El soplo

Diploma de escritura: ninguna. Afiliación: nula. Modelo: Nada. La infinita
H.C

Los teóricos, de entrada, reniegan de su individualidad, la anulan, la dejan en prenda. En medio de su ¿quijotesca? búsqueda de la objetividad, desdeñan la subjetividad. Renuncian, pues, a su ser individuo, a su capacidad para construir ideas propias. Heléne Cixous empieza por delimitar su territorio, ese lugar desde el cual escribe y que no es otro que el cuerpo. Ese tan despreciado por los místicos… y por los académicos. Se le piensa característica “irremediables” de la mujer que escribe: una apremiante conciencia de su cuerpo sexuado, esto es, de su feminidad. En realidad, toda escritura, masculina o femenina, encuentra su punto de partida en el Cuerpo, así, con mayúsculas. Cuerpo Gestante: Creador. De hecho, me atrevo a afirmar, la escritura, que es un dar a luz, un proceso de gestación, como todo arte, única vía mediante a la cual el varón puede acceder a una experiencia semejante al parto, emotiva y afectivamente, al menos… físicamente, en casos extremos, que los hay. La experiencia de la creación es, entonces, femenina, próxima a la biología de la mujer.
“Para mí –ha declarado en entrevista con Kathleen O’ Grady, del Trinity Collage de Londres- la teoría no viene antes, para inspirar. No precede, no dicta, sino que es una consecuencia de mi texto (…) Cada vez que he escrito o que yo escribo lo que se denomina "teórica" de texto - en las cotizaciones, porque en realidad mis textos teóricos son también arrastrado por un ritmo poético - se ha de responder a un momento de tensión en los eventos culturales actuales, ambiente donde el estado de discurso - discurso académico, por ejemplo, o el discurso político o periodístico.” La teoría, para Heléne, no es, en lo absoluto, independiente a su creación literaria-poética: es su punto de partida, su coloquio con la obra que se dispone crear o, en su defecto, perpetuación de la misma. Contrario, pues, a lo que pudiera suponerse, Heléne es una desenfrenada de la teoría, pero también de su individualidad en tanto mujer, en tanto ser humano único.
Heléne se pregunta, de hecho, si algo diferencia realmente el parto creativo masculino del femenino. Vimos ya que la experiencia de la escritura parte, indistintamente, del Cuerpo, textual, en el caso de los varones. Pero hasta ese cuerpo textual ha de asimilar, metafóricamente al menos, los procesos del cuerpo biológico del que brotan tanto el producto humano como el producto literario de una escritora. La escritura: concepción y parto, todo en uno, acto en el que placer y dolor son indistintos. Parir un bebé, explica Heléne, “dar a Luz”, es el acto que hace de una mujer todas las mujeres. Es, también, el instante más físico de la pasión creadora, algo que el artista varón, desde luego, intuye, imagina…anhela… pero no experimentará jamás conciente y visceral: “(…) Ella es esta vez, entre todas, de ella misma, y si se quiere así, no está ausente, no está fugándose, puede tomarse y darse a ella misma. Al mirarlas parirse, aprendí a amar a las mujeres, a presentir y desear la potencia y los recursos de la feminidad (…)” (La llegada de la escritura, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 2006, traducción de Irene Agoff, p. 51). Escribir con plena conciencia de género, no es otra cosa que un parto doble: el de la creación literaria y el de la propia escritora. Escribir-se es parir-se. Se pasa, casi sin transición, del orgasmo a la contracción.
Heléne es muy clara al escribir sobre los síntomas del impulso creativo, eso que más tarde definirá como el soplo: Lectora voraz desde pequeña, no buscaba en sus lecturas evasión ni conocimiento: buscaba –desesperadamente- a una niñita pequeña, delgada y de cabello rojizo llamada Heléne. Una niña muy asustada, no solo por ser niña (la palabra “mujer” suena casi obscena a esa edad… y la posibilidad de llegar a serlo, asusta), era además… ¡judía!, una pequeña niña judía de pelo rojizo, y miope, miope entre cisnes; alguien por quien nadie mostraba gran aprecio. Por eso se buscaba infinitamente en los libros, auxiliada de sus únicas compañeras de juegos, las gafas.
En su texto “Sa(v)er”, incluido en el libro Velos, co-escrito con Jacques Derrida (1930-2004), el más importante hombre de su vida, tanto en lo amoroso como en lo teórico, Heléne compara la experiencia de la miopía con la de llevar un velo. Y al velo, inevitablemente, se le otorga una cierta connotación política que Derrida, quien afectuosamente la llama “mi amiga ciega” perpetuará en el ensayo “Un verme de seda, puntos de vista pespunteados sobre el otro velo”. Escribe Heléne en tercera persona: “(…) Ella había nacido con el velo sobre los ojos. Una miopía muy poderosa tendía entre ella y el mundo sus magias enloquecedoras. Había nacido con el velo en el alma (…) La Duda y ella siempre fueron inseparables (…)”
Al someterse a una cirugía que la despoja del velo, ¡cuestión de diez minutos! (tras casi toda una vida velada, oculta), Heléne alude, no sin nostalgia, a aquellos guerreros romanos que temblaban de miopía frente a las murallas de Troya. Ante esta nueva claridad, ella también tiembla… de miedo y de excitación: “Frente a ella flotaban los títulos de los libros aún invisibles sirenas, y luego desprendían de la piel vaporosa: y he aquí: surgían las facciones dibujadas. Lo que no era es. La presencia sale de la ausencia, veía eso, las facciones del rostro del mundo se alzan por la ventana, emergiendo de la borradura, veía el amanecer del mundo.” (Siglo XXI, Buenos Aires, 2001, traducción de Mara Negrón, p. 27) Derridá lo explicará con las siguientes palabras:

“(…)ella (que casi nunca usa el “yo” para ella) hasta aquí había vivido y visto sin ver, y sobre todo, sin saber que un día, gracias a una cirugía imprevista del ojo, ella vería, vería sin aún saber lo que vería, y lo que ver quisiera decir. Otros juzgarían que por medio de esta confesión, esta confesión de confesión en el momento de ver, ella alza el velo de una miopía que fue a la vez una falta y un velo: “la miopía era su falta, su lazo (laisse), su velo natural imperceptible.”



Pero regresemos a la niña que a veces se encontraba en sus lecturas… otras no. Se extraviaba, a veces, irremediablemente y terminaba siguiendo huellas de alpiste que la devolvieran al desván donde aguardaba por ella la larguirucha niña de las trenzas y las gafas. El reto era, a fin de cuentas, deslumbrante: la literatura, único rincón del mundo que le brindaba espejos amables… versiones de la pequeña Heléne con diversos nombres, Helénes enclenques, pelirrojas, judías, inadaptadas, despreciadas. Helénes que quizá no hubieran nacido como ella, un 5 de junio, en Orán, Argelia, hija de padre judío alemán y madre argelina, cuya lengua originaria fue el alemán… pero que le enseñaron que podía escribir a esa Heléne cuantas veces quisiera, hasta reconstruirla. Hacerse una nueva Heléne, una Heléne de palabras extranjeras que llegaría a amar, su propia creación: ella misma. Ser su propia hija: “(…) Cixous un nombre a su vez tumultuoso, indócil (…) Esa palabra extraña, bárbara, y tan mal soportada por la lengua francesa, eso era “mi nombre”. Un nombre imposible. Estrambótico. Un nombre que nadie querría escribir (…) Yo era nadie. Pero podía, en efecto, ser “Cixous” (…) Habría podido llamarme Heléne, habría sido bella, y única. Pero fui “Cixous” (…)”
Empezar nombrando las cosas, como hiciera el Creador. Renombrándolas para sí, para reflejarse, para hallarse en ellas. Pasar del alemán al francés… y del francés al idioma fascinante de Medusa, en la que ningún varón quiere verde reflejada. Heléne empieza por jugar con su nombre, ese que le ha sido asignado más como disfraz que como identidad. Qué nombre darle a una niña de sus características, destinada al agravio y a la discriminación por pertenecer (Cixous dixit) a la raza de perdedores del paraíso… démosle un poquito de dignidad a la muchacha de la triste figura: Heléne. Afrancesar después el apellido judeoalemán del padre, aunque termine siendo demasiado maleable para los impositores de apodos: Cixous suena a Six sous, “seis centavos”… pero también a Ciseaux, “tijeras”. Heléne opta entonces por hacer de este último su emblema y cortar-se a la medida… y cortar también el mundo, como muñequitos de cartón, hasta que todos los vestidos queden a su medida… e incrementar los seis centavos que dan por ella. Posteriormente, no habrá puja que alcance para retener a la obra maestra en que se habrá de convertir. No tardará en resolver, sin embargo, que mejor desnuda, sin otra etiqueta que la de escritora: “(…) Leo para vivir. Leí muy pronto: no comía, leía. Siempre “supe”, sin saberlo, que me alimentaba de texto (…)” (p. 36).
A diferencia de otras adolescentes, la larguirucha Heléne no contempló impotente su cuerpo. Tampoco rehuyó a la imagen que le devolvía el espejo, ¿cómo, entonces, contrastar?, ¿cómo, entonces, reemplazar las piernas flacas con otras fuertes que corrieran lo más lejos posible de los estereotipis? La Heléne que brota de la pluma de Heléne tenía cosas más trascendentes en qué pensar. Nuestra Heléne no corre por otro motivo que no sea perseguir palabras. Sus dilemas iban mucho más allá de lo planteado por su madre y sus efímeras amiguitas que, contrario a ella, peleaban contra la naturaleza para caber mejor en el corsé de los deberías que tanto han agobiado a las mujeres a través de los siglos. Mujeres-plantas que de la belleza pasan, sin transición, a la muerte.
Escribiendo-se, Heléne descubre, no sin sorpresa, que la muerte es algo que llega y te toma. Así de simple. Tampoco es consecuencia de estar viva: la muerte es la vida. La escritura no es producto de la vida sino de la reconciliación con la idea de muerte. Escribes porque estás conciente de que la muerte te ronda y solo a través de la escritura estableces una tregua con ella. A la muerte, Heléne la nombra también “empuje del deseo”, temeridad que te permite volverla un poco tu amiga, un mucho tu cómplice, pues desembaraza de sentido todo cuanto no sea el escribir. Conjura el “yo” que te hace experimentar temor (proximidad de muerte) y te conecta con el ello: “(…) morir, el abismo, la primera risa (…) un deseo, un buen abismo (…) Al principio hay un fin. No temas: es tu muerte la que muere. Después: todos los principios (…)” (p.p 66). No es de sorprender, por todo lo expuesto, que Heléne experimente un encantamiento muy particular hacia otra escritora que se caracteriza por la elocuencia de sus silencios, la que, por lo mismo, mejor ha sabido entenderse con la Muerte: la brasileña Clarice Lispector. De Clarice, considera Heléne, también ha jugado a ser Dios, por lo menos, ha inventado su propio sistema para llevar a cabo de manera textual el acto de la creación.
Y el principio de principios es el soplo. Un gran soplo. El gran soplo. No, no procede de los pulmones de la Diosa, sino del mundo que la habita, que está en ella esperando ser reconfigurado: “Una fuerza alegre. No un dios; eso no viene de arriba. Sino de una comarca inconcebible, interior pero desconocida, vinculada a una profundidad (…) Tengo algo de volcán en mis territorios. Pero no de lava: lo que quiere fluir, es soplo.” Todo creador (a) ejerce su legado, su potencial divino, esa semejanza de la que lo (la) dotó el Creador (¿Creadora?) y le permitió ejercer sin restricciones. La escritura es más un asunto espiritual, y la mujer, la creadora, asimismo dotada con el doble poder de crearse antes de crear, intuye que le ha llegado la hora de ser diosa. Grandeza de espíritu que cabe en un cuerpo pequeño, abastecido, rodeado… lo preña una y otra vez. Heléne se ha encontrado… ¡al fin! Se mira en el espejo de la polvera -¿por qué no?, y hasta un poquito de kohol en sus casi morunos ojos- y se dice: ¡Ah, ahí estás, Heléne! No más “quien quiera que tú seas”. Ya eres algo, ya eres alguien, tu propia hija, tu propia obra. Tu soplo: texto. Sin aristas. Idealmente imperfecto. Personaje de ti misma: “(…) esto es lo que mi cuerpo me enseña: primero, desconfía de los hombres: son nada más que herramientas sociales, conceptos rígidos, jaulitas de sentido que uno instala como tú sabes, para que no nos mezclemos unos con otros sin lo cual la Sociedad de Puncionamiento Cacapitalista no aguantaría. Pero, amiga, tómate tiempo para des-hombrarte un minuto. ¿No has sido el padre de tu hermana? ¿No te ocurrió en tanto esposa ser el marido de tu esposo, y quizá el hermano de tu hermano o que tu hermano fuese tu hermana mayor?
Y agrega Heléne Cixous, la muchacha en el espejo: “(…) Escribir y atravesar los nombres es el mismo gesto necesario: en cuanto Eurídice llama a Orfeo a sumergirse donde cambian los seres, Orfeo advierte que él mismo es (en) Eurídice (…)” (p.p 77 y 78).
La Heléne Cixous reconstruida, parida por aquella otra Heléne de trenzas rojizas y enormes gafas de fondo de botella, llegaría a doctorarse con una tesis, nada menos, que sobre James Joyce, otro casi ciego embelesado por las palabras, designada casi de inmediato Presidente del Departamento de Literatura en Lengua Inglesa de la Universidad de París VIII. Ha explorado prácticamente todos los géneros literarios, incluyendo la ópera. Su obra suma cerca de cuarenta títulos, aunque en lengua española se le conoce casi exclusivamente en calidad de ensayista y filósofa. En 1974 creó el Centro de Estudios Femeninos en la misma universidad y, a través de Heléne, se brinda el primer programa doctoral en Estudios de la Mujer. A decir de ella, la idea surgió al percatarse de cuan indispensable resultaba que las mujeres se vieran reflejadas en un lenguaje literario que prácticamente las excluía, no importando la cantidad de grandes escritoras que existían y que, para ingresar al parnaso, habían tenido que suscribirse a reglas impuestas por varones. Para Heléne, como ya hemos visto, resulta indispensable trabajar desde las diferencias más que desde las semejanzas. Pero del mismo modo que Heléne pugna por un lenguaje para las mujeres, refrenda la ambivalencia –bisexualidad, poliforma- del mismo en su libro La risa de Medusa (1975), influida asimismo por Derridá, partiendo de lo que él denominó deconstrucción y daría pie a la actualmente designada teoría queer. Naturalmente, aquel Programa ha estado sujeto a la crítica y a cierta represión, aunque permanece hasta nuestros días.
La llegada de la escritura es lo más próximo a una autobiografía con que contamos de esta eminente feminista y escritora francesa. Teórica principal del llamado “feminismo de la diferencia”, que defiende más el derecho a la singularidad de la mujer, que su igualdad casi absoluta con respecto al varón. En este sentido es muy próxima a su compatriota Julia Kristeva, que como la propia Heléne en algún momento, ha optado por rechazar las etiquetas. A través de la escritura, de su familiaridad con el lenguaje, Heléne descubrió, entre otras cosas, que la feminidad no es condición nata, que ha de construirse con base en la experiencia y la factibilidad de transformarla en texto, es decir, en cuerpo textual. Heléne eligió ser mujer y femenina, escribir como mujer, desde su feminidad, reelaborando a un tiempo los estereotipos de feminidad y renombrando. La escritura, más que fuente de imaginación, más que ordenamiento de un caos, ha sido para ella la indagación exhaustiva de sí misma, lo que es más un acto sacrificial que de egoísmo. Escribir, para Heléne Cixous, es un performance: A través del lenguaje se auto inmola, se abre de piernas para exhibir su pudor y deja ver hasta qué punto estamos hechos de palabras que muchas veces olvidan nombrar lo esencial; cómo las palabras nos determinan y diferencian, pero también derruyen esas diferencias. Estamos desnudas cuando escribimos. Como cuando parimos. Una desnudez todavía más vulnerable que cuando amamos. Absoluta. Mujer dos veces desnuda. Partida en dos: no solo letra. También tijera.




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