Alguien que me bese la cara

Para Dolores Escudero y los miembros de la lista literaria ADAMAR, a quienes debo buena parte de mis conocimientos literarios.

Qué destartalado está todo: hasta los santos, otrora preciosamente ataviados. La rodilla bajo la raída sotana que aterciopeladas manos hilaran alguna vez, atacada por las ratas. De la virgen maravillosamente ataviada –Cecilia, por cierto, se pregunta por qué la Virgen se llama Virgen –solo queda una carita quemada que, borrada y todo por una ráfaga, no deja lugar para la duda de su dulzura y magnanimidad… ah, y una flor de lirio de madera pintada que Cecilia reconoció florecida de sus propios dedos. La iglesia sigue de pie, aunque el techo está por desplomarse. Mientras recobra restos de su Virgen, que no sabe por qué se llama así, Cecilia experimenta el roce de unos dedos en su cabello. Sus inmutables ojos coinciden con los de un joven soldado que la contempla tembloroso, como un perro vagabundo. Más digno de ternura que de miedo: ella tiene doce años pero parece mayor. Se retira sin aspavientos. Solo la siguen sus ojos apaleados. Cecilia entiende, sin que nadie la haya aleccionado al respecto, que debe aparentar que no ha sentido nada bajo aquel toque inesperado. Busca una cajita de zapatos donde guardar lo que queda de su Virgen.
Ni quien se ocupe de acercarle rosas frescas a la pobre Virgen que, vaya incongruencia, también es Madre. La Madre de Cristo. Adriá Guinnart, el muchachito que hacia poco lucía tirabuzones de niña hasta que la realidad de la guerra lo forzó a raparse, se queda muy quieto ante otra cuyo putrefacto laurel más parece corona de espinas. Ese es solo un aspecto de aquel mundo de castillos abandonados… castillos- tumbas de reyes y reinas que alguna vez hicieron fiestas lujosas… ríos por donde cotidianas se deslizan las Ofelias que también fueron princesas y hoy no tienen derecho ni a una tumba. Una que otra, antes de arrojarse –o ser arrojada-, se atrevió a coger una pluma no menos maltrecha que su propia pureza para increpar in extenso al amado. Doblando posteriormente la carta con cuidado casi quirúrgico para introducirla, sin hacer ruido, en un sobre que lleva inscrito un domicilio en Italia… un palacio todavía habitado, rodeado de ríos por donde aún no se deslizan muchachas ahogadas.
Cuánto dolor… cuánta soledad resuman las magistrales líneas de Mercé/ Ofelia… muchachita loca, más digna que loca. Digna y loca. Vieja y severa Mercé Rodoreda que finge censurar a su Ofelia que nombraría Aloma y nunca conoció, o eso dice, el placer de Cecilia de mirarse en el espejo y caer bajo el trance de Narciso: “…que yo no era como las demás, que era diferente, porque estando sola, rodeada de toallas y olor a jabón, fuera del espejo era lo que se enamora y dentro del espejo era lo enamorado.” (La calle de las camelias, Pocket Edhasa, Traducción de José Batlló, Barcelona, 1989, p. 54)
Mercé Rodoreda, máxima figura de las letras catalanas… la que fue más allá de sus contemporáneas, incluso de sus contemporáneos, al exaltar la voluptuosidad de heroínas jovencísimas, escondidas en el baño o en el cuarto de los trebejos. Alguna doncella cabalgando desnuda en un corcel blanco, presta a salvar a un joven e inexperto soldado. Como pocas, Mercé detalló el proceso mediante el cual la inocencia empieza a quemar entre las piernas… y lo hizo despistando a la censura, en sí mismo todo un logro.

…la noche parecía que respiraba. Le había entrado un poco de tristeza. Apretó los brazos contra su pecho y recostó la cabeza en el canto de la pared. Se habría quedado allí mucho tiempo si hubiera tenido junto a ella a alguien que le besara la cara, las manos, el dedo que se había cortado hace varios días y que todavía le dolía. Sentía oscuramente la poesía pobre de su casa, de su calle, de aquellas pequeñas estrellas que iban apareciendo. Era una dulce languidez de todo el cuerpo, con el frescor de la pared en la mejilla.” (p. 32, Aloma, Alianza Editorial, Madrid, Segunda Edición, 1983, traducción: Alfons Sureda i Carreón).

Algo en ella me inquieta. Hace que me remueva en mi asiento. No solo mientras la leo, también mientras la veo. Imposible no asociar ese pragmático rostro femenino con los susurros y risitas perversas y lúbricas de niñitas habituadas a ahorcados y a fusilados. Es la mirada en abismo de las fotos. Ojos que parecen grandes pero son más bien acaparadores, abarcadores, totalizadores. Y luego… la foto de infancia que linda el mal gusto: una bebita ataviada con joyas de hetaira. Futura esposa incestuosa de catorce años… futura autora de novelas cuyas protagonistas tienen en común preferir no casarse… que no quieren ser llamadas por otro nombre que no sea el suyo. ¿Está el tío-futuro esposo, Joan Gurguí, tras el obturador? La niñita disfrazada de hetaira, sin embargo, no dejaría escapar la inocencia tan fácilmente: se aferraría a ella con toda el alma, por mucho que deseara los dedos de un muchacho enredándose en su pelo, prematuramente aperlado…¿será por ello que Mercé Rodoreda, como la huérfana Cecilia… como la indescifrable Aloma… como “la Colometa” de La plaza del diamante, son tristes y peligrosas y solo piensan en escribir cartas para después quemarlas?...¿Y aquella otra niñita, Mariona, con quien el protagonista adolescente –único protagonista varón en la novelística de Mercé- de Cuánta, cuánta guerra, se ensaña como para templarse como guerrero?: “(…) tenía (Mariona) el color rosado y llevaba pendientes de oro (…) Empecé a desnudarla como si desnudara a una muñeca: fuera camisita, fuera braguitas, fuera trapos, fuera zapatos de lana. No pude quitarle los pendientes (…) Cuando la tuve como un gusano la puse encima de una toalla (…) Enloquecido al sentirme mayor que ella, tan pequeña, fui a arrancar todas las violetas (…)” (p. 24, Pocket Edhasa, Barcelona, 2002, traducción: Ana Moix).
Mercé Rodoreda i Guirguí, nació en Barcelona el 10 de octubre de 1908, predestinada a ser la más catalana entre los escritores catalanes. Hija única de un modesto contable llamado Andreu, que murió en medio de un bombardeo, muerte que ni siquiera figuró con nombre propio en los periódicos, siendo Mercé muy pequeña. Ese padre anónimo se convirtió en motivo de los primeros, precoces y muy numerosos poemas de la huérfana. Su madre, en cambio, tendría larga vida para intentar meter en cintura a esa niña terrible que se negaba a dedicar su tiempo a coser y cantar. Niña solitaria, solísima, tuvo solo un amigo trascendente: su abuelo materno, Pere Gurgui i Fontanillas, que en lugar de cuentos de hadas le inventaba historias de santos que sufrían martirios desmedidos que, lejos de hacer que la pequeña Mercé se tapara la cara con la sábana impoluta –las sábanas suelen ser impolutas en tiempos de guerra – la hacían brincar, toda expectante: “ En un país de los confines del mundo, en un valle desconocido, había una vez un pastor que apacentaba su rebaño –narraba el abuelo Pere, con su pulcra barba-. Por las noches, mientras dormía, le brotaban alas a él y a todas sus ovejas. Alas pequeñas. Y pastor y ovejas emprendían el vuelo por encima del valle hasta el amanecer.”“Mi abuelo –continúa Mercé, riendo hasta sin motivo- asistía a misa todos los domingos. Y empezó a llevarme con él. A veces íbamos a la Bosanova, a veces a los “Josepets” (…) De regreso compraba los dulces en una pastelería que había en la palza de los “Josepets”. Yo, en misa, me aburría soberanamente. Levántate. Arrodíllate. Persígnate. Baja los ojos. Un día me atrevía a tirar de la manga de mi abuelo, él se inclinó hacia mí y le dije en voz baja: me aburro. El me aburro se convirtió en una especie de cantinela. Hasta que un día al llegar a casa me sentó en sus rodillas y me habló del ángel de la misa. Era muy alto, tocaba el techo con la cabeza, las puntas de las alas rozaban las paredes. Resultaba imposible verle bien porque era apenas una sombra rodeada de un poco de luz. Del rostro sólo los ojos eran visibles: dorados. “Es un misterio como pinta el suelo de la iglesia de color azul y de color carmesí. Como si los rombos con los que va enlosando se hicieran solos por gracia de Dios.” Después de inducirme a creer en el ángel de la misa, cuando acudíamos a la iglesia ya no me aburría tanto. De niña vivía maravillada.”
De niña y de adulta. Como Cecilia, cubriendo de maravillado vaho el espejo que le devuelve su reflejo. Maravillada e iracunda como la hermanita de Adriá Guinnart, a la que en medio de un berrinche le estalló una vena del cuello. Adriá vio morir a sus tres hermanitas en distintas circunstancias, coleccionándolas como muñecas. Como con Mariona. Terror a las muñecas en Mercé. Primera menstruación que coincide con la primera bomba, con la primera sonrisa borrada de tajo. Inocencia y malicia, explosiva combinación que dirigió no solo la pluma de la escritora que iba al cine a ver películas de vaqueros, también sus arriesgados amores: “Del tiempo de la guerra- diría Mercé como su Cecilia- apenas me acuerdo. Solo sé que me daba alegría ver a la gente mayor tan asustada, que me gustaba pasear por en medio de la calle cuando tocaban las sirenas y que lo que más me agradaba era aquella especie de llanto que hacían al final. Y esta extraña alegría se mezclaba con la vergüenza de mi sangre, de haber manchado las sábanas la primera noche…”
Ella no se conformó con escribirles a amantes imaginarios. Casó con el tío que no resultó tan ducho para narrar cuentos en la cama como el abuelo Pere, aburriendo bien pronto a la niña pronto… cuando ya estaba preñada del que será su único hijo, Jordi. La literatura contribuyó a que la jovencita sobrellevara el aburrimiento de su estatus como ama de casa. Por entonces empezó a escribir para diversas revistas y completó cuatro novelas que se encargaría de destruir con la piromaniaca ansiedad de sus heroínas, lo mismo que una casi mítica obra de teatro. “Empecé a escribir porque me aburría –declararía en una entrevista, con ojos chispeando de malicia y ese tono que sugiere que miente encantadoramente –del mismo modo que pude haberme puesto a pintar o a componer música.” La única de estas novelas que rescató “a medias” fue su célebre Aloma, que publicaría en 1937 y de la que escribiría una versión mejorada en 1968.
Esta novela de espíritu un tanto gótico –lo que no tendría nada de raro en vista de su declarada admiración por Lovecraft y Poe-, narra las desventuras de la chica, aludida en el título, que vive en una vieja casona con su veleidoso hermano mayor, Anna, la sufrida esposa de esta y el pequeño hijo de ambos. Esa casa es todo cuanto tienen. Esa casa y el pequeño Dani que cierto día enferma misteriosamente. Tras la cruenta guerra civil están a punto de perder ambos, casa y niño, y es justo entonces llega de Argentina el hermano mayor de la cuñada de Aloma, llamado Robert, por quien, de entrada, la muchachita no experimenta siquiera el estremecimiento de Cecilia al sentir el toque de los ojos del soldado adolescente. Hasta que le da la mano. El “pecado” de Aloma es desear a Robert sin estar enamorada de él, sin tratar siquiera de convencerse de que lo ama. Incapaz de mentirse a sí misma. Pudiera decirse que pudo haber sido Robert o cualquier otro, como insinúa el tosco Cabanes, viejo malicioso que, al tiempo que se compadece de la soledad de la muchachita, percibe los anhelos de su abandonado cuerpo, que solo vive la maternidad ajena de un niño moribundo. Pese a su ingenuidad y a una educación estricta y religiosa, Aloma sucumbe al primer beso… desde el primer beso de los labios del enigmático Robert: “Cuando se hizo de día y se encontró sola en la cama sintió lástima de sí misma. Se pasó una mano por el vientre, por el hombro… Se tocó los labios doloridos. Como si estuviera borracha miró a su alrededor. Por los postigos entornados entraba una dulce claridad. Se levantó a tientas, fue hacia el armario, sacó la llave, la volvió a meter. Todo le hacía compañía, todo estaba como siempre: las paredes, la bombilla que colgaba triste del techo despintado, las baldosas de sencillo dibujo que se sabía de memoria. Puso bien el vestido que había dejado de cualquier manera sobre el respaldo de la silla. Las gardenias ajadas y negras, daban asco…, y ella (…)” (p. 93)
El exagerado dramatismo que resuma la pérdida de la virginidad de Aloma se atenuará conforme descubra que hay cosas mucho peores que sucumbir al placer… como cuando visita a una amiga que se burla del novio al que pretenderá hacerle creer que es virgen, mientras se prueba su impoluto traje de novia… y una ex amante de su hermano que se rehúsa a devolverle el anillo con que puede salvar la casa familiar… mismo con el que Joan, hermano de Aloma, compró la virginidad de aquella chica, quien pierde la preciosa oportunidad de lavar su dignidad. Ni tú ni yo: Aloma pierde el anillo… pierde su casa… pero se rescata a sí misma. Mientras le llega el eco de una sardana y la triste flor con que disimula la pobreza de su blusa se aviva milagrosamente.
Mercé, contrario a Aloma, que no se atreve ni a mirar a los árboles, no parece haber experimentado culpa alguna por su sexualidad si nos atenemos a sus datos biográficos. Se divorció de su primer marido en 1937, época en que las divorciadas eran muy mal vistas, consideradas casi prostitutas, y se afilió a la Comisaría de Propaganda, órgano mediante el cual se difundía y conservaba la cultura catalana en tiempos de la guerra civil, si bien su labor no parece haber sido muy comprometida. Dos años más tarde se exilió en Francia, dejando a su hijo a cargo de su madre, detalle que no indica mucha abnegación: eran los niños a quienes se les enviaba a otros países para ponerlos a salvo. La escritora permaneció corto tiempo en los arrabales de París pues al poco se suscitó la invasión alemana y huyó con rumbo a Ginebra, donde conocería, en un castillo, al que sería su compañero sentimental, con quien no se casaría nunca: el crítico literario Joan Prat. Fue en esta ciudad y durante su relación con Joan que escribió la que muchos críticos consideran su obra maestra: La plaza del diamante, considerada además la gran novela catalana de la posguerra. Natalia, la protagonista, es, como Aloma, una mujer sumisa en apariencia, tanto, que se somete al capricho del marido de cambiarle el nombre por “la Colometa”, “palomita” en catalán… pero Natalia se rebela, apenas finalizar la guerra. Su primer acto de rebelión es exigir a quienes la llaman Colometa referirse a ella como “Señora Natalia”. A diferencia de otras novelas de protagonista femenina, La plaza del diamante es un monólogo interior que nos permite acceder de primera mano a los sentimientos, sensaciones y emociones más íntimos de Natalia, recurso que Mercé no hubiera arriesgado siendo más joven. Solo Cuánta, cuánta guerra supera en brutalidad a La plaza del diamante, ambas impregnadas por el hedor de la sangre y la pólvora y el reguero de cadáveres. La plaza…, sin embargo, ha sido la única de las novelas de Mercé llevada al cine, en 1982, bajo la dirección del también catalán Francesc Betriu.
En 1972, tras la muerte de su amado Joan, Mercé retornó a Cataluña, donde junto con dos amigas de juventud instaló un chalé en la provincia de Gerona donde concluiría su ambiciosa novela Espejo roto y una colección de relatos. Su última novela fue precisamente Cuánta, cuánta guerra, escrita en 1980, que presenta visos de realismo mágico, en todo caso, un realismo mágico muy catalán, muy cruel, vacío de presencias angélicas pero lleno de muertos de dentaduras cariadas, asesinos que engullen un banquete ante las piernas abiertas de una joven violada y asesinada y un ahorcado que se enoja por haber sido descolgado. La prosa, sin embargo, es particularmente poética, artística, con unos diálogos de bellísima barbarie: “(…) Cuando era pequeña, mi padre, no sé qué tenía contra él, mató a un gato; lo vi y el corazón se me partía. Al amanecer lo enterré en la entrada del puente donde te dije que me esperaras, ¿recuerdas?, el día en que nos conocimos. Le hice una cruz con flores rojas y la puse encima. Cuando alguna tarde el sol poniente rodeado de nubes lanzaba a la tierra su abanico de rayos de luz me veía subir por las varillas del abanico con el gato, que de vez en cuando me miraba…” (p.p 67 y 68).
Por esta obra insólita en su bibliografía, Mercé Rodoreda recibió el Premio de Honor de las Letras Catalanas. La “persecución de los fans”, a decir por la escritora en una de sus últimas entrevistas, no la conoció sino hasta pasados los setenta años, en los que empezó a dejar de contestar el teléfono para que la dejaran trabajar. Se encontraba escribiendo una novela que se publicaría póstumamente bajo el título La muerte y la primavera, en 1985, cuando la muerte la sorprendió, en 1983, a los 75 años de edad. Al parecer ignoraba que los achaques que padecía eran producto de un cáncer. Recientemente, en su país de origen fue objeto de celebraciones por todo lo alto para celebrar el que hubiera sido su centenario: “La alquimia-señalaría Mercé, también en aquella última entrevista realizada por Juan Tébar para El país- es haber vivido mucho. Yo no soy fabricante de novelas. Cuando escribo una, es porque tengo muchas ganas de hacerla…”
Bibliografía de Mercé Rodoreda











2 comentarios:

Odette Alonso dijo...

¡Cuánto te admiro, Eve! ¡Qué capacidad de trabajo la tuya!

Albert dijo...

Me alegra ver que dedicas unas lineas a Mercè (con acento llano) Rodoreda, pues es del único autor catalán del que lo he leido todo. Es para mí de lo poco que vale la pena repetir la lectura. Sin embargo, en este blog mexicano quiero manifestar que ella, en una entrevista que tengo en DVD, se declara no feminista y, por otra parte, que su ambición por crear una gran obra literaria era también para dar esplendor a una lengua maltratada como es la lengua catalana.
Quizá sea un error mío, pero en la bibliografía que hay en tu blog Eve, no figuran las traducciones al castellano de su obra, las cuales se pueden encontrar en:
http://www.mercerodoreda.cat/gc/ViewPage.action?siteNodeId=981&languageId=1&contentId=-1
Si no funciona el enlace buscar:
Fundació Mercè Rodoreda.
Un beso y Feliz Año Nuevo