Jabesiana


Crédito retratos Esther Seligson: 1. Blanco y negro: Rogelio Cuéllar, 2.  blanco y negro: Gabriela Bautista 3. última a color: Gabriela Bautista
…Si quisiera un lector ideal, pensaría en aquel que, a través de mis libros, asumiera sus propias contradicciones, su propio vértigo, y que aprendiera, poco a poco, a no tener miedo…
Edmond Jabès

Esther no se percató de que el mundo giraba -aunque no pasara noche sin mirar las estrellas- hasta que la brutal huelga de 1999 de la UNAM frustró su espíritu y el de los verdaderos universitarios. Justo entonces, le cuenta a Angélica Abelleyra en una entrevista, cumplía treinta años de actividad docente en el Centro Universitario de Teatro (CUT), “Mi decepción vino con la huelga y la güeva infinita de algunos que ya ni eran capaces de robarse un libro para leerlo; todo lo consultaban por Internet". Al respecto vale la pena destacar que mientras vivió, Esther se mostró reacia a abrir una cuenta de correo electrónico, como si se protegiera contra el riesgo de perder de vista aquella realidad que atisbaba a través de las ventanas de su cubículo de profesora y la del Tarot, práctica ejercida con pasión –y sin disimulos- contra la creencia popular de que los judíos ni se acercan a eso. Por más que no lograra congraciarse con esa realidad, era su estar aquí y ahora lo que impulsaba su escritura. Acaso la necesidad de modificar el discurso de la cotidianidad sin perderla de vista. Realidad, vale la pena reiterar, de la que nunca pretendió escapar, ni siquiera al suscitarse la trágica muerte de su hijo, figura que he creído localizar en sus relatos más angustiantes, esbozado no obstante con ternura rabiosa, como en “Un viento de hojas secas”: “(…) Tomás apenas sí tenía tonos para la variedad de verdes, para los matices de la luz; nombres suficientes para las flores, los árboles y mariposas (…)” (Toda la luz, Fondo de Cultura Económica, México, 2006, p. 83). Dicho por ella, sin embargo, no era mujer de obsesiones sino de pasiones. Apasionada del teatro, por ejemplo, del que participó intensamente, y en este orden, como maestra, espectadora y crítica. En 2008, la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en su Colección Al Margen compiló su labor crítica en este campo en un denso volumen con un excelso prólogo de Vicente Leñero que la califica como “protagonista de un público reflexivo (…) la reflexión, más que el juicio, fue la preocupación dominante de sus columnas”.
Como su admirado Edmond Jabès, Esther hizo de su escritura una interminable indagación en el alma del lector; lector, a su vez, dispuesto a la réplica, al escrutinio; a cuestionar y ser cuestionado. Búsqueda de identidad que implica reconocerse en el Otro. Congraciarse con las diferencias y tomarlas para sí. Sobre Esther Seligson podría decirse exactamente lo mismo que sobre Jabès dijo ella: “ (…) No se trata, sin embargo, de identidad racial, pues “la identidad es, a fin de cuentas (diría Jabès), lo que uno escoge ser”. Por ello “judío” implica para Jabès un proceso de estar siendo; primero, frente a sí mismo en un perpetuo cuestionamiento de aquellos valores con que los hombres y mujeres solapan su conformismo, su terror al libre albedrío y su falta de responsabilidad ante su prójimo.” (“Edmond Jabès o la transparencia escrita”, A campo traviesa, Fondo de Cultura Económica, México, 2005, p. 184).
Como Jabès, también, Esther cuestionó sus propios orígenes; se rebeló ante las imposiciones y omisiones a las que están sujetas las mujeres en la mayoría de las religiones, y la judaica no es la excepción. Cautelosa, como toda experta en manejo del lenguaje, pero no tímida, deja escuchar su voz en ese sentido a través del extenso relato “Otros son los sueños”, que, a la par de narrar la historia de una mujer atrapada en un matrimonio del que la pasión ha salido huyendo por la ventana tras un apasionado noviazgo, otorga a esta voz para increpar a Dios por exigirle asfixiar su imaginación y la pasión que aún palpitan en su carne: “(…) ¿Y qué será de nosotras, las mujeres solitarias, sin poder llegar a Tu templo? Mutiladas, ¿en qué ocuparemos nuestras manos si no hay hombre para presidir Tus fiestas? ¿Qué haremos para que nuestra viudez no Te afrente y esta voz, que también has prohibido, Te alabe y ensalce?” (Toda la luz, Fondo de Cultura Económica, México, 2006, p. 39).
Descendiente de judíos ortodoxos, Esther Seligson nació en la ciudad de México, el 25 de octubre de 1941, “Escorpión con ascendente en Leo”, se apresuraría a agregar nuestra autora, orgullosa sin duda de tan explosiva mezcolanza: pasión y orgullo. Siempre la “güerita”, la judía, condenada a la extranjería perpetua, a la errancia espiritual. Reconoce haber ocultado su origen para ahorrarse chistes xenofóbicos, para no tener que explicar nada sobre sus “costumbres excéntricas”. En todas sus fotografías vemos, sin embargo, a una mujer de amplísima sonrisa que refleja un espíritu temerario, tenaz e independiente. Sonrisa, cabe señalar, paradojal al acompañarse de unos ojos de color indiscernible que parecían morder en vez en mirar. Personalidad intimidante y a un tiempo presta a la contemplación. Otro de los aspectos fascinantes de su persona –que conocí a través de terceros, amigos en común que la alababan como mujer y como escritora, pero sin dejar de puntualizar sobre la fiereza de su carácter- lo es también de su literatura: la combatividad con que defiende su libertad creadora y desprecia a todo lo que sea o parezca convencional, incluidas las absurdas políticas del mundo editorial. Salvo sus dos primeros libros, Otros son los sueños, novela publicada en la difunta editorial Novaro, acreedora al Premio Xavier Villaurrutia 1973, y el libro de relatos, Luz de dos (Joaquín Mortiz), distinguido con el Premio Magda Donato en 1979, Esther se abstuvo de publicar comercialmente. La mayoría de su obra, incluyendo la tan bella como insondable novela, La morada en el tiempo (1992) ha sido rescatada por Ediciones Sin Nombre, a cargo del connotado ensayista y académico José María Espinasa, por cierto uno de los grandes amigos de la autora: libros chiquitos, modestos, casi rústicos, con tirajes de 1000 ejemplares, pero deliciosos de leer, de ver y de sentir porque transmiten no sólo el cuidado y amor del editor, sino el de la propia autora al escribirlos. Al respecto dice Esther a Angélica Abelleyra: “Nunca le vendí el alma al diablo ni por fama ni por dinero ni por favores para que me publicaran. Y en México no perdonan que alguien no deba algo y diga siempre lo que piensa.”
Autora de una obra sumamente personal e intimista, notablemente influida por sus experiencias místicas y en particular por la prosa talmúdica –aspecto que habría de dar un vuelco radical en el que sería su último libro, Cicatrices, publicado por otra editorial pequeña pero amorosa, Páramo Ediciones-, Esther, “la güerita”, soñó alguna vez con ser bailarina, cosa a la que su madre se opuso terminantemente. Durante varios años, asumiéndose bailarina frustrada, deambuló Esther por la Facultad de Ciencias Químicas de la UNAM, donde por años no encontró lo que en la Facultad de Filosofía y Letras desde el primer momento en que la pisó. Armándose de orgullo y rebeldía, hizo por su deseo de escribir lo que no se animó a hacer por su deseo de bailar: imponerse. Terminó especializándose en Letras Francesas, aunque, “entendí que en las universidades no aprendes nada”, aclararía con esa sonrisa socarrona que se reflejaba más en sus rizos agitanados que en su mirada. Narradora, poeta, ensayista, traductora de Ciorán y, por supuesto, de Jabès –en Ediciones Sin Nombre es posible encontrar su excelente traducción de En un blanco principio, que recopila varios de los textos tardíamente traducidos al español de este autor- ha hecho de la palabra inagotable fuente de placer y asombro. Se lee en la página 64 de La morada en el tiempo: “(...) Dicen que los días que transcurren felices no hacen historia porque las épocas de tranquilo discurrir cotidiano no merecen la pena de ser consignadas.” Por lo mismo, la escritura de Esther Seligson sólo consigna los estremecimientos, los palpitares, los alientos, los sueños.
La obra de Esther Seligson es insólita entre otras cosas porque demuestra qué tan compatibles son el cuerpo y el espíritu; el goce sensual y el goce estético. El dolor y la alegría. No sólo no se le ha ocurrido jamás que puedan ser entes divididos, sino que los concibe como elementos conviviendo en armonía desde el principio de los tiempos. Escritora religiosa en el más estricto sentido del término, capaz de describir un orgasmo místico y otro fisiológico con idéntico ardor. No es posible decir de Esther lo que se ha dicho de su admirado Jabés, que es un “místico ateo”, porque ella es una creyente en toda la extensión de la palabra. Creyente de la fuerza creadora que se posesiona del artista. Creyente de la literatura como el más vasto campo de la expresión humana: “La obra de arte no es un mundo cerrado, un hecho consumado –escribe Esther-: es su inagotabilidad, el ser esencialmente disponible y abierta, lo que nos permite acercarnos a ella desde tantos ángulos como espectadores, lectores o auditores haya.” (“El sentimiento de la realidad en la visión de Virginia Woolf”, A campo traviesa p. 31).
Posee la entereza y sensibilidad necesarias para encontrar a Dios en una página en blanco, que tan atinadamente comparara Jabès con el desierto donde se escucha la voz de Dios; en el reflejo solar del Tibet –a donde alguna vez acudió con su hijo Adrián y el fotógrafo y alpinista francés, Frank Pauly –en un aforismo, en un poema, en la kabalá, pero sobretodo, en la libertad de ser, hacer y decir. Aunque, como señala en uno de sus ensayos de Escritura y el enigma de la otredad (Ediciones Casa Juan Pablos/ Ediciones Sin Nombre, 2000), “Uno no se inventa el sentimiento de que la vida es trágica. El sentimiento trágico de la vida no es algo que uno se invente”, no cabe duda de que Esther cohabita felizmente con su propio sentimiento trágico, bendiciéndolo, comprometida a perpetuidad con la escritura. En el género ensayístico es donde mejor refleja ese temperamento apasionado que ella tuvo el buen tino de no sacrificar en honor a las ideas. No pocos de sus ensayos sobre literatura y teatro dan un viraje intempestivo hacia la narrativa y la poesía, recreando la obra y los autores abordados con esa mirada punzante y sumamente personal, lo cual no significa que haya sido acrítica o poco exigente, más bien al contrario. Nunca va de menos a más. Diríase que inicia con un discurso furibundo y pasional que más que altibajos tiene vaivenes. Nunca es completamente fría, ni completamente poética, es un todo involucrado. Su voz es un susurro insidioso, casi polifónico, bajito pero contundente: “Si para que el mundo existiera tuvo que operarse un vacío, y si para que el hombre ocupara un lugar en él tuvo que operarse otro vacío, ¿qué tenía entonces de particular el que los humanos fuesen seres de nostalgia?” (La morada en el tiempo, p. 49). Su propuesta estética es radical en todo sentido: en el estético, en el moral, en el vital. Un perpetuo dialogar con el ser que la habita y la tiene, no por escritora consolidada, sino por niña de juegos y asombros, porque Esther se propuso no perder jamás la inocencia pese a los terribles pesares que le deparaba la adultez. La ha cargado consigo por España, la India, Lisboa y, finalmente, Jerusalem, donde radicó por algunos años, aunque retornaría a México donde transcurriría –quien lo dijera al verla tan vital, tan agresivamente dueña de sí- sus últimos pero sin duda intensos días. Nos dice en su ensayo sobre Elena Garro, “In illo tempore”: “La infancia es el tiempo que no transcurre, el secreto de las palabras, la verdad de lo increíble, la realidad del sueño, la luminosidad pura. Ser niño es ser la varita mágica, es estar sumergido en lo vivo, en el presente absurdo.” (La fugacidad como método de escritura, Plaza & Valdés, 1988).
Esther Seligson escribe novelas y relatos, nunca narrados de manera convencional, es decir, no existe una “historia” tal cual, sino un conjunto de circunstancias, apremios, pensamientos y sueños, haciendo gala de la sosegada sabiduría que estalla en pasión. Es el suyo un discurso muy próximo a la filosofía. Es la suya una escritura para vivirla con todos los sentidos, en todas direcciones, y lanzarse al vacío de la espera de un milagro.
Su último libro, sin embargo, se caracteriza por mostrarnos una faceta desconocida de esa Esther espiritual que de pronto se nos presenta con una visión amarga de la vida y un discurso violento e inquietante. Cicatrices reúne una serie de relatos donde no vemos a Dios, más aún, se impone la destrucción que precede a la creación; la manifestación más íntima y por lo mismo más descarnada del dolor al que se alude desde el título, tajante y sin embargo preciso. Indagadora de la locura como una posibilidad de abarcar más vastamente el lenguaje, Esther explora aquí la maldad y la perversión humanas. Como el alucinante “Un navío cargado de…” donde un narrador en apariencia inocente termina involucrándose con un alucinante grupo de pederastas, o “Cajas cerradas”, donde indaga en la vulgaridad de la vida y los ideales de una camarista de hotel que se las ingenia para cometer pequeños hurtos que no dejen huella. Esto no significa que haya dejado de persistir en su búsqueda de originalidad o que no profundice en las almas de sus personajes, que vaya que lo hace… aunque sea mucho más doloroso navegar en conciencias enfermas y mentalidades rústicas: “(…) Palabras, eso somos, un eterno ruido que se graba en los pentagramas del vasto silencio con que la luz nos rodea para que los pinchazos no se nos reviertan por mor de su mismo peso. Mas el grabado permanece, se sostiene, y es su dibujo el que pretendo haber aprendido a leer como lee el músico los sonidos en su cuaderno pautado (…) cada uno tiene sus propias cuatro paredes que le circundan según la medida de sus propios pensamientos (…)” (“La pared de enfrente”, p. 19).
La muerte la sorprendió cuando parecía más apasionada con su trabajo y lista para presentar Cicatrices en la Feria de Minería. Un infarto la fulminó como un rayo el 9 de febrero de 2010, y nadie podía creer que ese ser energético y rutilante resultara en el fondo tan frágil. Lo que es un hecho es que Esther no le temía a la muerte, a juzgar por la forma tan familiar y poética con que la trataba, denominándola como una forma distinta de nacer: “Nacer es morir, es abandonar la tierra de nadie, lo impersonal, lo anónimo, el reino de todas las posibilidades, es penetrar en el mundo de la Espera, del Razonamiento, es perder la voz, la intimidad con el centro (…) la gran paradoja, sólo podemos hacer, ser y estar en el mundo, vivir a través del lenguaje.”
En ese sentido, Esther Seligson está más viva que nunca. Y recién nacida.
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Oración del retorno, un poema de Esther Seligson
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VII
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Envejezco Madre llevo a bordo mucho lastre mas no quisiera aliviarlo pues tampoco ando a la deriva navego entre islas que son calles que son ciudades que son islas entre nosotros que son ríos que son ribera desierto llanura navego llevada por el ritmo de mi sangre oleaje de memorias sin varadero No quiero olvidar desprenderme dejar de ser pasado no quiero perder ningún recuerdo ningún olor ningún instante borrar ninguna imagen aguardo no sé muy bien qué, es decir sí y Tú lo sabes Madre, no hay enigma al final del laberinto está la Luz y hacia ella se enardecen mis anhelos Nada más. No me basta lo que alcanzo toco miro me queda siempre un dejo de carencia por más plena que sea la entrega del creciente invoco ya a la luna llena del mañana que será menguante retengo lo fugaz lo tardío lo mendrugo centinela de gestos y detalles coleccioné miniaturas nimiedades entusiasmos la tristeza en ánforas de barro mal cocido los sueños en páginas sin quicio celebré todo vuelo toda caída y pedí perdón por mi indigencia mi sordera el ciego ímpetu de inflamar a las palabras.

*** IX ***
Cautiva de tanto sueño contrariado hoy quiero libre ofrecerles perdón a final de cuentas sin duda recibí la parte de felicidad que en este mundo me corresponde A tus pies ofrendo Madre la servidumbre de mis reproches quémala la carcoma de repetirme en la misma letanía de dolor quémala la turbia resaca de remordimientos quémala la viciosa costumbre de esperar lo improbable quémala la excusa del miedo que paraliza cobarde quémala la bastarda disculpa del amor rechazado quémala la mezquina astucia de apresar el tiempo quémala la distorsión que se juzga fiel certera quémala la calculada incapacidad de reparar el daño quémala quema las escorias que lazan mi vuelo y bendice Madre lo que aún me queda por andar…


Jerusalem, 2006
Ediciones Sin Nombre, México, 2006. Selección: David Torres
Tomado de Palabra Abierta

1 comentario:

Anónimo dijo...

Acabo de encontar este blog. Gracias por este tipo de espacio.
Ya soy seguidora y lo anunciaré en nuestro blog.
Mar
(De MarMol)