Este texto es uno de los 33 ensayos biográficos del libro La nueva ciudad de las damas, primer tomo de "trenzas" publicado por Difusión Cultural de la UNAM. Proximamente.
Para Paco Prieto
La creación es el espejo donde Dios se observa. Los humanos creadores son chispas divinas.
HVB
Décima de diez hijos, llegada al mundo cuando ya nadie la echaba de menos, Hildegard, copo de nieve, fue recibida sin alharacas por parte de Hildebert, su padre, caballero de noble origen, y su madre, la ya muy cansada Mechtild. Era el 16 de septiembre de 1098, otoño especialmente gélido en Bermersheim, valle del Rin (Alemania). Es probable, incluso, que la nenita de un palidísimo rubio y desangelados ojos azules se haya criado entre bestezuelas del campo, cobijada por la naturaleza, hasta el día en que, recién cumplidos cinco añitos, le dijo a su nodriza: “¡Mira, Gretchen, mira qué hermosa ternera hay dentro de esa vaca!... ¡Pero claro que la puedo ver, Gretchen!, es blanca con manchitas en la frente, las patas y el lomo…
La décima hija se volvió motivo de inquietud para sus padres al serles relatada por la nodriza, con pelos y señales, cómo la profecía de la pequeña se había cumplido pues el ternerillo nació exacto al por ella descrito: había podido ver al interior de la vaca. Era Hildegard una nena enfermiza, proclive a toses, muy amiga de piojos y a quien el queso no parecía hacerle provecho. Es posible, incluso, que sus padres estuvieran resignados ya a que no llegaría a adulta. Contaba ocho años cuando la acometieron voraces fiebres. Dicen que entre un paño húmedo y otro suplicaba ser consagrada al Señor pero hay quienes afirman que la razón por la que su padre llevó en brazos a la ya agonizante Hildegard hasta la ermita de Disibordenberg, era que entonces los monasterios prestaban servicios hospitalarios y las monjas benedictinas fungían como curanderas y parteras. Esto, hay que señalarlo, cambiaría radicalmente dos siglos más tarde cuando la medicina practicada por mujeres se proscriba bajo cargos de brujería.
Disibodenberg, fundada cuatro siglos atrás por el monje irlandés san Disibod, ubicado en la fractura de entre ríos Glon y Nahe, estaba a cargo de una sabia mujer de nombre Jutta de Sponheim. Fue ella quien recibió a la pequeña moribunda y, dicen, apenas tomar el cuerpecito en brazos, este se reanimó… como si en Jutta hubiera encontrado Hildegard a su verdadera madre. Su madre espiritual. Hildebert vio en ello una señal y cedió a su hija pequeña a Disibodenberg. Hildegard se desarrollaría, a partir de ese instante, como un roble bajo la amorosa vigilancia de Jutta, a quien se referiría como la magistra, y hasta el azul de sus ojos adquirió una tonalidad cerúlea. En 1115, Hildegard tomaría el velo de las manos del obispo Otto de Bamberg. A partir de entonces habitaría una celda, pequeño recinto de piedra con una pequeña ventana a través de la cual se comunicaba y recibía los alimentos.
Merced de la magistra, aprendió Hildegard todo lo que una monja debía aprender, empezando por las primeras letras… en latín. Jamás aprendió a escribir en alemán, Jutta no lo consideró necesario. Se le enseñó, en cambio, a curar enfermos, pero no composición musical, eso no esta incluido en los conocimientos formales de una monja, “(…) apenas tenía conocimiento de las letras, tal y como me enseñó la mujer iletrada. Pero también compuse cantos y melodías en alabanza a Dios y a los santos sin enseñanza de ningún hombre y los cantaba sin haber estudiado nunca ni neumas ni canto.” Esa sería toda la universidad de la futura Hildegard von Bingen. Esa, y el fuego que penetraba en su cerebro como suave lluvia (sic). A decir de Victoria Cirlot, la más autorizada estudiosa de la santa en nuestra lengua, la de Hildegard era una comprensión “otra” que nada tiene que ver con la humana, gramatical y sintáctica. Sería Jutta la primera en escuchar de sus labios lo consciente que era de su singularidad desde la más temprana edad: “Aún no podía pronunciar palabra cuando logré que mis familiares comprendieran por medio de sonidos y gestos, que podía ver luces e imágenes provenientes del cielo.”
HVB
Décima de diez hijos, llegada al mundo cuando ya nadie la echaba de menos, Hildegard, copo de nieve, fue recibida sin alharacas por parte de Hildebert, su padre, caballero de noble origen, y su madre, la ya muy cansada Mechtild. Era el 16 de septiembre de 1098, otoño especialmente gélido en Bermersheim, valle del Rin (Alemania). Es probable, incluso, que la nenita de un palidísimo rubio y desangelados ojos azules se haya criado entre bestezuelas del campo, cobijada por la naturaleza, hasta el día en que, recién cumplidos cinco añitos, le dijo a su nodriza: “¡Mira, Gretchen, mira qué hermosa ternera hay dentro de esa vaca!... ¡Pero claro que la puedo ver, Gretchen!, es blanca con manchitas en la frente, las patas y el lomo…
La décima hija se volvió motivo de inquietud para sus padres al serles relatada por la nodriza, con pelos y señales, cómo la profecía de la pequeña se había cumplido pues el ternerillo nació exacto al por ella descrito: había podido ver al interior de la vaca. Era Hildegard una nena enfermiza, proclive a toses, muy amiga de piojos y a quien el queso no parecía hacerle provecho. Es posible, incluso, que sus padres estuvieran resignados ya a que no llegaría a adulta. Contaba ocho años cuando la acometieron voraces fiebres. Dicen que entre un paño húmedo y otro suplicaba ser consagrada al Señor pero hay quienes afirman que la razón por la que su padre llevó en brazos a la ya agonizante Hildegard hasta la ermita de Disibordenberg, era que entonces los monasterios prestaban servicios hospitalarios y las monjas benedictinas fungían como curanderas y parteras. Esto, hay que señalarlo, cambiaría radicalmente dos siglos más tarde cuando la medicina practicada por mujeres se proscriba bajo cargos de brujería.
Disibodenberg, fundada cuatro siglos atrás por el monje irlandés san Disibod, ubicado en la fractura de entre ríos Glon y Nahe, estaba a cargo de una sabia mujer de nombre Jutta de Sponheim. Fue ella quien recibió a la pequeña moribunda y, dicen, apenas tomar el cuerpecito en brazos, este se reanimó… como si en Jutta hubiera encontrado Hildegard a su verdadera madre. Su madre espiritual. Hildebert vio en ello una señal y cedió a su hija pequeña a Disibodenberg. Hildegard se desarrollaría, a partir de ese instante, como un roble bajo la amorosa vigilancia de Jutta, a quien se referiría como la magistra, y hasta el azul de sus ojos adquirió una tonalidad cerúlea. En 1115, Hildegard tomaría el velo de las manos del obispo Otto de Bamberg. A partir de entonces habitaría una celda, pequeño recinto de piedra con una pequeña ventana a través de la cual se comunicaba y recibía los alimentos.
Merced de la magistra, aprendió Hildegard todo lo que una monja debía aprender, empezando por las primeras letras… en latín. Jamás aprendió a escribir en alemán, Jutta no lo consideró necesario. Se le enseñó, en cambio, a curar enfermos, pero no composición musical, eso no esta incluido en los conocimientos formales de una monja, “(…) apenas tenía conocimiento de las letras, tal y como me enseñó la mujer iletrada. Pero también compuse cantos y melodías en alabanza a Dios y a los santos sin enseñanza de ningún hombre y los cantaba sin haber estudiado nunca ni neumas ni canto.” Esa sería toda la universidad de la futura Hildegard von Bingen. Esa, y el fuego que penetraba en su cerebro como suave lluvia (sic). A decir de Victoria Cirlot, la más autorizada estudiosa de la santa en nuestra lengua, la de Hildegard era una comprensión “otra” que nada tiene que ver con la humana, gramatical y sintáctica. Sería Jutta la primera en escuchar de sus labios lo consciente que era de su singularidad desde la más temprana edad: “Aún no podía pronunciar palabra cuando logré que mis familiares comprendieran por medio de sonidos y gestos, que podía ver luces e imágenes provenientes del cielo.”
La música estaba en Hildegard antes de siquiera palpar un salterio. Desde siempre sus oídos estuvieron impregnados de lo que ella denominó “la sinfonía del alma”. Más aún, miraba la música que surcaba el firmamento y se incrustaba, flecha en su pecho, “Mientras el firmamento se mueve –escribiría en Cause et curae (Causas y curas) –emite maravillosos sonidos, pero estamos tan lejos que no podemos escucharlos; hay veces que en el viento alcanzamos a oír levemente esta melodía. El firmamento es como la cabeza del hombre. El sol, la luna y las estrellas son como los ojos. El aire, como el oído. Los vientos, como el olfato. El rocío, como el gusto y los costados de la tierra como los brazos, los pies y el tacto. Las criaturas que existen en el mundo son como el abdomen. La tierra es el corazón que une las partes superior e inferior del cuerpo.” (El lenguaje secreto de Hildegard von Bingen, Verónica Martínez Lira y Alejandra Reta Lira, Editorial Espejo del Viento, FCE, UNAM, México, 2003, traducción de Alejandra Reta Lira, p. CXLVI).
Pero falta mucho para que la robustecida Hildegard se atreva a coger, temblorosa de pulso, una pluma de tinta lapislázuli en la mano derecha y un punzón para borrar en la izquierda, y a escribir sobre la superficie de una como piel de tambor, que era el pergamino. Hildegard, hay que aclarar, no irrumpió nunca en trances violentos y voluptuosos como los de Santa Teresa, acaso porque tenía de su parte las tres fuerzas de la razón (sonido, verbo y aliento) y era lo bastante prudente y sensata para dejarse arrastrar por el entusiasmo y/o la pasión. Sus visiones, que eso son y no sueños, nos dice Cirlot, pertenecen al tipo de las que San Agustín denomina “visión intelectual”, en que la voluntad de la persona no interviene para nada pues se encuentra invadida por la divinidad misma, que es quien realmente ve y oye, por lo que tiene lugar un completo “desconocimiento de sí”. Quienes convivían con ella terminaron por habituarse a lo que, en un principio, llamaron ausencias: súbitos y prolongados silencios en que la monja se instalaba por horas, sin ser perturbada, para a continuación salir de ellos como quien va de un cuarto a otro, llenos de cielo los ojos. Las visiones transcurrían para ella en perfecto estado de vigilia, supongo, como si viera una película a espaldas de los demás. Hildegard, todavía no von Bingen, estaba hecha, ni duda cabe, para la vida contemplativa. Era, según contrastamos en lo que sobre ella misma escribe en una carta con su descripción de los distintos tipos de ser humano en Cause et curae, el prototipo de “la mujer melancólica”: “Piel macilenta, gruesas venas, huesos normales y sangre azulosa. Sus rostros son una mezcla de colores gris y negro. Estas mujeres son curiosas, vacilantes en sus pensamientos y fastidiosas. No son de carácter fuerte, por eso se llena de melancolía. Son más saludables, fuertes y felices sin marido porque éste las agota.” (El lenguaje secreto…, p. CL). Si midiéramos a Hildegard con sus propios parámetros, planteados en Cause et curae, donde remarca la importancia de la concepción en las futuras características de los individuos procreados, era hembra triste, fruto de una unión en la que uno de los conyugues no amaba al otro: semilla débil.
Próxima a cumplir cuarenta años, Hildegard no se atreve a tomar aún pluma y punzón. Le tiene terror a esa forma de expresión pues, sabe bien, la palabra es a menudo arma y/o vehículo del demonio, “Pero yo, aunque viese y escuchase estas maravillas, ya sea por la duda, la maledicencia o la diversidad de las palabras humanas, me resistí a escribir, no por pertinacia sino por humildad (…)” Sus actividades, hasta entonces, deben haber sido estrictamente las de una esposa de Dios: un poco curandera. Debe haber considerado que sería la más viable sustituta de su magistra, pero apenas morir Jutta, el 22 de diciembre de 1136, Hildegard no sale de su pasmo cuando se le elige nueva magistra de Disinbodenberg. Acoge el privilegio más con resignación y sentido del deber que con alegría. Quienes la conocieron coinciden en que el mayor de sus dones era la modestia, la que por desgracia no parecía abundar a su alrededor, a juzgar por las traiciones y abandonos por parte de sus hermanas en Dios que Hildegard lamenta en algunas de sus cartas. No se queja, sin embargo, de quienes le dan la espalda o se mofan de ella, sino, antes bien, y por decirlo con palabras actuales, los psicoanaliza: “(…) los que desean terminar las obras de Dios siempre deben atender a que son recipientes de barro, puesto que son hombres, y siempre deben mirar lo que son y lo que serán. Deben dejar lo celeste a quien es celeste, pues ellos mismos son exiliados que desconocen lo celeste. Cantan los misterios de Dios como una trompeta que ni da ni produce sonido si no es porque alguien sopla para que devuelva el sonido (…)Dios siempre azota a los que tocan su trompeta por sí mismos (…)” (Vida y visiones de Hildegard von Bingen, Siruela, Biblioteca medieval, Madrid, 2001, edición y traducción de Victoria Cirlot, p. p 134, 135)
La nueva magistra empieza a ser acosada por la conminación divina de escribir cuanto ve durante sus trances. Hildegard, quien de por sí carga una enorme responsabilidad sobre los hombros, se siente sobrecogida, rebasada por el encargo: ¿Cómo esperas, Señor, que yo, insignificante mujer, pequeña forma, usurpe pluma y punzón?” Su primera reacción es evadirse, pero Dios “la castiga” mediante fiebres y otras linduras, hasta que Hildegard, hirviendo aun, manda llamar a su secretario Volmar y a una hermana de su absoluta confianza, Richardis von Stade, para que se le asista en tan delicada misión y se le provea de los instrumentos necesarios. Apenas tocar la pluma, dicen, Hildegard escribe, escribe, escribe y escribe como nacida docta, y sus auxiliares optan, un tanto apabullados, por dejarla sola, inmersa en la poesía que su pluma derrama sin parar, desangrándose (el punzón, afirman, raras veces fue afilado).
Pero falta mucho para que la robustecida Hildegard se atreva a coger, temblorosa de pulso, una pluma de tinta lapislázuli en la mano derecha y un punzón para borrar en la izquierda, y a escribir sobre la superficie de una como piel de tambor, que era el pergamino. Hildegard, hay que aclarar, no irrumpió nunca en trances violentos y voluptuosos como los de Santa Teresa, acaso porque tenía de su parte las tres fuerzas de la razón (sonido, verbo y aliento) y era lo bastante prudente y sensata para dejarse arrastrar por el entusiasmo y/o la pasión. Sus visiones, que eso son y no sueños, nos dice Cirlot, pertenecen al tipo de las que San Agustín denomina “visión intelectual”, en que la voluntad de la persona no interviene para nada pues se encuentra invadida por la divinidad misma, que es quien realmente ve y oye, por lo que tiene lugar un completo “desconocimiento de sí”. Quienes convivían con ella terminaron por habituarse a lo que, en un principio, llamaron ausencias: súbitos y prolongados silencios en que la monja se instalaba por horas, sin ser perturbada, para a continuación salir de ellos como quien va de un cuarto a otro, llenos de cielo los ojos. Las visiones transcurrían para ella en perfecto estado de vigilia, supongo, como si viera una película a espaldas de los demás. Hildegard, todavía no von Bingen, estaba hecha, ni duda cabe, para la vida contemplativa. Era, según contrastamos en lo que sobre ella misma escribe en una carta con su descripción de los distintos tipos de ser humano en Cause et curae, el prototipo de “la mujer melancólica”: “Piel macilenta, gruesas venas, huesos normales y sangre azulosa. Sus rostros son una mezcla de colores gris y negro. Estas mujeres son curiosas, vacilantes en sus pensamientos y fastidiosas. No son de carácter fuerte, por eso se llena de melancolía. Son más saludables, fuertes y felices sin marido porque éste las agota.” (El lenguaje secreto…, p. CL). Si midiéramos a Hildegard con sus propios parámetros, planteados en Cause et curae, donde remarca la importancia de la concepción en las futuras características de los individuos procreados, era hembra triste, fruto de una unión en la que uno de los conyugues no amaba al otro: semilla débil.
Próxima a cumplir cuarenta años, Hildegard no se atreve a tomar aún pluma y punzón. Le tiene terror a esa forma de expresión pues, sabe bien, la palabra es a menudo arma y/o vehículo del demonio, “Pero yo, aunque viese y escuchase estas maravillas, ya sea por la duda, la maledicencia o la diversidad de las palabras humanas, me resistí a escribir, no por pertinacia sino por humildad (…)” Sus actividades, hasta entonces, deben haber sido estrictamente las de una esposa de Dios: un poco curandera. Debe haber considerado que sería la más viable sustituta de su magistra, pero apenas morir Jutta, el 22 de diciembre de 1136, Hildegard no sale de su pasmo cuando se le elige nueva magistra de Disinbodenberg. Acoge el privilegio más con resignación y sentido del deber que con alegría. Quienes la conocieron coinciden en que el mayor de sus dones era la modestia, la que por desgracia no parecía abundar a su alrededor, a juzgar por las traiciones y abandonos por parte de sus hermanas en Dios que Hildegard lamenta en algunas de sus cartas. No se queja, sin embargo, de quienes le dan la espalda o se mofan de ella, sino, antes bien, y por decirlo con palabras actuales, los psicoanaliza: “(…) los que desean terminar las obras de Dios siempre deben atender a que son recipientes de barro, puesto que son hombres, y siempre deben mirar lo que son y lo que serán. Deben dejar lo celeste a quien es celeste, pues ellos mismos son exiliados que desconocen lo celeste. Cantan los misterios de Dios como una trompeta que ni da ni produce sonido si no es porque alguien sopla para que devuelva el sonido (…)Dios siempre azota a los que tocan su trompeta por sí mismos (…)” (Vida y visiones de Hildegard von Bingen, Siruela, Biblioteca medieval, Madrid, 2001, edición y traducción de Victoria Cirlot, p. p 134, 135)
La nueva magistra empieza a ser acosada por la conminación divina de escribir cuanto ve durante sus trances. Hildegard, quien de por sí carga una enorme responsabilidad sobre los hombros, se siente sobrecogida, rebasada por el encargo: ¿Cómo esperas, Señor, que yo, insignificante mujer, pequeña forma, usurpe pluma y punzón?” Su primera reacción es evadirse, pero Dios “la castiga” mediante fiebres y otras linduras, hasta que Hildegard, hirviendo aun, manda llamar a su secretario Volmar y a una hermana de su absoluta confianza, Richardis von Stade, para que se le asista en tan delicada misión y se le provea de los instrumentos necesarios. Apenas tocar la pluma, dicen, Hildegard escribe, escribe, escribe y escribe como nacida docta, y sus auxiliares optan, un tanto apabullados, por dejarla sola, inmersa en la poesía que su pluma derrama sin parar, desangrándose (el punzón, afirman, raras veces fue afilado).
Habría pues, a decir de su segundo hagiógrafo, el que no la conoció, Theoderich von Echternach, de armarse con el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios. Armada de pluma y punzón, continúa von Echternach, Hildegard, querubín de fuego, no solo ahuyenta a los demonios sino que los aterroriza con su chispa divina. La escritura del que sería su primer libro, Scivias, le lleva a la futura santa cerca de diez años pues ni por un minuto descuida sus labores al frente de Disibodenberg, sin contar sus continuas recaídas que ella atribuye al látigo de su dictador (jamás acepta la autoría intelectual de sus maravillosos escritos, aunque sí la de sus composiciones musicales, perfectas asimismo).
Scivias es, sin duda, uno de los documentos medievales más hermosos, reveladores y, sobre todo, avanzados para su tiempo. Se trata de algo similar a sueños interpretados, en realidad visiones, o la descripción e interpretación de las visiones propias que la llevan a la zona limítrofe entre filosofía y sabiduría, algo prematura y asombrosamente próximo a la psicología, por no afirmar que era eso, ni más ni menos. Escribiría Hildegard en carta de 1175, en respuesta a la curiosidad del monje Guibert que le hace llegar un cuestionario con 35 complejísimas preguntas sobre asuntos teológicos: “(…) simultáneamente veo y oigo y sé, y casi en el mismo momento aprendo lo que sé. Lo que no veo, lo desconozco, puesto que no soy docta (…) Lo digo con las palabras latinas sin pulir como las sigo en la visión, pues en la visión no me contemplo, toda tristeza y todo dolor es arrinconada en la memoria, de forma que adquiriera las maneras de una simple niña y no de una mujer vieja.” (Vida y visiones…p. 152). Una de las profecías cumplidas de la sibila, por cierto, es la que, sin querer, ejecutaría su prodigiosa pluma: “(…) los escritos futuros que salgan de éste, serán mejores y más intensos que los precedentes”. Por otra parte, y a petición de su abad y hermanos, redacta la vida de San Disibod, muerto en 1011 y que tiene en común con Hildegard una despierta inteligencia, de origen divino, dicen, que lo lleva, con poca educación, a ejercer como canciller y Primado de Alemania.
Hildegard, copo de nieve, se dedicaría a escribir y a componer cantos por el resto de lo que sería una vida extraordinariamente longeva para una mujer del siglo XII, más teniendo en cuenta sus continuos achaques que derivaron en periodos de invalidez y ceguera. Legitimar su escritura ante los altos prelados pareciera, a la luz de aquellos tiempos oscurantistas, tiempos de Cruzadas y Herejías, cosa harto delicada, pero Bernardo de Clairvaux, preceptor de la abadesa, y el papa en turno, Eugenio III, resultan ser hombres sensibles, si no al arte de la religiosa, sí a la sabiduría y dulzura que destilan sus palabras. Dicen que los ojos de Su Santidad cristalizaron cuando dio lectura a fragmentos de Scivias ante una comisión de teólogos, durante el sínodo de Trier. Posterior a la favorable reacción de estos, el Papa procede a redactar, de su puño y letra, una carta para la que ya empiezan a llamar Sibila del Rin, instándola a dar forma a sus visiones. Esta primera carta da pie a una fluida correspondencia entre el Santo Padre y la paupercula forma feminea, como insiste en autodesignarse Hildegard, quien le escribe a su distinguido correspondiente, en carta de 1148: “(…) Aquella escritura (Scivias) ya está terminada, pero la luz no me abandona, sino que arde en mi alma como lo ha hecho desde mi infancia.” Se lamenta a continuación de que no todos los hombres de letras tomen en serio sus escritos: “(…) muchos hombres prudentes, de terrenales entrañas, desperdician esto en la inconstancia de sus espíritus, debido a que ha salido de una pobre forma que fue hecha de una costilla y que no ha sido enseñada por filósofos.” (Vida y visiones…, p. 117). No obstante lo anterior, su hagiógrafo deja constancia de “cierto filósofo” (no especifica nombre) que termina venerando la palabra de Hildegard tras una visita que hiciera a esta y a sus hermanas, movido por la curiosidad. Tras su primera conversación con Hildegard, el filósofo terminó enjuagando lágrimas con el velo de la santa: “… Y aquel hombre, de nombre tan elevado, pidió ser enterrado con nosotras”, relataría Hildegard.
Las visiones de Hildegard, como toda ella, están por completo apartadas del lugar común en estos casos. Asocia el fuego no con el infierno, sino con Dios. Su cuerpo cae abrasado por fiebres de origen divino y ese fuego parece destinado a interferir entre su ángel y cualesquier demonio que pretenda arrebatársela al Señor: “El amor es fuego inextinguible del que saltan las chispas (scintillae) de la verdadera fe.” La soberbia es para Hildegard el peor de los pecados (pequeña forma, modelo de modestia) porque no fue creado por Dios, no obstante ser Él el creador de todos los demonios, sino que se trata de una emoción gestada al margen de la voluntad divina. La soberbia, por sí misma, es un demonio. Los demonios, explica Hildegard, no harían nada si no fuera por Dios, que así lo quiere. Nada escapa a la voluntad divina, ni las peores catástrofes, ni las más atroces injusticias.
Hildegard sería conminada por el Señor, sin razones del todo claras, a crear su propia orden, emancipándose de la comunidad de Disibodenberg, cosa en lo absoluto fácil, ni para Hildegard ni para sus hermanas y hermanos. Los monjes de la región se oponen a sus propósitos pero, finalmente obtiene la bendición del arzobispo de Mainz para fundarla, justamente en la ciudad que completa su nombre para la posteridad, Bingen. El nuevo monasterio es designado Rupertsberg, nombre lleno de brillo, surgido de la inventiva de la abadesa y no de la voz divina, hay que aclarar. Ahí se trasladarían ella y sus hermanas en 1150. No más celdas de piedra: a partir de ahora, informa Hildegard a sus hermanas, las benedictas dormiremos y cantaremos en espacios abiertos. Ante el fasto y alegría con que las monjas cantoras celebran horas y días consagrados al Señor, no tardarán en hacerse oír voces quejosas, como la de la monja Tengwisch con Andermach, que en una carta reprocha a la abadesa de Rupertsberg: “(…) ha llegado hasta nosotros algo insólito acerca de una costumbre vuestra, y ésta era que vuestras vírgenes estaban en las iglesias los días de fiesta cantando salmos con los cabellos sueltos, y que como adorno llevaban unos velos de seda de un blanco resplandeciente hasta el suelo, y sobre sus cabezas unas coronas de oro con cruces a cada lado y detrás, y en la frente la figura de un cordero bien grabada (…)”, a lo que Hildegard respondería con su habitual dulzura: “Escucha: la tierra suda el verdor de la hierba, hasta que el invierno acaba con él. Y el invierno se lleva la belleza de esa flor y oculta su verdor, pero no puede mostrarse como si siempre hubiera estado seca porque el invierno se lo haya arrebatado. Por esto, la mujer no debe crecerse en su cabellos, ni adornarse ni llamar la atención con coronas ni cosas de oro, si no es por voluntad de su marido y para complacerle en su justa medida.” (Vida y visiones, p.p 125 y 127).
¿Qué mejor atuendo para vírgenes que entonan cantos como éste?
Oh frondosa rama,
que estás en tu nobleza
como cuando sale la aurora:
regocíjate y alégrate,
y dígnate a liberarnos
a nosotros, frágiles, de la mala costumbre
y tiende tu mano
para levantarnos.
(“Oh frondosa rama”, antífona para la Virgen)
No es que Hildegard sea belicosa, pero como buena soldada del Señor y Su Justa Causa sostiene ardientes pleitos con altos mandos, caso de aquella histórica disputa contra prelados de Mainz que insisten en querer exhumar los restos de un noble excomulgado de los dominios de Rupertsberg, y a los que finalmente la abadesa doblega con palabras dulces pero contundentes, lenguas de fuego. Hildegard, sin embargo, no quiere ser así: se autodefine en una de sus visiones como una criatura ni enardecida ni instruida por la fuerza de los leones, sino débil cual se esperaba de su “fragilidad de costilla” e imbuida en la inspiración mística.
Empieza a alternar su correspondencia con personajes distinguidos, con viajes de predicación, iniciados también por mandato divino, algo asimismo insólito para su tiempo, dirigiendo sus más duros comentarios contra la corrupción del clero y, más duramente aún contra los cátaros, contrarios a la fe católica que pretenden terminar con la hegemonía de esta, si bien oponiéndose rotundamente a que se les pene con muerte. Participa, asimismo, en un par de, llamémosle, exorcismos, aunque sería más correcto afirmar que, como bien dice su hagiógrafo, los demonios huyen horrorizados de su presencia. Fueron en total cuatro viajes, entre los cuales se cuenta muy especialmente aquel donde comparece ante el recién coronado emperador Federico Barbarroja, en el palacio de Ingelheim, cerca de Mainz, en 1154, y ante el que se supone que debió temblar. Pero no. Cuenta el nuevo emperador treinta y años y Hildegard pocos más de cincuenta, y es una mujer bien plantada y bien calzada por su armadura de palabras. No obstante que la abadesa lo ha hecho objeto de críticas a consecuencia de los antipapas por él nombrados, Barbarroja termina tan fascinado con ella como todos los demás, sobre todo después de que Hildegard lo advierte contra peligros muy específicos. Hildegard influye, pues, en la política de su país, y Barbarroja se convierte otro de sus ilustres correspondientes.
“La mujer es el amor del hombre hacia Dios”, señala Hildegard, quien no obstante patentizar su compasión-animadversión por Eva, suele citar con frecuencia a mujeres notables de la Biblia, no en forma tan directa como, por ejemplo, Sor Juana. Es evidente, sin embargo, que Hildegard intenta refrendar la calidad humana (y por ende imperfecta) de la mujer, aunque culpe a Eva de que Adán haya perdido su voz original, que era el canto, afirma la poeta. El canto no es otra cosa que la voz perdida de Adán, la forma más primitiva de hablar: “En la voz de Adán estaba toda la suavidad del sonido de la armonía y de todo el arte de la música, antes de que la perdiera. Y si hubiera permanecido en el estado en que fue formado, la fragilidad del hombre mortal no habría podido soportar la fuerza y la sonoridad de aquella voz” Todo lo que tiene que ver con la institución eclesiástica es feminizado en las visiones de Hildegard. La Iglesia se presenta como suntuosa figura femenina, particularmente en la visión quinta: “…Y allí donde rojeaba como la aurora, extendía su claridad hacia arriba hasta los secretos del cielo, en la que apareció una imagen bellísima de una joven con la cabeza descubierta y cabellos negros, vestida con una túnica roja que se desplegaba en torno a sus pies.” A través de esta visión, Hildegard presencia unos esponsales simbólicos entre la mujer Iglesia y Cristo crucificado. ¿Acaso trata de hacerles ver a sus superiores la importancia de la participación de la mujer en los asuntos del órgano rector de la fe católica?
Para 1168, Hildegard había completado ya la versión definitiva de Scivias, algunos textos sobre medicina y una colección de setenta y ocho cantos que titularía Symphonia armonie celestium revelationum y su obra más notable, Lingua ignota, donde prácticamente crea un lenguaje propio, compuesto por un alfabeto de 23 letras y que, se dice, sería retomada más tarde por quienes la adoptarían como santa patrona: los esperantistas. Aunque lo es también de los lingüistas, de las novicias y hasta de los aficionados al new age. Se afirma incluso que fue la primera en recurrir a métodos homeopáticos para curar. El 17 de septiembre de 1179, el día después de su cumpleaños número ochenta y dos, Hildegard muere en olor a santidad, el mismo que la acompañó en vida: olor a rosas. Tendría, como san Disibod, una muerte tranquila, hermosa. Según afirman quienes rodeaban su lecho al instante de su alma abandonar su cuerpo, una serie de fenómenos celestes tuvieron lugar: dos arcos de colores se extendieron en el firmamento, de norte a sur y de este a oeste e iluminó la pobrecita forma que yacía en el lecho, sonriente, “La claridad cobija a los artistas que aman la tierra y todo lo que en ella habita…”
Aunque desde 1244 se le honra como santa, no fue sino hasta 1940 que se le canonizó formalmente y hay propuestas para nombrarla Doctora de la Iglesia. Sus reliquias descansan en la Iglesia de Eibingen.
NOTA: Para comprender mejor la historia y visiones de santa Hildegard von Bingen, me apoyé en el libro Hildegard von Bingen y la tradición visionaria del Occidente, de Victoria Cirlot, Editorial Herder, Barcelona, 2005
Scivias es, sin duda, uno de los documentos medievales más hermosos, reveladores y, sobre todo, avanzados para su tiempo. Se trata de algo similar a sueños interpretados, en realidad visiones, o la descripción e interpretación de las visiones propias que la llevan a la zona limítrofe entre filosofía y sabiduría, algo prematura y asombrosamente próximo a la psicología, por no afirmar que era eso, ni más ni menos. Escribiría Hildegard en carta de 1175, en respuesta a la curiosidad del monje Guibert que le hace llegar un cuestionario con 35 complejísimas preguntas sobre asuntos teológicos: “(…) simultáneamente veo y oigo y sé, y casi en el mismo momento aprendo lo que sé. Lo que no veo, lo desconozco, puesto que no soy docta (…) Lo digo con las palabras latinas sin pulir como las sigo en la visión, pues en la visión no me contemplo, toda tristeza y todo dolor es arrinconada en la memoria, de forma que adquiriera las maneras de una simple niña y no de una mujer vieja.” (Vida y visiones…p. 152). Una de las profecías cumplidas de la sibila, por cierto, es la que, sin querer, ejecutaría su prodigiosa pluma: “(…) los escritos futuros que salgan de éste, serán mejores y más intensos que los precedentes”. Por otra parte, y a petición de su abad y hermanos, redacta la vida de San Disibod, muerto en 1011 y que tiene en común con Hildegard una despierta inteligencia, de origen divino, dicen, que lo lleva, con poca educación, a ejercer como canciller y Primado de Alemania.
Hildegard, copo de nieve, se dedicaría a escribir y a componer cantos por el resto de lo que sería una vida extraordinariamente longeva para una mujer del siglo XII, más teniendo en cuenta sus continuos achaques que derivaron en periodos de invalidez y ceguera. Legitimar su escritura ante los altos prelados pareciera, a la luz de aquellos tiempos oscurantistas, tiempos de Cruzadas y Herejías, cosa harto delicada, pero Bernardo de Clairvaux, preceptor de la abadesa, y el papa en turno, Eugenio III, resultan ser hombres sensibles, si no al arte de la religiosa, sí a la sabiduría y dulzura que destilan sus palabras. Dicen que los ojos de Su Santidad cristalizaron cuando dio lectura a fragmentos de Scivias ante una comisión de teólogos, durante el sínodo de Trier. Posterior a la favorable reacción de estos, el Papa procede a redactar, de su puño y letra, una carta para la que ya empiezan a llamar Sibila del Rin, instándola a dar forma a sus visiones. Esta primera carta da pie a una fluida correspondencia entre el Santo Padre y la paupercula forma feminea, como insiste en autodesignarse Hildegard, quien le escribe a su distinguido correspondiente, en carta de 1148: “(…) Aquella escritura (Scivias) ya está terminada, pero la luz no me abandona, sino que arde en mi alma como lo ha hecho desde mi infancia.” Se lamenta a continuación de que no todos los hombres de letras tomen en serio sus escritos: “(…) muchos hombres prudentes, de terrenales entrañas, desperdician esto en la inconstancia de sus espíritus, debido a que ha salido de una pobre forma que fue hecha de una costilla y que no ha sido enseñada por filósofos.” (Vida y visiones…, p. 117). No obstante lo anterior, su hagiógrafo deja constancia de “cierto filósofo” (no especifica nombre) que termina venerando la palabra de Hildegard tras una visita que hiciera a esta y a sus hermanas, movido por la curiosidad. Tras su primera conversación con Hildegard, el filósofo terminó enjuagando lágrimas con el velo de la santa: “… Y aquel hombre, de nombre tan elevado, pidió ser enterrado con nosotras”, relataría Hildegard.
Las visiones de Hildegard, como toda ella, están por completo apartadas del lugar común en estos casos. Asocia el fuego no con el infierno, sino con Dios. Su cuerpo cae abrasado por fiebres de origen divino y ese fuego parece destinado a interferir entre su ángel y cualesquier demonio que pretenda arrebatársela al Señor: “El amor es fuego inextinguible del que saltan las chispas (scintillae) de la verdadera fe.” La soberbia es para Hildegard el peor de los pecados (pequeña forma, modelo de modestia) porque no fue creado por Dios, no obstante ser Él el creador de todos los demonios, sino que se trata de una emoción gestada al margen de la voluntad divina. La soberbia, por sí misma, es un demonio. Los demonios, explica Hildegard, no harían nada si no fuera por Dios, que así lo quiere. Nada escapa a la voluntad divina, ni las peores catástrofes, ni las más atroces injusticias.
Hildegard sería conminada por el Señor, sin razones del todo claras, a crear su propia orden, emancipándose de la comunidad de Disibodenberg, cosa en lo absoluto fácil, ni para Hildegard ni para sus hermanas y hermanos. Los monjes de la región se oponen a sus propósitos pero, finalmente obtiene la bendición del arzobispo de Mainz para fundarla, justamente en la ciudad que completa su nombre para la posteridad, Bingen. El nuevo monasterio es designado Rupertsberg, nombre lleno de brillo, surgido de la inventiva de la abadesa y no de la voz divina, hay que aclarar. Ahí se trasladarían ella y sus hermanas en 1150. No más celdas de piedra: a partir de ahora, informa Hildegard a sus hermanas, las benedictas dormiremos y cantaremos en espacios abiertos. Ante el fasto y alegría con que las monjas cantoras celebran horas y días consagrados al Señor, no tardarán en hacerse oír voces quejosas, como la de la monja Tengwisch con Andermach, que en una carta reprocha a la abadesa de Rupertsberg: “(…) ha llegado hasta nosotros algo insólito acerca de una costumbre vuestra, y ésta era que vuestras vírgenes estaban en las iglesias los días de fiesta cantando salmos con los cabellos sueltos, y que como adorno llevaban unos velos de seda de un blanco resplandeciente hasta el suelo, y sobre sus cabezas unas coronas de oro con cruces a cada lado y detrás, y en la frente la figura de un cordero bien grabada (…)”, a lo que Hildegard respondería con su habitual dulzura: “Escucha: la tierra suda el verdor de la hierba, hasta que el invierno acaba con él. Y el invierno se lleva la belleza de esa flor y oculta su verdor, pero no puede mostrarse como si siempre hubiera estado seca porque el invierno se lo haya arrebatado. Por esto, la mujer no debe crecerse en su cabellos, ni adornarse ni llamar la atención con coronas ni cosas de oro, si no es por voluntad de su marido y para complacerle en su justa medida.” (Vida y visiones, p.p 125 y 127).
¿Qué mejor atuendo para vírgenes que entonan cantos como éste?
Oh frondosa rama,
que estás en tu nobleza
como cuando sale la aurora:
regocíjate y alégrate,
y dígnate a liberarnos
a nosotros, frágiles, de la mala costumbre
y tiende tu mano
para levantarnos.
(“Oh frondosa rama”, antífona para la Virgen)
No es que Hildegard sea belicosa, pero como buena soldada del Señor y Su Justa Causa sostiene ardientes pleitos con altos mandos, caso de aquella histórica disputa contra prelados de Mainz que insisten en querer exhumar los restos de un noble excomulgado de los dominios de Rupertsberg, y a los que finalmente la abadesa doblega con palabras dulces pero contundentes, lenguas de fuego. Hildegard, sin embargo, no quiere ser así: se autodefine en una de sus visiones como una criatura ni enardecida ni instruida por la fuerza de los leones, sino débil cual se esperaba de su “fragilidad de costilla” e imbuida en la inspiración mística.
Empieza a alternar su correspondencia con personajes distinguidos, con viajes de predicación, iniciados también por mandato divino, algo asimismo insólito para su tiempo, dirigiendo sus más duros comentarios contra la corrupción del clero y, más duramente aún contra los cátaros, contrarios a la fe católica que pretenden terminar con la hegemonía de esta, si bien oponiéndose rotundamente a que se les pene con muerte. Participa, asimismo, en un par de, llamémosle, exorcismos, aunque sería más correcto afirmar que, como bien dice su hagiógrafo, los demonios huyen horrorizados de su presencia. Fueron en total cuatro viajes, entre los cuales se cuenta muy especialmente aquel donde comparece ante el recién coronado emperador Federico Barbarroja, en el palacio de Ingelheim, cerca de Mainz, en 1154, y ante el que se supone que debió temblar. Pero no. Cuenta el nuevo emperador treinta y años y Hildegard pocos más de cincuenta, y es una mujer bien plantada y bien calzada por su armadura de palabras. No obstante que la abadesa lo ha hecho objeto de críticas a consecuencia de los antipapas por él nombrados, Barbarroja termina tan fascinado con ella como todos los demás, sobre todo después de que Hildegard lo advierte contra peligros muy específicos. Hildegard influye, pues, en la política de su país, y Barbarroja se convierte otro de sus ilustres correspondientes.
“La mujer es el amor del hombre hacia Dios”, señala Hildegard, quien no obstante patentizar su compasión-animadversión por Eva, suele citar con frecuencia a mujeres notables de la Biblia, no en forma tan directa como, por ejemplo, Sor Juana. Es evidente, sin embargo, que Hildegard intenta refrendar la calidad humana (y por ende imperfecta) de la mujer, aunque culpe a Eva de que Adán haya perdido su voz original, que era el canto, afirma la poeta. El canto no es otra cosa que la voz perdida de Adán, la forma más primitiva de hablar: “En la voz de Adán estaba toda la suavidad del sonido de la armonía y de todo el arte de la música, antes de que la perdiera. Y si hubiera permanecido en el estado en que fue formado, la fragilidad del hombre mortal no habría podido soportar la fuerza y la sonoridad de aquella voz” Todo lo que tiene que ver con la institución eclesiástica es feminizado en las visiones de Hildegard. La Iglesia se presenta como suntuosa figura femenina, particularmente en la visión quinta: “…Y allí donde rojeaba como la aurora, extendía su claridad hacia arriba hasta los secretos del cielo, en la que apareció una imagen bellísima de una joven con la cabeza descubierta y cabellos negros, vestida con una túnica roja que se desplegaba en torno a sus pies.” A través de esta visión, Hildegard presencia unos esponsales simbólicos entre la mujer Iglesia y Cristo crucificado. ¿Acaso trata de hacerles ver a sus superiores la importancia de la participación de la mujer en los asuntos del órgano rector de la fe católica?
Para 1168, Hildegard había completado ya la versión definitiva de Scivias, algunos textos sobre medicina y una colección de setenta y ocho cantos que titularía Symphonia armonie celestium revelationum y su obra más notable, Lingua ignota, donde prácticamente crea un lenguaje propio, compuesto por un alfabeto de 23 letras y que, se dice, sería retomada más tarde por quienes la adoptarían como santa patrona: los esperantistas. Aunque lo es también de los lingüistas, de las novicias y hasta de los aficionados al new age. Se afirma incluso que fue la primera en recurrir a métodos homeopáticos para curar. El 17 de septiembre de 1179, el día después de su cumpleaños número ochenta y dos, Hildegard muere en olor a santidad, el mismo que la acompañó en vida: olor a rosas. Tendría, como san Disibod, una muerte tranquila, hermosa. Según afirman quienes rodeaban su lecho al instante de su alma abandonar su cuerpo, una serie de fenómenos celestes tuvieron lugar: dos arcos de colores se extendieron en el firmamento, de norte a sur y de este a oeste e iluminó la pobrecita forma que yacía en el lecho, sonriente, “La claridad cobija a los artistas que aman la tierra y todo lo que en ella habita…”
Aunque desde 1244 se le honra como santa, no fue sino hasta 1940 que se le canonizó formalmente y hay propuestas para nombrarla Doctora de la Iglesia. Sus reliquias descansan en la Iglesia de Eibingen.
NOTA: Para comprender mejor la historia y visiones de santa Hildegard von Bingen, me apoyé en el libro Hildegard von Bingen y la tradición visionaria del Occidente, de Victoria Cirlot, Editorial Herder, Barcelona, 2005
1 comentario:
Es impresionante saber que el esperanto tiene raíces tan antiguas en Hildegard Von Bingen. Y es impresionante que se hubieran tardado 700 años en canonizarla (comparemos su caso con el del Aquinate). A este paso, se le nombrará doctora de la Iglesia en 2500.
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