizada ella también de clavos que nadie nunca ha podido o querido sacar.” La protagonista que, pudiera sospecharse, es la propia Luisa a juzgar por ciertas alusiones autobiográficas, intenta escribir cartas pornográficas como las de Anäis Nin e iniciarse en el arte de azotar hombres sumisos hasta hacerlos sangrar pero siempre termina con dolor de cabeza. Realiza no obstante un recorrido por las fantasías y hábitos sexuales de diversas partes del mundo con interés más antropológico que sexual. Luisa se ríe abiertamente del sexo y sus rituales culturales; de los tabúes enquistados en la sociedad católica y, sobretodo, de los hombres, y retoma al encantador personaje de la valkiria Ava, de Novela negra con argentinos, una dominatrix que se compadece de aquellos que requieren ser humillados. “(...) la clase alta rehuye las orgías porque después hay que hacer tantas llamadas de agradecimiento...”
Tres por cinco, la más reciente colección de relatos de Luisa Valenzuela, exhibe intactas su capacidad para la ironía, el sarcasmo y el dominio del lenguaje. La peripecia cohabita naturalmente con la fantasía y flirtea ocasionalmente con la crónica periodística, como en “El mundo de los inocentes” donde Luisa narra la experiencia real de cómo una revista la envió a escribir, no en plan de periodista sino de escritora, sus impresiones sobre un campeonato de futbol Argentina versus Uruguay, siendo que ella, inocente, incapaz de “palpitar al unísono” con este deporte, sobre el que poca idea tenía. Finalmente lo trascendental, lo novelesco, digámoslo así, es la reacción desmesurado del equipo argentino al ser derrotado por el uruguayo: “(…) Es sabido que al argentino más que la realidad lo mueve la expresión de deseo, la ilusión de un triunfo por remoto que parezca. Todos somos campeones de alguna manera, en alguna contienda, de alguna apuesta, en algún rincón de nuestra almita (…)” (p. 77). Este mismo libro incluye dos relatos que retoman otra de las obsesiones de Luisa: las máscaras, el que abre el volumen, “La máscara y la palabra” (título por cierto muy revelador del corpus literario de quien nos ocupa), desarrolla la conversión de una mujer tras la despedida de su amante en las puertas mismas de un museo, cuando intenta ocultar sus sentimientos tras una máscara de piedra que toma aprovechando que el vigilante duerme la mona, mientras que en “Chapayeca”, desarrolla una suerte de relato-reportaje sobre la celebración de la Semana Santa en Pueblo Yaqui, Sonora, donde el empleo de las máscaras es parte esencial del singular ritual, inimaginable para quien no lo ha presenciado. Aquí Luisa aparece como un personaje incidental, “la extranjera” que insiste en participar de un espectáculo de religiosidad exótica que, si bien sirve de contexto al conflicto de la protagonista, una joven profesora sonorense encargada de guiar a la extranjera en su aventura místico-turística, revela elementos asombrosos de esta festividad, desconocidos hasta por los propios nativos, como sería el caso de quien esto escribe: “(…)Llevaban un niño con el lazo al cuello, un Cristo niño, vestido con falda de tul blanco sobre sus pobres ropas. Los chapayecas y las lloronas lo llevaban de cruz en cruz, pero las cruces estaban acostadas en el piso porque los yaquis no veneran instrumentos de tortura (…)” (p. 47)
Doctora Honoris Causa por la Universidad de Knox, Illinois, Luisa Valenzuela vive actualmente, terca ella, en su amado Buenos Aires, en la Argentina de la muy criticada Presidenta Cristina Fernández de Kirchner –ya ha firmado junto con otros intelectuales de renombre una carta contra la restauración conservadora de este gobierno-, a donde vuelve una y otra y otra vez sin importar lo que pase, aunque suele pasar largas temporadas en México, su segunda patria. Tiene una hija llamada Anna-Luisa y dos nietos.

1 comentario:

rosse marie caballero dijo...

Valiente e interesante mujer esta Luisa Valenzuela.