Me duele cuando me río

“El vocabulario políticamente correcto que se expande por el mundo, desterrando del lenguaje las verdades crueles para reemplazarlas por sinónimos más tolerables para la sensibilidad humanitaria, encontró en nuestro país (Argentina) un campo bien abonado”, señala Ernesto Kollody, protagonista de La muerte como efecto secundario (Sudamericana, Buenos Aires, 2002), una de las recientes novela de Ana María Shua. Esta frase parece haberle sido hurtada a la escritora por su propio personaje, aunque ella la habría dicho distinto: la obra de Ana María es terreno fértil para insertar las más crueles realidades y las más feroces mentiras, y pocos autores poseen el oficio de sacrificar el eufemismo en aras del impacto verbal… pero sin centrar todo el impacto en la violencia de la verdad dicha. La novela antes citada expone la intimidad de una familia argentina promedio que viene a ser una alegoría esperpéntica de los totalitarismos latinoamericanos, donde el padre-tirano se asume creador y dueño absoluto de sus hijos: “(...) Mucho antes de existir ya estábamos destinados a ser sus personajes (...) Era capaz de aunar en sí el dominio del torturador y de la víctima al mismo tiempo. Usaba la mentira, la verdad, la inteligencia y el sabio conocimiento de nuestras debilidades y deseos para controlarnos. También nos quería: apasionadamente. Para él.”La madre, por otro lado, es una loca dividida entre dos realidades paralelas: la ideal y la real, siendo ésta última sencillamente intolerable. Las madres, muy especialmente las madres de la literatura de Ana María Shua, insisten en escaparse del mundo, en crearse una existencia alternativa como en el caso del extraordinario relato – de los mejores desenlaces que recuerdo haber leído- “Amim o la caída”, incluido en Historias de mujeres infieles y en Que tengas una vida interesante. Esta visión que de la locura, que quien sabe hasta donde es clínica y hasta donde una estrategia de la cordura, dista de ser una romántica escapada del mundo: se nos presenta con un realismo crudo, cercano a lo bestial. Casi lo opuesto se observa en relatos como “Vida de perros”, incluido en Como una buena madre (2001) y compilado en la reciente colección de sus mejores cuentos, Que tengas una vida interesante (Emecé, Buenos Aires, 2009), donde lo fantástico adquiere una lógica que termina por devorarse instituciones tan respetables como el psicoanálisis. Volviendo a La muerte como efecto secundario, no nos extrañe que la hermana de Ernesto sea poco menos que una tarada, mientras que aquel, maquillista de cadáveres, además de escritor y guionista, pretenda compensar una vida fracasada con arriesgados amoríos. Pudiera decirse, pues, que como a la propia Ana María, como a muchos de sus personajes, la risa le duele a Ernesto y sin embargo busca afanosamente ese dolor para regodearse en él, para, vaya incongruencia, encontrar el pretexto idóneo para reír. El protagonista-narrador de Soy paciente, por ejemplo, nunca ríe tanto como cuando se haya en la posición vulnerable de depender de una cuadrilla de médicos, médicas, pasantes, enfermeras y otros pacientes que parecen prófugos del manicomio, aunque el trasfondo de la historia, como el de La muerte como efecto secundario, sea una radiografía de la situación político-social que le tocó vivir a la autora en su más tierna juventud.Esta circunstancia, me provoca un poco establecer una comparación entre Ana María y la otra narradora argentina emblemática de la realidad sociocultural de su país, Luisa Valenzuela: tan política una con la otra, aunque pareciera, solo pareciera, que Ana le saca la vuelta al bulto mientras que Luisa se proyecta sobre él con ferocidad. Lo que sin duda las emparienta, es que mientras Ana María aparenta omitir esa realidad, en realidad la exhibe a través de los conflictos internos y/o domésticos de los personajes, mientras que Luisa recrea el ambiente reinante durante la dictadura sirviéndose de una ironía llevada al delirio. También las asemeja la presencia constante del humor negro, mucho más pirotécnico en el caso de Luisa; más bien cáustico, en el de Ana María. Ergo: cada una, a su manera muy particular, echa mano de un discurso pletórico que finge insinuar o callar lo que es tan inocultable –siguiendo la rara obsesión de Ana María con el ámbito hospitalario-como un cadáver de varios días: “(…) Una ley nacional decía que el séptimo hijo varón tenía que ser ahijado del presidente para que no lo trataran mal por lobisón. Pero mi familia era antiperonista. En el fondo, todos hubieran preferido que me convirtiera en lobo las noches de luna llena y no que me llamara Juan Domingo.” (“Vida de perros”, Que tengas una vida interesante, p. 114). Hay que hacer hincapié que, como la propia Luisa que se refugió en México durante la cruenta dictadura militar del General Videla, la familia de Ana María se disgregó también y se trasladó a París junto con su esposo, Silvio Fabrykany, donde trabajó para la revista Cambio 16.
Nacida el 22 de abril de 1951, en Buenos Aires —“Era un domingo en la tarde y fue lo más importante que me pasó en la vida” —, Ana María Shua publicó su primer y hasta ahora único libro de poemas, El sol y yo, a los dieciséis años, edad en la que, afirma en su cuento “Nariz operada”, se realizó una cirugía estética. Pudiera tratarse de otra metáfora de lo que se veía venir en Argentina por aquellos tiempos, aunque Ana reconoce que lo de la cirugía es cierto, pero no lo del transplante de nariz con la novia peruana. “A los diez mi fama de poeta se había extendido por toda la escuela y ya era tarde para retroceder”, ríe, siendo ese su estado normal: reír, hasta con los ojos que tienen color de miel traslúcida. Escritora versátil, se mueve con idéntica soltura lo mismo en el terreno de la novela —donde el nivel de diálogos, de una ironía ágil, casi imperceptible por vertiginosa, recuerda por momentos a Raymond Carver— que en el del microrrelato o microficción, sobre el que ha dicho con una seriedad que no pocos han confundido con intensión de bromear, “ese pobre dinosaurio (de Monterroso) de tan repetido y manoseado ya perdió sentido”. En este género alcanza la maestría de Torri o de Felisberto Hernández, lo cual podría atribuirse a que, para ella, “Escribir breve es casi puro placer”, mientras que sus novelas, sin demeritar en lo absoluto, se apegan, al estilo Benedetti, a conflictos que no por dolorosos dejan de ser cotidianos y, en ocasiones, hilarantes.
En Soy paciente, por ejemplo, se habla en la contratapa de una posible crítica de a situación hospitalaria de Argentina –extraordinariamente semejante, hay que decirlo, a la mexicana-pero hay detalles en esta suerte de parodia de El castillo, de Kafka, donde el paciente no sabe de qué está enfermo y sin embargo tiene que permanecer interno, que me hace suponer que se trata de una novela en clave. Publicada originalmente en 1980, el protagonista llega a un pabellón de enfermos donde cada uno hace lo que le place, incluso aguardar una distracción de la curvilínea enfermera para pellizcarle las nalgas. El ambiente descrito –por cierto, magistralmente- por Ana María nos remite más a una cárcel que a un hospital, en cuyas paredes sobresale “un gran órgano sexual, pintado en colores, debía haber sido dibujado desde una gran escalera”, y continúa:

Un practicante viene a sacarme sangre. Usa una bata blanca bastante sucia, con manchas de sangre. Porque me nota asustado, se explica: no se trata de sangre humana. Sucede que acaba de dejar el gabinete de cirugía experimental donde estuvieron operando un cerdo a corazón abierto. Lamentablemente el animal no resistió la intervención y en este momento lo están preparando al asador para el cirujano principal y sus ayudantes… (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1990, p.32)

Siguiendo mi personal teoría de que Soy paciente es, ante todo, una novela en clave, el protagonista narrador se inmuta apenas con la serie de anomalías que corresponden a su estancia en el hospital, pero carga consigo una libreta donde registra meticulosamente las cosas que no le gustan, entre las cuales incluye el canto de los pájaros que han hecho su nido precisamente en su ventana y lo despiertan demasiado temprano con sus trinos. El paciente no presenta mayor grandeza moral y/o intelectual que aquellos que ni siquiera deben esforzarse demasiado para conformarlo con su extraño destino como enfermo crónico. Esta novela, por cierto, fue la primera que publicó en Buenos Aires a su regreso, y de una u otra forma, la narrativa de Ana presenta una crítica feroz aunque sutil de la burguesía argentina, en especial en lo tocante a la posición de las mujeres de la tan emblemática resulta su divertida novela Los amores de Laurita, llevada al cine en 1986 bajo la dirección de Antonio Ottone, quien trabajó el guión junto con la propia Ana. Tengo la impresión, sin embargo, que Ana no se quiebra mucho la cabeza, como la mayoría de los autores, para pasar del corto al largo aliento; que ambas cosas se le dan como respirar, aunque ella asegure que “la minificción me da alegría porque puedo empezar y terminar, pulir, perfeccionar, ver brillar mi texto en unas horas. La primera versión de una novela es casi puro tormento. Entro en la novela como en un pantano: cuando más avanzo más me hundo.” Sin embargo, su producción es casi tan abundante en un género como en otro: En 1980 obtiene el Premio de la Editorial Losada con Soy paciente, a la que siguió el libreto de la película Los amores de Laurita, ambas trasladadas al cine, así como La muerte como efecto secundario (Premio Sigfrido Rochelli, otorgado por el Club de los XIII). Entre su abundante producción cuentística destacan los libros de microficciones, La señera, Casa de geishas y Botánica del caos (Sudamericana, Buenos Aires, 2000). Del mismo modo que en este terreno deslumbra la justa elección de las palabras – en su caso particular prefiero referirme a esto antes que a su capacidad para economizar-, en sus relatos de largo aliento y en sus novelas –más en los primeros que en las segundas, aunque parezca paradójico- deslumbra lo mismo la abundancia de detalles que la sabiduría con que se les comprime para no abrumar al lector.“Primero me enamoré de los personajes literarios —me comenta esta mujer de dulce mirada y pícara semisonrisa —, luego creí amar a los autores. Muchos años más tarde supe que estaba enamorada de las palabras.” Más que escribir, Ana María reviste al mundo de palabras, mejor aún, lo reinterpreta en función de la palabra, aunque por lo mismo fusiona el realismo con una suerte de futurismo, que nada tiene que ver con la ciencia ficción pero insiste en presentarnos un mundo real alterado en su centro, en su núcleo; un mundo pavorosamente cercano en el que han fructificado todos los vicios sociales que dista de ser estrictamente literario al reconocemos en él. En Ana María la ficción adquiere una carnalidad más que inquietante y este es un factor resaltado en su más reciente libro de microficciones, Temporada de fantasmas (Páginas de espuma, Madrid, 2004), donde representa una humanidad producto de un Dios demasiado joven e inexperto al momento de plasmar su obra, que ahora sepulta su decrépita vergüenza en una mesa de juego mientras su defectuosa creación se empeña en autodestruirse. Así pues, Ana María le da una última vuelta de tuerca a la Biblia, a la mitología griega y a los Hermanos Grimm y logra que Tarzán se fusione con Hamlet por amor a un cráneo agusanado. Virtualmente reordena el universo y a sus especies a conveniencia de las palabras y lo hace con la misma maliciosa alegría con que Dios movió sus primeras piezas, con la soberbia suficiente para no permitirse el temblor de los neófitos. “Los agnósticos —dice en uno de sus relatos —utilizan el concepto de la multiplicidad de cultos como pruebas de que Dios no existe. Comparten su falta de imaginación con aquellos que suponen al mundo como la creación de un Dios caprichoso y arbitrario. No sospechan que todo es simultáneamente cierto”. Y de esa simultaneidad está hecha la literatura de Ana María Shua, quien nos enfrenta a una nueva especie de subhombres y submujeres: los concursantes de TV, adoradores de la diosa que no promete eternidad pero sí la gloria efímera. Con tan poco se conforman, y es que eso basta para envejecer con una anécdota que de sentido a sus vidas semi inútiles. Casi todos los personajes de Ana María, más que conformistas, son mediocres, pero unos mediocres enfrentados a situaciones límites que disparan las situaciones anómalas e hilarantes que caracterizan su literatura. Un mundo donde la poesía parece tan escondida como Dios mismo y sin embargo está ahí, palpita parapetada en la palabra cotidiana: “Naufrago en este mundo lejano por donde no pasan ni pasarán nuestras naces, perdido en este grano de polvo apartado de todas las rutas comerciales del universo, estoy condenado a la soledad esencial de sus habitantes, incapaces de comunicarse con una herramienta menos torpe, menos opaca que el lenguaje. Yo lo utilizado para lanzar mensajes en clave que sólo los demás náufragos pueden comprender. La gente nos llama “poetas” (“Poetas”).Asombra la habilidad de Ana María para desarrollar los más atroces procesos de descomposición moral con una sutileza muy cercana a la ironía carveriana, pero sin terminar de ser cruel. Aborda lo grotesco con elegancia casi exquisita; escribe, diría su personaje, Ernesto, con “la disimulada indiferencia de los espejos que nos mienten fascinación y sólo nos están devolviendo nuestra propia mirada”. Es imaginativa y futurista hasta para responder una entrevista. Asegura, por ejemplo, que su autor favorito lo imagina siempre en el futuro, “¿Para qué, si no, seguir leyendo?” Asegura también que las más sorprendida de que Ana María Shua sea escritora es la propia Ana María Shua: “Me digo: podrías tener un oficio normal. Con herramientas, con instrumentos, con materia prima, no este maldito hilo de araña que brota cuando quiere.” Actualmente “sufre” la primera versión de una nueva novela, de la que se consuela escribiendo haikús. Transmito el siguiente, que bien podría ser la advertencia que debieran incluir sus asombrosos libros:

Sois bienvenidos,
Dejad toda esperanza
en el perchero.







Ha llegado un escritor




Relato incluido en la antología Que tengas una vida interesante (Emecé, Buenos Aires, 2009)




Estaba cansado y hacía mucho frío pero por fin había llegado a Zorzales de la Frontera, después de siete horas de viaje. En el micro, el olor a cigarrillo daba náuseas. Las ventanillas, como siempre, se mantenían herméticamente cerradas. ¿Pero no estaba prohibido fumar? Ni los pasajeros ni el chofer transgredían esa prohibición y sin embargo el olor estaba allí, omnipresente, agobiante. Gustavo respiró con fruición el aire helado de la minúscula estación del pueblo. ¿Alguien habría fumado adentro del vehículo mientras estaba estacionado? ¿Los micros estacionaban alguna vez? ¿O se mantenían permanentemente en movimiento, yendo y viniendo por los caminos de la patria? En arreglo: ésa era la respuesta. El micro había estado en algún taller y antes o después de revisar el motor los mecánicos se habían refugiado en la cabina para tomar mate, charlar, jugar al truco: fumando. Gustavo había dejado el cigarrillo hacía quince años y ni siquiera entonces, cuando era un gran fumador, podía soportar el olor a pucho frío en un lugar cerrado. El olfato ¿no se saturaba en seguida? Recordaba un programa de televisión, tan ilustrativo, del Discovery Channel, en el que se veía a los olores como bloques de formas diversas que encajaban en huecos equivalentes de las células olfativas y los sellaban, provocando un efecto de saturación: así, después de un breve lapso de estar expuesta al olor, la persona dejaba de percibirlo. La animación, en bonitos colores, hacía pensar en el juego del tetris, las piezas encajaban con precisión unas en otras y sin embargo él, Gustavo Manzone, siete horas después, encerrado en el micro mal calefaccionado, moviendo los dedos de los pies en los zapatos para hacerlos entrar en calor, había seguido respirando ese olor estancado y nauseabundo que le daba dolor de cabeza.
Dos personas subieron al micro en Zorzales y además de Gustavo bajó una madre con su bebé: el marido la estaba esperando. Nadie más en la estación. Con su celular llamó a los números que le habían dado. Regla número uno: siempre pedir un teléfono. No, por favor, para qué, si lo vamos a estar esperando, contestaba la gente. Pero Gustavo tenía demasiada experiencia en estaciones vacías, barridas por el viento helado del atardecer (se negaba a viajar de noche). El número de celular lo conectaba con un contestador y en el otro teléfono no contestaba nadie. Debía ser la Municipalidad, la gente ya se habría ido de la oficina.
Por suerte había un taxi un poco destartalado con un tachero gordo y jovial que lo llevó hasta el único hotel del pueblo.
- ¿Y usted a qué vino? Si se puede saber...-preguntó el tachero.
- Soy escritor. Mañana tengo una charla con los chicos de la escuela.
- ¡Escritor! ¡Qué envidia! Yo no leo muchos libros. Bah, la verdad no leo ninguno. Desde que estaba en el colegio que no leo un libro. ¿Y es muy famoso, usted?
Si fuera muy famoso, pensó Gustavo, si fuera realmente muy famoso, no estaría aquí. Estaría bajando de un avión en París. La gente de su editorial habría ido a recibirlo, la jefa de prensa, seguramente, ansiosa por saber si el viaje había sido bueno. Y el editor. Lo llevarían, como mínimo, a un hotel de cuatro estrellas. Esa noche comería fois gras. “Viví un tiempo aquí, hace muchos años. Era muy pobre, miraba las vidrieras de las charcuteries y hacía cálculos, pero nunca me alcanzaba para el fois gras trufado.” Así le diría a la jefa de prensa de la editorial (linda mujer, tan francesa, un poco excedida de peso, con el pelo corto y los ojos almendrados), mientras degustaba con placer el fois gras trufado de la brasserie, desdeñando las tostaditas ante la mirada escandalizada de los franceses, para concentrarse en el sabor del paté solo, glorioso, en sí mismo.
En el hotel Austral, (sucio, descascarado, gris, alfombra rota) no había reserva a su nombre pero por suerte tenían una habitación libre.
- Por suerte -le dijo el chico del mostrador- Ahora que el campo se está moviendo, estamos casi siempre llenos.
El hotel cuatro estrellas de París tendría, sin duda, habitaciones, quizás incluso pisos enteros para no fumadores. La habitación del hotel Austral reproducía con eficacia el mismo olor a pucho frío que lo había acompañado durante todo el viaje. Lo estremeció la idea de pasar toda la noche con la nariz incrustada en esa almohada impregnada de humo viejo. Gustavo nunca deshacía su mini valija de viajecitos. Lo único que sacaba para poner en el baño era el cepillo y la pasta de dientes. En eso estaba cuando lo vinieron a buscar.
El Director de Cultura de la Muncipalidad, un muchacho muy joven que usaba un bigote un poco anticuado, seguramente para parecer mayor, se deshizo en excusas: un malentendido, explicó. Se castigaría al responsable.
- ¡Pero qué honor para Zorzales, que emoción!¡No puedo creer que le esté dando la mano al verdadero Gustavo Manzone!
Y por un momento el universo recuperó su eje. En la editorial francesa conocerían a muchos autores famosos, de todo el mundo, en Zorzales nunca habían recibido a un escritor “verdadero”. Tendrían, como siempre, a los escritores del pueblo, ya los vería al día siguiente, lo mirarían con envidia, con un poco de odio, le entregarían sus libros, penosas ediciones de autor, por unos días esperarían ilusionados algún comentario por correo electrónico, después se resignarían otra vez a su suerte de marginados. Por no vivir en la capital, se dirían, una vez más, por no decirse la verdad, por no enfrentar su falta de talento.
Zorzales quedaba en zona tambera, y la visita de Manzone había sido patrocinada por una empresa de productos lácteos.
- Nada de hotel -le dijo el director de cultura- Tenemos algo mucho mejor para usted. La casa de huéspedes de la empresa.
Era, en efecto, una casa muy bonita, frente a la plaza. Como hacía meses que no se usaba, estaba helada. Alguien, a quien el director puteó con cierto afecto, problablemente la misma persona que no había ido a buscar a Manzone, se había olvidado también de prender la única estufa del living. La dejaron encendida antes de salir.
El Director de Cultura lo llevó a recorrer el pueblo en su auto. No había mucho para ver. En los últimos tiempos, las invitaciones al interior se había convertido en una parte importante de sus ingresos. Gustavo viajaba mucho y los pueblos, todos tan parecidos, se le confundían en la memoria. Para evitarlo, practicaba un ejercicio casi literario: tratar de encontrar algún elemento único, diferente, un cartelito con el que incorporar la foto mental del pueblo a su álbum de recuerdos. En este caso fue fácil: la iglesia era una horrorosa construcción moderna de bloques de hormigón con barras de hierro que sobresalían de lugares inesperados. El arquitecto o quien fuera no había calculado el efecto de la intemperie, las barras de hierro habían chorreado óxido sobre el hormigón y el conjunto tenía un aspecto sucio, agobiante.
- Le va a encantar nuestra parrillita -le dijo el hombre- Siento mucho no poder acompañarlo pero esta noche tengo el cumpleaños de una sobrina. Mañana a la mañana van a pasar a buscarlo a las siete en punto. Festejamos el aniversario de la fundación de la escuela y es muy importante para nosotros que usted esté presente.
A Gustavo le costaba entender por qué en los pueblos la gente usaba el auto para recorrer tres cuadras. También le costaba entender por qué si estaban todos tan emocionados con su presencia nadie tenía ganas de invitarlo o acompañarlo a cenar. Lo dejaron en la puerta de una parrillita triste, con sillas de plástico, mesas de fórmica, manteles de náilon. Hacia mucho que Gustavo había abandonado la fantasía de que las parrillas modestas eran las mejores. Le sirvieron unos trozos de carne reseca, recalentada, que masticó con poco interés, concentrado en la lectura. Aunque ya no podía recrear el estallido de magia que la literatura había inaugurado en su infancia, al menos todavía le servía para irse de los lugares donde no tenía ganas de estar. Cuando no cobraba honorarios, lo recibían mejor. En Zorzales había pedido una suma razonable, que pagaba la empresa de productos lácteos.
Volvió a la casa con la esperanza de que el agotamiento lo durmiera de un solo golpe. El frío era asombroso. La estufa empotrada en la pared del living empezaba apenas a calentar ese ambiente, pero el dormitorio estaba helado. Por suerte había varias frazadas y de todos modos se acostó vestido. La jefa de prensa de la editorial francesa (desde que la vio en el aeropuerto con esa carita de puta supo que esto iba a pasar) vino a hacerle compañía por un rato y lo ayudó a calentar la cama, angosta y fría como un cajón de muerto.
Había puesto el despertador a las seis media y se despertó con la agradable idea de un buen desayuno lácteo. Había visto en la heladera varios productos fabricados por la empresa local. Le costó levantarse por el frío, pero fuera del dormitorio estaba mejor, la casa se había calentado un poco. Las galletitas que había en el aparador de la cocina estaban viejas, húmedas y apolilladas. No pudo encontrar cucharitas. Tomó un vaso de leche y después abrió un pote de queso crema con sabor a roquefort. Comió todo lo que pudo con el dedo, hundiéndolo en la pasta blanda y chupándolo con avergonzado deleite.
A las siete en punto, en efecto, llegó en su auto la directora de la escuela, que quedaba a una cuadra y media de allí. Era una mujer bastante asombrosa, de unos sesenta años, cubierta con un abrigo de piel de nutria que le llegaba casi hasta los tobillos, calzada con zapatos de taco alto y con los labios pintados de color naranja. Imperiosa y cálida.
- ¡No me voy a lavar la cara en toda la semana!- dijo, cuando Gustavo le dio un beso en la mejilla. - ¡Un beso de Gustavo Manzone!
- ¿Cuánto dura el acto? -quiso saber Gustavo.
- Dos horas.
- ¿Es en el patio?
- Claro, somos muchos.
- ¿Y necesitan que yo esté todo el tiempo?
La Señora Directora lo miró ofendida.
- ¡Para eso lo invitamos!
Y quería decir: para eso le pagamos. Al menos era un día de sol. A Manzone no le desagradaban las charlas con los chicos, a pesar de lo muy repetidas. En cambio lo hartaba esta modalidad de muchas escuelas que lo invitaban como adorno de una fiesta escolar. Lo dejaban ahí sentado, para que los padres y los alumnos pudieran verlo, y también como espectador de privilegio. Gozaban con el honor de que un escritor conocido asistiera a los coros, las modestas representaciones, la lectura de textos premiados, los discursos.
- Ya va a ver qué fantástico lo que hicieron los chicos con sus cuentos.
Manzone no tenía ningún interés en ver lo que los chicos de Zorzales habían hecho con sus cuentos. Destrozarlos, seguramente. Por algún motivo, las maestras no se contentaban con los cuentos tal como eran y les introducían mejoras de todo tipo. Sobre todo, le resultaba atroz la idea de pasar dos horas en el patio a esa hora de la mañana.
- Hace frío -se atrevió a insinuarle a la directora.
- Ah, si es por eso no se preocupe, el patio no es lo peor. Toda la escuela está igual. Siempre estamos por poner la calefacción y cada invierno se nos cruza algo más urgente. Pero es mejor, ¿no le parece?. Menos artificial. Así los chicos se crían más sanos.
Todo pasa. Durante el acto, mientras un chico leía el reportaje que le había hecho a un viejito que fue el primer portero de la escuela, Gustavo se sacó los zapatos para apoyar los pies sobre las baldosas entibiadas por el sol de invierno y recibir sus rayos directamente sobre los empeines cubiertos por las medias que no se había cambiado desde la mañana anterior. La directora le echó una mirada de reprobación absoluta.
A las diez de la mañana terminó el acto y Gustavo Manzone, el casi famoso escritor, al menos mucho más famoso que cualquiera de los escritores del pueblo, fue invitado a pasar a la biblioteca, donde mantendría una charla con los chicos de sexto y séptimo grado. La maestra de séptimo era una cincuentona gorda, muy pintada, la de sexto era una chica joven que rengueaba de la pierna derecha y tenía cara de haberse tomado una cucharada de aceto balsámico muy recientemente. Pero la bibliotecaria estaba bastante buena y Gustavo le sonrió con cierto alivio, algo en qué recrear la mirada. Era cierto, la biblioteca estaba tan fría como el patio, pero el ingreso de los setenta alumnos empezó a caldear rápidamente el ambiente, tal como Manzone lo había previsto.
Las docentes y los padres, que a veces participaban en estas extrañas ceremonias, solían escuchar extasiados las preguntas de los chicos. ¿No son geniales? le decían después. ¿No se quedó sorprendido? ¿No son increíbles las cosas que se les ocurre preguntar? Sí, decía él, son geniales, son increíbles, son tan inesperados, son muy buenas para mí estas visitas a las escuelas porque el contacto con los chicos me sirve para cargar las pilas, soy yo el que aprende de ellos. En realidad, los chicos siempre preguntaban lo mismo. En todos lados, a lo largo y a lo ancho del país y probablemente del mundo (Manzone había estado en algunas escuelas de otros países de América Latina) los chicos imitaban las conductas de los adultos, se comportaban como los periodistas de la tele que zafan con preguntas generales porque no tienen la menor idea de lo que hizo la persona a la que están entrevistando. Los chicos preguntaban cómo empezó a escribir, por qué escribe, cuánto tarda en escribir un libro, cuántos libros escribió, si su familia lo apoyó cuando se dedicó a la literatura, qué le gustaría ser si no fuera escritor, pór qué escribe, cómo se llama su primer libro, de dónde saca las ideas, cuando tarda en escribir un libro, cuántos libros escribió, por qué escribe, qué le gustaría ser si no fuera escritor, cuánto tarda en escribir un libro, y así sucesivamente, repitiéndose una y otra vez, porque no prestaban atención a lo que preguntaban los demás, ni escuchaban las respuestas que les daba Gustavo, y en cambio estaban, cada uno, al acecho de su oportunidad, ese momento de glorioso protagonismo en que podrían formular su pregunta en voz alta.
Gustavo les pedía a las docentes que no reprimieran a los chicos que volvían a preguntar lo mismo que había contestado recién (sabía, por experiencia, que era imposible impedirlo) y trataba de dar cada vez una respuesta diferente: también eso había sido al principio un ejercicio literario. Con el tiempo se había vuelto rutina, igual que todo el resto. Las tres o cuatro respuestas que tenía para cada pregunta ya estaban archivadas en el disco rígido de su memoria y no tenía más que apretar un botón para que aparecieran, alegres y entusiastas, con el ritmo, la energía, las dudas y las pausas necesarias para que parecieran espontáneas, pensadas en el momento.
¿Usted por qué escribe?
Bueno, cuando yo era chico me gustaba cantar, hacer dibujos y escribir. Pero cuando hacía dibujos, la maestra, mis padres me decían distraídos, ah, sí, qué lindo, nene. Cuando cantaba y tocaba la guitarra, todos se levantaban despacito y se iban (risas del público). Pero cuando escribía, todos se admiraban, algo pasaba, algo muy especial...Y bueno, decidí dedicarme a lo que me salía mejor.
¿Usted por qué escribe?
Si tengo que ser sincero, creo que lo hago para gustarle a los lectores, para que me aplaudan y para que me quieran más.
¿Usted por qué escribe?
Hay algo que yo quiero conseguir con las palabras, es difícil de explicar, quiero manejarlas, poder hacer con ellas lo que se me de la gana, inventar cosas que salgan perfectas, ¿entienden? Escribir un cuento, un versito, que sea como un árbol...
Mientras hablaba, tratando de dar respuestas cortas que fueran interesantes para la mayoría, Manzone iba detectando a los personajes típicos que caracterizaban la ceremonia: el Chico Lector, que soñaba con ser escritor y casi con seguridad no lo sería, Los de Atrás, charlatanes y traviesos, el Gordito Simpático, la Chica Popular, siempre irritante, rodeada por una corte de nenas que a veces levantaban la mano para pasarle el turno a su reina. (Disculpe señor, decían cuando él las señalaba, a ver vos que todavía no preguntaste, disculpe señor, la que quiere preguntar es ella).
Los chicos, bendito sea el Señor, esperaban más que ninguna otra cosa en el mundo el momento en que la charla terminara para pedirle la firma. En uno de sus puños tenían apretada la birome, los que tenían un libro lo enarbolaban ya, otros tenían preparados sus cuadernos: ¡la firma!. Ese momento podía ser temible, a Gustavo le daba un poco de miedo cuando toda la caterva de infantes se abalanzaba sobre él: ¡la firma, la firma! Quería su sacrosanta y maravillosa firma, vaya a saber para qué, a veces se hacían firmar en la palma de la mano, o pedían un autografo en el delantal, los medios de comunicación les habían enseñado que nada tenía tanta importancia sobre la tierra como la firma de una persona famosa. Era un momento incómodo y Manzone les pedía ayuda a las maestras para que los organizaran, les pedía, sobre todo que prestaran atención a que cada uno saliera de la sala una vez obtenida la firma. De lo contrario, los chicos enseguida se daban cuenta de que podían volver a ponerse en la cola, si no tenía para firmar más que papelitos, le pedían que los firme por atrás, o lo doblaban, o lo cortaban en pedacitos y pedían una firma para la mamá, una para el hermanito, otra para el primo o para el compañero que había faltado, querían firmas, firmas, firmas, vaya a saber por qué o para qué, montones papelitos firmados que en un par de días se perderían en el fondo de un cajón o de un bolsillo.
¿Usted, cuándo gana con lo que escribe? preguntó entonces uno de los chicos, un poco más alto que los demás y ya con algunos granos en la frente, exactamente tres granitos irritados con la disposición estelar de las Tres Marías.
Manzone se sintió reconfortado, esa pregunta sólo aparecía cuando el encuentro había sido exitoso, cuando los chicos se sentían cómodos y en confianza. Era una pregunta de auténtica curiosidad personal, que las maestras enseguida trataban de reprimir, eso no se pregunta, qué vergüenza, no te interesa y que, al contrario, a Gustavo le encantaba responder.
Yo gano, como casi todos los escritores, el diez por ciento del precio de tapa, es decir, el precio en librería, esos son los derechos de autor. Por ejemplo, si ustedes pagan diez pesos por un libro, un peso es para mí.
Generalmente, a esta explicación seguía un silencio asombrado seguido por murmullos y otras preguntas.
¿Tan poquito? ¿Pero por qué gana tan poquito, si usted es el que inventa todo lo que dice adentro? Bueno, explicaba Manzone, yo invento los cuentos pero no pongo la plata para hacer el libro. Eso lo pone la editorial. Y una parte muy importante se queda la librería. De cada diez pesos que ustedes pagan, la librería se queda con tres y a veces con cuatro pesos. Los libreros tienen muchos gastos: el alquiler, el sueldo de los empleados. Y la editorial tiene que pagar también el papel, el personal, la propaganda...
Pero usted, ¿cuánto gana? insistió el chico alto y granujiento. Manzone explicó entonces que cuando un autor ya se había hecho conocido, no tenía que esperar a que el libro se vendiera para cobrar. Cuando se lo entregaba a la editorial, firmaba un contrato y le pagaban un anticipo. Eran chicos de doce y trece años, de manera que los desafió a resolver un problema matemático. Si le correspondía el diez por ciento de derechos de autor y le daban por adelantado los derechos correspondientes a tres mil ejemplares, ¿cuánto le pagaban por un libro que costaba diez pesos? Yo siempre fui malo en matemáticas, les decía, y eso provocaba más risas y simpatías. En este punto, por lo general, se hacía un largo silencio mientras los chicos trataban de resolver el problema y después de un rato empezaban a surgir las respuestas, algunas correctas, la mayoría equivocadas.
Pero esta vez una de las chiquitas se puso de pie. Era una morochita del color de la tierra, con el pelo lacio y las uñas largas y pintadas como estaba de moda entre las nenas de doce años. Lo que yo quiero saber, dijo, es cuándo gana usted por mes.
La charla había tomado una dirección inesperada, eso era algo que nunca le habían preguntado y que no tenía ganas de contestar. Por supuesto, no tenía por qué decir la verdad, pero tampoco atinaba a encontrar una cifra adecuada a las expectativas de su público, un número que no les diera la impresión de ser un hombre rico y tampoco un triste fracasado, un número que tuviera algún tipo de armónica relación con el sueldo que ganaban sus padres. Gustavo sonrió incómodo, tratando de ganar tiempo, siempre estaba esperando una pregunta que lo sacara de la rutina pero no ésta, ojalá surgiera algún elemento de distracción, ojalá pasara algo que le evitara contestar.
Entonces uno de los chicos que estaban sentados en el ala izquierda del semicírculo que lo rodeaba se paró y sacó la mano del bolsillo, pero lo que tenía apretado en su puño no era una birome sino una pistola. Era un chico que no tenía nada de especial, que no llamaba la atención, pero ahora, con la pistola en la mano, se había convertido de pronto en el centro del universo y Gustavo notó que tenía una mancha de color café con leche en el delantal blanco y un rasguño en la mejilla.
Empezó a disparar enseguida. Al día siguiente los diarios informarían al público sobre la marca y el calibre del arma y harían hincapié en la buena puntería del menor, pero en ese momento nadie prestaba atención a ese detalle. El tiempo se volvió lentísimo, como cuando una persona se cae por la calle y alcanza a darse cuenta de cada uno de sus movimientos, percibe la forma exacta en la que va a impactar el cuerpo sobre la vereda, puede prever incluso las zonas de la piel que van a rasparse por la fricción, los huesos que están en peligro, el tamaño de los moretones y sin embargo no puede evitar nada, la suerte está echada, la caída es interminable y al mismo tiempo sucede en un instante. El primer disparo le dio a la chica que había preguntado, la morochita, seguramente porque estaba parada. Enseguida empezó a formarse una mancha roja, espesa, debajo de su cuerpo. Después cayó Gustavo, que no sintió dolor, sino solamente el impacto en el muslo, una maestra gritó cuerpo a tierra y no fue una buena idea, porque el chico le apuntó a ella y apuntó después hacia abajo, hacia algunos de los cuerpos que habían comenzado a acostarse sobre el piso de madera, pero por suerte no todos estaban obedeciendo la orden, los gritos eran feroces, agudos, ensordecían, en una enorme oleada el mar de chicos corría hacia la puerta y también las maestras y la bibliotecaria y algunos padres y madres, el chico del rasguño en la mejilla se detuvo para cargar su arma, los demás se agolpaban en la puerta, muchos alcanzaron a escaparse, el tirador siguió con su tarea disparando sin apuntar hacia la aglomeración de cuerpos que se empujaban en la puerta de la biblioteca y cuando se detuvo para cargar por segunda vez Gustavo empezó a escuchar no el silencio pero sí la asombrosa y brusca reducción del ruido, ahora se escuchaban sólo llantos y los gritos de los heridos, la palabra mamá repetida muchas veces en distintos tonos, en un tiempo asombrosamente breve todos los que podían hacerlo habían salido de la biblioteca, enseguida llegaría la policía, y con la pistola otra vez en funciones el tirador se fue acercando a cada uno de los heridos para rematarlo de un tiro en la cabeza. La chica morochita, que ya no lloraba ni gritaba, se sacudió con el impacto. La maestra intentó decir algo pero no tuvo tiempo. Las detonacionas no sonaban como explosiones, hacían apenas un ruido pequeño y seco, el chico se sacudía hacia atrás.
Gustavo Manzone sentía el latido sordo de su muslo derecho como una serie de rítmicos martillazos de sangre. Con la mano comprimía la herida con fuerza tratando de detener la hemorragia. Había intentado ponerse de pie pero la pierna no lo sostenía. Calculó que la bala le había partido el fémur. Debía estar bajo el efecto del shock, pensó, porque el dolor no era terrible, estaba ahí, presente, pero todavía no se había apoderado de todo. De alguna manera consiguió reunir todo su encanto personal en una sonrisa y cuando el chico miró hacia él le habló con una voz que intentaba ser firme, parece que no te gustaron mucho mis cuentos, le dijo, tratando de poner en su tono el brillo y la alegría de una broma, más un toque de admiración.
El chico lo miró con curiosidad.
- Usted es el escritor -dijo, como si recién se diera cuenta. -El escritor Gustavo Manzone. El de los “Cuentos terroríficos”.
- Claro, dijo Gustavo. Soy yo. - Y su sonrisa se hizo todavía más luminosa.
- En realidad, sí, leí uno. -dijo el chico, sin dejar de apuntarlo con su arma- Estaba bueno.
- ¿Y no te gustaría ser personaje de uno de mis cuentos? ¿No te gustaría que escriba una historia con vos de personaje principal?
El chico lo miró con curiosidad.
- No sé -le dijo- Nunca lo había pensado.
Se acercó hasta donde estaba Gustavo, semi incorporado, sosteniéndose erguido con los brazos. Le apoyó la pistola en la oreja derecha y disparó.

1 comentario:

Fogel dijo...

Algunas veces uno deja un comentario por pura amabilidad, este es por absoluta necesidad: Estoy asombrado.

UN abrazo para ti, muy bueno las idea de tu blog, y hazle saber a Ana que su cuento me ha sorprendido,(lo que no es poco). No me pasa muy a menudo.

Saludos