
Porque la autonombrada Murasaki Shikibu no recreó los juegos de alcoba de la corte de la emperatriz Akiko, como haría en su respectiva corte la también precursora de la crónica, contemporánea de Murasaki: Sei Shonagon. La rivalidad entre ambas escritoras, sin embargo, no tiene que ver con una pugna de talentos o de cabelleras… ¡sino con la belleza de su caligrafía!, y es que en el Japón de la era Heian (siglo X de los occidentales, plena Edad Media) una hermosa letra podía, según se advierte en la novela misma de Murasaki, enloquecer de pasión a un hombre… aún desconociendo el rostro de la calígrafa. La poeta, sin embargo, no recrea la historia en su tiempo, aunque sin ir demasiado lejos pues la historia de Genji, transcurre en la misma era, un par de siglos atrás- se mencionan en la novela instrumentos musicales y otros aditamentos, descontinuados ya para los tiempos de Murasaki-. No es descabellado pensar, sin embargo, que para recrear a su héroe, la autora se haya inspirado en alguno de los galantes caballeros de suntuosos kimonos y petrificados peinados a quienes la respetable viuda jamás correspondió, contrario de la muy traviesa Shonagon. Se ha rumoreado también, como en el caso del mismísimo Shakespeare, que Shikibu era un colectivo corintelladiano de calígrafos (varones, por supuesto); que tal hazaña literaria no pudo haber sido emprendida por una sola y delicada mano. Para quienes han pretendido arrebatarle la maternidad del género novelístico, ha sido decepcionante descubrir que si bien es cierto que Murasaki no fue autora única de la saga de Genji, la cual suma cientos y cientos de cuartillas, fue Daini no Sami, la hija mayor de Murasaki que tuvo solo dos hijas, quien contribuyó al término de la misma. A través de los siglos, esta obra monumental ha deslumbrado a los más grandes autores y severos críticos, desde Proust hasta Marguerite Yourcenar, pasando por Octavio Paz y el mismísimo Harold Bloom, que la ha equiparado con Homero y con Shakespeare. Virginia Woolf también escribió sobre Murasaki, aunque dicho texto no ha sido publicado todavía en español.
Se desconoce el año exacto del nacimiento de Murasaki Shikibu aunque se calcula tuvo lugar en 978, mediados del periodo Heian, en la entonces capital de Japón, Kyoto, “ciudad de Paz y Tranquilidad”, aunque no se sabe si fue cuando los cerezos habían perdido la flor, durante el incomparable tintineo del grillo de otoño o cuando los ciruelos estaban embriagados de fragancia. Se ignora también su verdadero nombre, pero el segundo debió ser Tometoki, que era el de su padre, poeta fallido pero erudito que desempeñaba funciones de shikibu, esto es, custodio del departamento de ritos, de donde tomó su seudónimo la poeta.

¿Por qué presiento que la misma descripción es lícita para la autora de la novela, asimismo llamada Murasaki?

Tometoki nunca dejó de lamentar que Murasaki no fuera varón, lo que no significa que no la no la amara o no se enorgulleciera de ella, al contrario: consideraba que como mujer le estarían vedados los medios para explotar sus múltiples talentos, y esa angustia se agudizó durante su convalecencia. El enternecedor miedo del padre por el destino de la hija desamparada es una historia típica en los textos de Murasaki. La desamparada niña genio de la era Heian no tuvo más remedio que aceptar la propuesta matrimonial del joven Fujiwara no Nobutaka, descendiente como ella del clan imperial. Tuvo mucha suerte, sin embargo, pues Nobutaka era un hombre inteligente y sensible que llegó a sentirse muy orgulloso de su mujer. Murasaki daría a su esposo dos hermosas hijas y fue muy feliz en su matrimonio con el noble de Kyoto, ciudad a la que retornaría tras su boda. Pero muy breve sería la dicha pues Fujiwara moriría a consecuencia de una epidemia que azotó al Japón.
Devastada, la viuda dejaría a sus hijas al cuidado de la emperatriz Akiko, parienta suya, y se retiraría a un templo con la idea de convertirse en monja donde, como la Tercera Princesa, desdichada esposa de Genji que incurre en una infidelidad casi accidental, se hace cortar tres rizos de la frente –tonsurar, llamaban a ese acto más bien simbólico - pero conservando su cabellera como cascada de tinta violeta, atributo femenino al que los bonzos suelen ser muy sensibles. Eso sí: al ordenarse, las monjas no se salvan de usar sombríos atuendos y dar la espalda a la vida mundana. Los bonzos la admiten cordialmente y Murasaki es feliz también en esta etapa de su vida consagrada a la oración, la reflexión, la contemplación y el estudio... sí, como nuestra Sor Juana, con quien guarda más de una semejanza. Excepto una gatita china sobre el regazo. Esta vivencia espiritual preñaría a su héroe, Genji, quien en un momento de la novela, tras serle arrebatadas las vidas de su amante y de su esposa, y tras una vida “disipada” y “galante”, considera seriamente la posibilidad de abrazar la vida monástica: “Nuestras vidas son más frágiles que el rocío suspendido en la luz de la mañana”, diría el desconsolado Genji.

Habiendo otorgado voto de castidad en memoria de su esposo, Murasaki sería una espectadora complacida y feliz de las intrigas y pasiones suscitadas en torno suyo, pasándolas por el tamiz de su pincel color violeta: enamoramientos y desenamoramientos, desvergonzadas mangas que alientan fantasías lascivas en muchachitos, sospechas de bastardía (como le ocurrirá al mismísimo Genji con su hijo más pequeño), admiradores que se cuelan de noche a las habitaciones de la dama, viudas que no se percatan de estar siendo cortejadas por el hermano de su difunto marido: “Genji danzó Las olas del mar azul siendo su pareja To no Chujo. Por su belleza y talento este último sobrepasaba en mucho la medianía, pero ante Genji parecíase a un pino silvestre creciendo al lado de un cerezo en flor (…) Jamás los espectadores vieron ademanes más delicados y movimientos de cabeza tan exquisitos.” (“Koyo-Setsu”, Capítulo Séptimo, Genji monogatari, José J. de Olañeta Editor, traducción del japonés: Fernando Hutiérrez, Mallorca, España, 2004, p. 183).
“…se me considerará cronista de escándalos, pero no puedo evitarlo…”, se conduele la poeta, a quien su formación budista dotó de una virtud escasa en el encantador Genji: modestia, lo cual no la pone a salvo de quienes confunden esta con pedantería. Más adelante volverá a lamentarse: “Una descripción de los vestidos de la gente suele hacerse molesta, pero en una historia lo primero a contar sobre los personajes es, invariablemente, lo que llevan (…)” (p. 174). Con todo creará un impresionante fresco poético que terminará influyendo poderosamente en el arte pictórico de su tiempo. No podía ser de otro modo, en un medio tan fastuoso que solo tiene parangón con el imperio chino. Eran, la china y la japonesa, únicas civilizaciones que podía permitirse llamarse así, lo que no significa que no se hayan permitido ser supersticiosos, si bien Genji presenta un espíritu anticipadamente ilustrado, es decir, escéptico: “Estas cosas espantables, increíbles, ¿llegaban a suceder en la vida real?”, se pregunta el príncipe cuando todo indica que sus dos amadas han muerto a consecuencia de un mal espíritu (p. 237). Ambos volúmenes de La novela de Genji están poblados de cuerpos poseídos por espíritus malignos, rituales mágicos e ideas fantásticas y fabulosas sobre la vida y los sueños.
“… suceden muy extrañas cosas cuando un corazón está resuelto…”, escribe Murasaki, sin imaginar que se trata de la síntesis perfecta de lo que más tarde se conocería como novela. La de Genji es la historia de un corazón siempre resuelto… y revuelto, que por lo mismo se embarca en las más extravagantes aventuras, desde adoptar a la niñita de la que se enamora para esperar a que crezca y desposarla, hasta cortejar a la más vieja y patética dama de su corte. Genji es lo que hoy denominaríamos un joven inmaduro, poco sabio pero versado en las artes de la danza, la caligrafía…y la ciencia del alma femenina. Casi nunca se ve orillado a envalentonarse, en cambio, disfruta el ritual del peinado bajo las delicadas manos de Myobu. Se permite derramar dulces lágrimas. Que Murasaki Shikibu experimenta afecto y condescendencia por su personaje, es evidente. Su actitud es la de una madre enternecida para con los tropiezos sentimentales de su hijo, y sin duda padece cuando, dejando atrás la juventud, Genji, padre de dos hijos, uno de los cuales todos creen su hermano –y otro más es justo su antítesis: un hombre fiel y pacífico-, ha de pagar sus errores juveniles y, sobre todo, su necedad de meterse en escollos de manera infantil: “(…) No tenía carácter para olvidar jamás a aquellas que una sola vez le habían enamorado (…) En general nos atrae lo desconocido. Genji se inclinaba a enamorarse más de aquellas de quienes menos entusiasmo recibía (…)” (p.p 157, 257).
Genji reproduce una discusión entre varones sobre la naturaleza femenina en la que el protagonista, aún joven e inexperto, asiste en calidad de aprendiz. Es probable que Murasaki se haya inspirado en conversaciones reales entre los caballeros de la corte: “(…) existen damitas preciosas pudriéndose detrás de muros cubiertos de enredaderas que ningún jardinero ha podado jamás (…)” Algunos de estos comentarios bien pudieron haber sido inspirados en la propia Murasaki y reproducidos por la misma, un poco a manera de castigo sobre quienes la juzgaron con tal ligereza: “(acaban) encerrándose en un monasterio como una heroína de novela (sic, de la traducción de Roca Ferrer) (…) Si de mujeres se trata (y lo mismo puede afirmarse de los hombres), no hay nada peor que la que, con cuatro conocimientos a cuestas, pretende lucirlos a todas horas. Nunca tuve por recomendable una mujer empapada de las Tres Historias y los Cinco Clásicos, aunque he de confesar que la ausencia total de cultura tampoco me atrae (…) ¡Las hay que emborronan sus cartas con letras chinas hasta el extremo de que parecen escritas por un hombre! (…) Luego están las que se creen poetas, y aprenden de memoria antologías enteras… Cuando redactan sus cartitas, son incapaces de escribir una frase sin aludir a los clásicos, vengan o no a cuento. Y lo peor del caso es que esperan que el que les contesta haga lo mismo (…)”
Genji, cuyo nombre significa príncipe resplandeciente, no es el príncipe heredero pero sí el más amado hijo del Emperador, fruto de sus amores con la más hermosa concubina que ha conocido la corte. Genji, sin embargo, no puede aspirar al trono, más por un sentido de justicia de su padre que está consciente de que tal honor corresponde a su hijo legítimo, procreado este con la emperatriz Kokiden, cubre a Genji de privilegios que le permiten, a un tiempo, recibir trato de príncipe y participar de la vida civil que le facilita el trato carnal y las aventuras sentimentales con hermosas plebeyas y alguna aristócrata. Pero para él, como para Casanova, cada mujer es muy especial. Cada cual posee una muy particular esencia, misterio y características que las vuelven atractivas por ellas mismas, hasta la horrible princesa de roja trompa a la que corteja sin tregua, “la desdichada flor florecía más intensamente”. En medio de sus correrías, en las que la relación sexual se consuma pudorosamente, entre intercambios de cantos, versos, escritos o dialogados, quien permanece es la pequeña Murasaki, a quien Genji, con sus propias manos, le construye la más maravillosa casa de muñecas que imaginar se pueda: “Si la niña hubiera sido realmente su hija, los convencionalismos no le hubieran permitido vivir mucho tiempo con ella en esta completa intimidad.” (p. 155).
Resulta poco probable que Murasaki haya elaborado esta obra de arte para otros ojos que no fueran los de su Señora y altos funcionarios de la corte, aunque también dejó un voluminoso tomo de poesía y un Diario. Los legajos de Genji monogatari no aparecieron sino hasta casi un siglo más tarde de haber sido redactados, aunque no fue sino hasta el siglo XV occidental que se localizó el manuscrito completo, lo que nos lleva a concluir que el texto pasó por diversos retoques, omisiones y re interpretaciones erróneas ya que se encuentra escrito en kana, esto es, un sistema de escritura inspirado en los caracteres chinos -para los japoneses del Heian, hay que insistir, el chino era como el griego para los romanos y el latín para los renacentistas-. Este sistema consta de cuarenta y seis signos compilados en dos diacríticos suplementarios. Se piensa que la primera versión completa, traducida al inglés por Arthur Waley (primera lengua a la que se traduciría íntegra) se publicó entre 1924 y 1933, causando conmoción entre la crítica y los lectores británicos. La mayoría de las recientes ediciones españolas de esta obra, como los tres voluminosos tomos publicados por Destino, han sido tomadas de la traducción inglesa y no del original, pero la traducción de Waley, calificada de “perfecta” debido a que el traductor hizo de esta obra la razón de su vida, es, me atrevo a afirmar, la más próxima al original. Para muestra este botón: “(…) Comenzó a llover; un viento frío soplaba de la montaña, trayendo consigo el rumor de una cascada, era en un dulce chapaleo, era en un poderoso fragor. El canto monótono de los sutra elevábase y descendía con languidez, mezclándose con los otros rumores. Todo esto hubiera sumido en la melancolía a temperamentos menos impresionables. ¡Qué decir del príncipe Genji, tendida sobre su lecho, haciendo y deshaciendo proyectos sin cesar!” La versión castellana de Roca Ferrer, sin embargo, adolece de afrancesamientos inexplicables que debilitan la verosimilitud de la historia, que chocan a quienes están conscientes de que los nipones de la época no podían estar familiarizados con la lengua franca.
La tumba de la poeta nacional de Japón, la Sor Juana nipona, ubicada en un templo budista de Kyoto, Rozanji, donde se cree estuvo recluida, sigue siendo rigurosamente visitada tanto por los naturales devotos como por los turistas.
2 comentarios:
"ESTE LADO DEL TEATRO" SOLO POR CODIGO DF
http://www.codigoradio.cultura.df.gob.mx/index.php/nuestra-programacion-codigo-df/este-lado-del-teatro
eve, gracias por traer a la trenza a la colometa, conocía poco de su vida, ha sido un placer leer lo que sabes de ella, gracias de nuevo y feliz año.
besos
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