
N.L
Norma Lazo no cree en la inocencia de nadie, ni siquiera en la de sus personajes. La inconciencia del mal o la ingenuidad son otra cosa… y muy distintas entre sí. Lo otro se pierde demasiado pronto, se extravía en el camino: tiende a gastarse como, dicen, se gasta el himen si practicas ballet o montas a caballo. La primera mirada que te desnuda cuando apenas eres una niña y se supone nadie debiera desnudarte. El espectáculo tras la puerta entreabierta de la habitación de tus padres. Un compás convertido en reparador del honor perdido. Una niña a la que nadie le permite ser niña. Clint Eastwood: Ángel de la Guarda. Dos especies de personajes abundan en la narrativa de esta singular escritora mexicana: los niños forzados a fingir que son niños tras haber sido despojados de su infancia, y los adultos que fingen ser adultos cuando la verdad es que son niños crecidos… y muy lastimados. La patología recorre estas páginas sin tregua: la sociedad se esfuerza por aparentar que no huele a podrido en Dinamarca (o el país que usted quiera), podredumbre que el encantador bouquet que la perfecta ama de casa coloca al centro de la mesa familiar no consigue tapar. No existe flor que distraiga del espanto a un niño irreparablemente herido: “(…) Odiaba tanto la imagen que Mamá nos obligaba a mantener, el jarrón con flores silvestres, la vajilla del mismo color del mantel, la música romántica y el servilismo con el que atendía a su verdugo (…)” (El dolor es un triángulo equilátero, Cal y Arena, México, 2005, p. 35).

Una gran mayoría, parece decirnos Norma, graduada como psicóloga clínica por la Universidad Veracruzana, desarrolla tolerancia al engaño, a la falsedad de unas sábanas blancas y un aromatizante de ambiente. Aprende a fingir que no se percata de que su padre se ostenta auténtico cerdo en la mesa. No por nada Fabián, narrador de la primera parte de El dolor es un triángulo equilátero –novela ganadora de la presea José Fuentes Mares 2007- que no, no consigue sacarse los ojos, alude a su padre como Cerdo. Tampoco, se supone, hay que ver las ojeras de la madre… o los hematomas que el maquillaje Avon no cubre del todo. Los hijos desarrollan, la mayoría, cautela hacia la puerta-monstruo, protectora la intimidad conyugal y que a veces se entre abre, invitando al niño a descubrir que su madre, la de las flores y las sábanas blancas, es sistemáticamente violada por el hombre que no alcanza la estatura de dos sílabas: pa-pá. El “problema” para la sociedad son aquellos que no consiguen integrarse a la puesta en escena… que escuchan canciones de José José y en vez de suspirar, arrugan el ceño, como la propia Norma explica en la introducción de su libro periodístico Sin clemencia: “(…) “Yo nací desde el día en que te conocí”, “después de ti no hay nada”… más que letras de alguna canción romántica, me parecen líneas de un thriller psicológico que termina acaparando los primeros planos de Alarma!”


Carmelo, por su parte, hace exactamente lo que le place… como Sebastián, en un antro de mala muerte. Desde niño lo obsesionaron las hazañas del escapista que da título a la novela. Su desmesurada ambición de ser el Houdini mexicano, conquista a la niña más bonita de su colonia, una Ava Gardner de barriada que a su vez ambiciona conquistar al mundo con sus ojos gatunos. Pero ni Carmelo se convierte en el sucesor de Houdini, y su Ava ha de contentarse con engordar mientras le reprocha a su esposo lo que considera un fraude. En contraste con estos personajes, que han erigido a pulso sus respectivas prisiones psíquicas, un tigre huye del zoológico y hace cundir el pánico entre los ciudadanos que no saben si a la vuelta de la esquina terminarán convertidos en almuerzo de un animal hambriento. Lejos de experimentar ese terror hacia la bestia prófuga, Sofía –como, presiento, la propia Norma, que ama locamente a los animales- se siente más identificada con él que con los humanos que pudieran servirle de almuerzo… puede que hasta envidie la fuerza que le permitirá mantener en jaque durante buen rato a los aterrados policías, hasta que la inevitable bala lo alcance: “Desde que lo conocí pensé que teníamos algo en común. Tal vez la misma mirada al precipicio en espera de que alguien nos detenga, antes de dejarnos caer.” (p. 85).

En la segunda parte, Fabián, el niño callado de la primera, es apenas el fantasma de un hombre enigmático: el inquilino anterior de un departamento alquilado por un universitario al que conoceremos como el Repartidor. Todo cuanto este sabe de su antecesor, es que era fotógrafo y que se suicidó allí mismo. Apenas llegar, el Repartidor –que reparte pizzas- es asaltado por una puberta, no mayor de doce años, que porta un viejo sombrero vaquero y una muñeca chillona. La Niña, que tampoco tiene nombre propio, fue una de las dos “modelos” que el Repartidor reconoce en algunas fotos dispersas por allí, con clara intención de reto, como para ser vistas… nada que nos haga suponer “pornografía infantil”… pero quien sabe: es un hecho que la Niña no se muestra como tal en las fotos. El Repartidor no tardará en enterarse, por labios de esta, que la otra chica siguió el mismo camino del fotógrafo, es decir, el suicidio, aunque por separado. La Niña es, pues, la sobreviviente del curioso –y trágico- triángulo.
En la Niña hay algo que evidencia su estar conciente de su belleza y del poder de seducción que ejerce sobre ciertos adultos, como el licenciado Loveland, el arrendado… pero hay, sobre todo, un grito atascado en su estómago. No es como seductora que busca incesantemente al Repartidor: lo que busca es una reposición de lo más cercano a un padre que ha tenido: Fabián. El Repartidor es un chico, llamémosle, promedio, no buenazo, tampoco perverso, de gustos poco refinados, mientras que las inquilinas ancianas describen a la niña del sombrero como un súcubo, una grandísima puta en pequeña escala… asumiendo en el acto que el Repartidor dará rienda suelta a sus bajos instintos con la muchachita como, suponen, hiciera Fabián. Hasta dónde la perversión es subjetiva y no un reflejo inconsciente de los soterrados deseos de esas viejas urracas que se complacen imaginando las más truculentas orgías.
Para no variar, los más deleznables son los más respetados: el licenciado Loveland, que se relame los bigotes con la Niña, quien a su vez le manifiesta asco, y la abnegada madre de la chiquilla, la sufrida costurera a quien Dios ha castigado con una hija puta que castiga con brutalidad a consecuencia de su “conducta ligera”. Con todo, la madre de la Niña no tiene empacho en ofrecer a su pequeña en bandeja de oro. Lo hizo con Fabián… pretende hacerlo con el Repartidor, pero el “ganón” es el pederasta de saco y corbata, Loveland, que incluso las instala en un mejor departamento cuando las viejas beatas se ponen demasiado impertinentes respecto a la supuesta relación contra natura entre la Niña y el Repartidor: “La niña se retiraba al baño. Lavaba sus labios con abundante jabón restregándose el estropajo con furia. Cerraba su cuarto con seguro y extraía del cajón las lobby cards de El bueno, el malo y el feo que Fabián le había regalado meses atrás. Se sentaba en la ventana de su cuarto abrazando la vieja fotografía de Blondie en espera del momento que acudiera a sacarla de ahí.”
El dolor es un triángulo equilátero es la puerta-monstruo de la que habla Fabián en la primera parte. La rendija a través de la que se accede a la podredumbre humana… pero también de lo noble que puede haber en ella: ese miedo al amor que nos enreda en aberrantes teorías respecto a lo que es y no es; que más que sentimiento es una serie de conductas aprendidas, un performance en las que, al menos en esta novela, la mujer asume el rol pasivo –o de víctima- y el varón el de verdugo, como en el caso de los padres de Fabián… o el Repartidor y la China, que ejecutan una farsa de noviazgo donde ella recibe las ofensas con un estoicismo que él no entiende y mucho menos valora. Del mismo modo que Fabián no puede entender que la madre tararee canciones románticas tras una noche de ultrajes, el Repartidor no comprende la actitud de su novia: “(…) no puedo sentir mucha admiración hacia una mujer que soporta todo dizque en nombre del amor (…) Yo aspiro a otro tipo de mujer, no quiero una criada abnegada o una amante sumisa, quiero alguien que me haga desear otras cosas, que me mueva (…)” (p.p 106 y 107). Fabián y su novia Artemisa, la anoréxica de las fotos, pretendieron vivir una relación libre y amistosa… y terminan matándose. En El dilema de Houdini, Sofía, con todo y sus dosis de Lexoton, Ativán y Valium con que intenta atenuar el dolor por la pérdida de Lorenzo, llega a preguntarse: “(…) ¿Puede la idea poética del amor romántico describir lo que nos unió a Lorenzo y a mí? ¿O fuimos más bien un par de solitarios que se ayudaron mutuamente con la carga?”
¿Qué es el amor, a fin de cuentas?

La única congruente en medio de todo esto, es la Niña. Esa niña que le habría encantado crear a Carson McCullers. Ella no pide amor: pide quien la escuche, quien la comprenda… quien la salve. No le anda poniendo nombres equívocos a sus muy específicas necesidades. Busca algo parecido a un padre. A Clint Eastwood. Cuando llega el momento en que se convence de que nadie está a la altura de este para salvarla de las garras de una madre celestina, decide ser su propio padre, su propio Clint. Fabián le enseñó. Ha escondido su pequeño tesoro bajo la funda de la almohada. Se ajusta el sombrero vaquero…y se erige pequeña vengadora vestida de tafetán verde.
3 comentarios:
Como siempre, tus trenzas son una invitación (provocación, conminación) a la lectura. ¡Gracias! Sólo pensaba leyendo que que a veces no son los padres quienes se comportan como cerdos a la mesa, que madres muy porcinas hay también...
Leer sobre Norma es leer sobre los dolores inevitables que inevitablemente nos hacen reír. La admiro y a la distancia (vivo en Australia) me resulta más cercana que nunca. Me habla al oído cada vez que la leo. Eso es lo incríble de los escritores.
Norma Lazo talentosa escritora veracruzana nos impacta, como siempre, con sus letras, personajes y personalidad de escritura.
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