La graciosa huida

Las últimas líneas del cuento “El último cóctel”, incluido en el libro No moriré del todo (Joaquín Mortiz, Serie el volador, México, 1976) resume espléndidamente el desenlace de la vida de su autora, la enigmática Guadalupe Dueñas: “Aprovecho el derrumbe de vasos para huir, para marcharme, para escapar de esta reunión exquisita. Debo salir antes de gritar que me aburro infinitamente, hoy, en esta fiesta y en la fiesta de mañana, y en la fiesta de siempre.” (p. 61).
De recios pómulos y almendrados ojos, “como un trébol largo donde hubiera caído el sol”, estratégico mechón plateado, Guadalupe Dueñas, de intrincados crepés y collares de perlas que daban varias vueltas a su estilizado cuello –hasta casi el estrangulamiento-; la siempre ataviada de negro, quien sabe si por que el luto le sentaba de maravilla o porque acarreaba su propia muerte en el alma, ha sido absurdamente castigada por su amistad con “la hermana incómoda” del sexenio lopezportillista, en un país donde la lealtad a las amistades inconvenientes se deplora –lo bien visto hubiera sido darse la vuelta y “si te he visto no me acuerdo”- y la grandeza, objeto más de sospecha que de admiración, se mantiene en precario equilibrio. Pocos, sin embargo, hacen hincapié en su también entrañable amistad con un autor por hoy estudiado e invocado por estudiosos y escritores de peso completo, pero ninguneado y menospreciado por entonces: Efrén Hernández, con quien Lupita guarda también más de un eco estilístico. Nada más simple que acechar la mínima falla para enarbolarla contra una trayectoria intachable... como en los cuentos de Rosario Castellanos, donde no hay pureza lo bastante antigua ante un inapropiado apretón de manos. No faltó quien fingiera demencia ante los cuatro espléndidos libros de cuentos de Guadalupe, “Lupita”, y remachara lo que entre los intelectuales se considera una actividad denigrante: su desempeño como guionista de telenovelas, en sociedad con Miguel Sabido y Ernesto Alonso, entre otras, Las momias de Guanajuato (inspirada por cierto en su cuento “Guía en la muerte”; incluido en Tiene la noche un árbol) y Carlota y Maximiliano. No ha faltado tampoco quien la aprecie en todo su valor, como el mismísimo Gustavo Sáinz, quien escribió una tesis sobre su obra… más recientemente Mario González Suárez, que la reconoce como poderosa influencia literaria al incluirla en la antología Paisajes del limbo (Tusquets, 2000). A propósito de la obra de Guadalupe, escribiría el experto Lauro Zavala: “A partir de 1970, como consecuencia de la crisis del 68, los cuentistas (mexicanos) muestran una mayor preocupación por los problemas políticos del país y por reflejar el lenguaje popular urbano sin dejar de lado el humor y la experimentación con el género fantástico; en ese periodo sobresalen, entre otros, Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Elena Poniatowska y Eraclio Zepeda.” Martha Robles, menos benigna con “la Dueñas” que con otras autoras analizadas en los dos tomos de su obra ensayística La sombra fugitiva, resalta entre sus virtudes: “(…) Los cuentos de Guadalupe Dueñas tienen algo de la inventiva mexicana que introduce elementos exagerados para significar la importancia que lo común y a veces simple, va adquiriendo en los protagonistas al paso del tiempo.” Pertenece asimismo a aquella primera generación de autoras mexicanas que, no sin dificultades, se ganaron su derecho a ejercer profesionalmente el oficio de escritora (que, en términos sociológicos, difería del de “escritor”, más allá de la vocal adicional que algunas como Emma Godoy preferían omitir), con el “cuarto propio” que implica, entre otras Elena Garro, Inés Arredondo, Amparo Dávila, Luisa Josefina Hernández, Elena Poniatowska y María Luisa Mendoza, entre otras.Nació en Guadalajara, Jalisco el 19 de octubre de 1920. Cursó estudios en el Colegio Teresiano de México y en el de Morelia. En 1954 empezó a publicar poemas en la revista Ábside y ese mismo año publicó el libro Las ratas y otros cuentos. Con su segundo libro de relatos, Tiene la noche un árbol, se hizo acreedora al prestigiado Premio José María Vigil, un año después de su publicación, en 1958. Tras la publicación de su cuarto y último libro, Imaginaciones, semblanzas imaginarias de escritores (JUS, 1977), Guadalupe, a los 57 años, se retiró de la vida pública, según parece anunciar en alguno de los relatos – o retratos- aquí incluidos, donde se refiere a sí misma y algunos de sus amigos, todavía vivos al momento de escribir sobre ellos, en tiempo pasado: “(…) A veces pienso- se lee en su texto dedicado al poeta Rubén Bonifaz Nuño – que fue la risa el pretexto que nos dimos para no llorar a gritos (…) ¡Hace mucho que acabé de estar en este mundo! (…)” (p. 64). En tono culpable, alude al poeta López Velarde, al que naturalmente solo conoció “de leídas”, con esta enigmática frase que da mucho que pensar por provenir de la pluma de una perfecta señorita católica que nunca se casó y que, mínimo, fue suficientemente prudente con su vida amorosa: “(…) estoy como tú, tejida de lujuria y de un anhelo santo.” Consagró sus últimos días, que fueron muchos, a la escritura de la que sería su primera novela, Máscara para un ídolo, anunciada ya en la cuarta de forros de No moriré..., y la cual nunca se atrevió a publicar, a decir de un hermano suyo, porque sentía que era una falta de respeto hacia López Portillo y Miguel de la Madrid, y es que, muy próxima a estos dos ex presidentes, pretendía describir el proceso de descomposición moral del individuo que ha alcanzado la cúspide del poder. Los medios no volvieron a ocuparse de ella sino hasta el 13 de enero de 2002 para anunciar la muerte de Lupe a consecuencia de una embolia, a los 94 años. Escribiría César Güemes en La jornada: “Conservó su lucidez característica hasta el último momento.”
Decir que se ha cometido una injusticia, más que redundante sería quedarse corto: pocos han sabido apreciar a las espléndidas autoras, contemporáneas de la Dueñas, especialmente a las que junto con ella exploraron una vertiente fantástica y sombría como Ámparo Dávila e Inés Arredondo, esta última, compañera de generación de Guadalupe en el Centro Mexicano de Escritores entre 1961-62. Vicente Leñero, otro de los ilustres co-becarios de Lupita, dice de esta que, junto con Inés, “se la pasaban leyendo sus cuentitos perfectos”. Cada cuento de Guadalupe, de verdad, es un pequeño, cerrado y acabado mundo; un diamante arduamente tallado que encierra arrebatados insomnios y un casi voluptuoso afán de corrección; tormenta que lúdicamente se filtra por las venas de la mano que sostiene la pluma; algo muy cercano al afán de santidad que padece una de sus personajes, envidiosa del nivel de tolerancia de Santa Teresa y Santa Teresita. El perfeccionismo de ésta orfebre de las letras pudo haber truncado su escritura mucho antes que la falsa pureza de convicciones en sus detractores. La prosa de Guadalupe Dueñas, la viuda virgen, no importando lo espantoso, lo sangriento de sus tramas, es poesía en estado puro, como en “Historia de Mariquita”, cuento incluido en su primer libro publicado por primera vez en 1958, Tiene la noche un árbol (Lecturas mexicanas, FCE, SEP, México, primera edición en Lecturas Mexicanas, 1985), donde se narra las consecuencias del empeño de una madre por conservar a su malograda hija mayor en un frasco de chiles, a manera de reliquia para las hijas logradas. Qué más estimulante ejemplo a seguir: la única con garantía de pureza eterna y de permanecer fiel a su madre: “La sintió tan desvalida en aquel cañón de vidrio que sólo por ternura se la escondió en los brazos. Le pronosticó rizos rubios y ojos más azules que la flor del heliotropo. Pero la niña era tan sensible y delicada que empezó a morir.” (p. 24). Cuestionada por su catolicismo, los relatos de Guadalupe resultan impropios de una señorita que acostumbra recluirse en un templo para golpearse el pecho hasta expulsar los pecados. ¿Hasta qué punto la escritora optó por permitir que cada detractor se hiciera de ella una imagen a su gusto?
Guadalupe Dueñas, la de los collares como torniquetes, es también capaz de hacernos llorar con la historia de un sapo que explota, como en “El sapo” (Tiene la noche...), acontecimiento que solo nombrarlo puede ocasionarnos, a quienes experimentamos insoportable asco hacia los sapos, una puñalada en pleno esternón, asomo de la arcada, pero que ella remata con el desconcertado llanto de los inocentes niños que presencian la escena. Más inaudito es que la bellísima dama de las perlas y el luto virginal logre meterse en el repulsivo cuerpo del sapo de panza lechosa y nos diga lo que siente cuando se está al borde del estallamiento. Por lo general, Guadalupe, como Inés Arredondo, prefiere narrar desde el cuerpo torturado; desde el cuerpo despreciado, vejado... desde la inmundicia del cadáver inhumado: “Los juncos y mis cabellos flotan. Se vuelca la niebla dejándome ciega, ciega de ollín y de espanto. El peso de mis alas me tritura y mi alma se desplaza hasta el vértigo, mientras la nada se derrite entre mis manos como algodón de azúcar” (“Sueño soñando”, No moriré del todo, p. 30).
Como Rulfo, su paisano, plasmó actos de barbarie muy frecuentes en su entorno jalisciense. En “Cuento de indios”, el texto más extenso de No moriré..., expone, no sin ironía, como los machos pueblerinos preferían una hija violada a una quedada... como el padre de Engracia, que monta una farsa tragicómica para librar a esta de las crueles pullas que su avanzada doncellez incita. En “La dama gorda”, del mismo libro, lleva hasta el delirio la enfermiza curiosidad en torno a una rica dama obesa, seguida por su devoto chofer, un rubio y apuesto joven que virtualmente se la come por los ojos. El lector se verá inevitable contagiado por el grotesco morbo de la narradora que a toda costa quiere saber qué come la gorda y, posteriormente, el motivo del chofer para amarla al grado del crimen. Guadalupe especula despiadadamente en torno a sus personajes, imitando a caso el morbo suscitado por ella misma, la dama que se reunía a filosofar con Juan José Arreola, Rosario Castellanos y Pita Amor y se sometía pacientemente a los comentarios de esta, que solía comparar a Lupita con una mariposa muerta: “Juzgo la maldad de otra manera –diría paciente Lupita, mientras jugueteaba con sus perlas- como el resultado de una dosis incorrecta de virtudes (…)” (Imaginaciones, p. 29).
Guadalupe Dueñas consigue fusionar el horror con el humor, más aún, hace de ambos una misma cosa; cosa poco menos que exquisita, poco más que sublime, pero aplicando ambos por separado, propiciando un enfrentamiento fatal entre ellos, brindándonos cuentos magistralmente antagónicos como “Prueba de inteligencia”, de Tiene la noche... y “Pasos en la escalera”, de No moriré... El primero parodia la supuesta estupidez de las mujeres bonitas; el segundo, terrorífico, insertado en lo gore, como varios incluidos en el mismo volumen: “Contemplar el placer del proceso, la hacía cómplice de una perversidad que la hundía hasta agotarla...” (p. 34).
En lo personal, mi relato favorito de entre la producción de Guadalupe es “Carta de un aprendiz de cuentos”, en realidad cuento disfrazado de ensayo, incluido en No moriré del todo. Homenaje más que evidente a Horacio Quiroga y su decálogo del buen cuentista (hay, en este mismo libro, otros dos “homenajes”: una muy personal versión de El ruiseñor y la rosa de Oscar Wilde y una bellísima carta dirigida a Agustín Yañez firmada por Micaela Rodríguez, personaje de La creciente), “Carta a un aprendiz...” nos narra, a manera de instructivo para escribir un cuento, la conmovedora relación entre una amarga solterona irónicamente nombrada Friné –como la doncella que libra un juicio por asesinato gracias a la exposición de su bellísimo cuerpo desnudo- y un gato que insiste en hacerle compañía. Insiste, pues Friné no es un ama muy dedicada que digamos. Dueña de un amor cáustico, de una veta lovecraftiana que la lleva a montar pavorosas muertes en escenarios melancólicos, Guadalupe Dueñas fue tan discreta en su arte como en su persona, de la que tan poco se sabe hasta hoy. Se sabe que, bella como era, con pretendientes por doquier –Octavio Paz entre ellos-, optó por una rica y fructífera soltería, sola y sus collares y sus instrumentos del oficio: un poco a la manera de su muy admirada Sor Juana Inés de la Cruz. Así pues, supo mantener a raya sus pasiones privadas y transformarse en un hermoso –e incomprendido- mito.
A petición de la propia Guadalupe, que supo separar sus creencias religiosas de su obra –lo cual no impidió que se le catalogara, absurdamente, como “escritora cristiana”, sus cenizas descansan en la Basílica de Guadalupe, lo que en sí mismo es una contradicción pues los católicos consideran pecado incinerar a los muertos. Inverosímil, sin embargo, exigirle a la dama de los impecables peinados y el maquillaje perfecto dejarse almorzar por los gusanos. La contradicción, tratándose de Guadalupe, es congruencia: “Señorita escritora –se auto aconseja en “Carta a una aprendiz de cuentos”- le ruego que abrace el tema como abrazaría a su novio. Fíjese en los accidentes y en las repeticiones; juegan papel importante en la mecánica de la creación literaria. Pero no se entusiasme con los adjetivos, no los utilice sin necesidad. Si tiene la suerte de encontrar el adecuado, éste tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo…
Adelante pues…




Cuentos de Guadalupe Dueñas:


Historia de Mariquita (en audio, leído por Luz Arcelia Soriano Carranco)



El huésped (vers. PDF)

1 comentario:

Raúl Ciriza dijo...

Me alegro de descubrir otro blog sobre literatura. Lo leeré con atención.
Un saludo.