Nunca más será la rosa

Advertencia: Claire Goll puede no resultar simpática, entre otras cosas, por ser la orquestadora de la campaña de desprestigio en contra de Paul Celan, dice Margo Glantz, acusándolo de plagiar a su marido, el poeta judío de lengua francesa, Yvan Goll, lo que pudo contribuir a precipitarlo a las profundidades del Sena. En su libro de memorias, que incluye algunas cartas de Montherlant, Audiberti y Rilke (quien estipuló en su testamento le fueran devueltas sus cartas a todas sus amantes), A la caza del viento (Editorial Pre-Textos, traducción del francés de Jorge Bergua Cavero), Claire no menciona el asunto del plagio, pero sí que Celan intentó violarla mientras Yvan le brindaba asilo al gran poeta. Lo escribe, por cierto, cuando ya el acusado no puede objetar.
A esto habría que agregarle la lamentable visión de que su propio sexo tiene la autora, más o menos afín al de otra “malvada”, Colette: “La mujer es un cero a la izquierda, nada más que un montón de ovarios y me incluyo en el lote.” En realidad, la autora es poco complaciente con los personajes que compartieron su aventura vital, recurriendo incluso a lo que pareciera una meditada labor desmitificadora –“ajuste de cuentas”, le denominan algunos coléricos reseñistas- no solo contra Celan y Joyce –al que parece admirar, no tan en el fondo-, sino también contra Rilke, al que pinta como un mujeriego egoísta, y al pintor Kokoschka: sencillamente terrorífico. Pudiera decirse que solo se salvan, y no tanto, el antes citado Goll; Albert Einstein, el íntimo amigo con quien pasaba las Navidades, y el pintor Chagall, a quien describe como el más dulce y divertido compañero de viaje.
Al margen de su misantropía, Clarissa Aushman, su verdadero nombre, es una escritora fascinante; la Liliana de Rilke y la Dannie de Audiberti; mujer del archienemigo de Breton (que era un mafioso literario que haría palidecer a cualquiera que a usted se le ocurra); sobrina del novelista judío-alemán, Max Scheler; amante de Rilke y de Huidobro; modelo de Chagall, Delaunay, Archipenko y Léger. No lo fue de Picasso, se lo impidieron los patológicos celos de Olga, entonces mujer del pintor, aunque, agrega Claire, Picasso estaba poseído por un demonio que era él mismo; enemiga mortal de James Joyce y Henry Miller (aunque a veces ella sea más machista que el mismísimo Miller, a quien denomina “macarra barriobajero”). Rival de amores, nada menos, que de la teutona Alma Mahler, por el amor del frágil escritor judío Franz Werfel, cosa rara si tomamos en cuenta que Claire era abiertamente anti-semita. Vivió en la misma habitación de Oscar Wilde, en el D´Orsay, y llegó a disfrazarse de pordiosera para saber lo que sentía pedir limosna en la calle y escribir sobre la experiencia. No obstante sus incontables lances amorosos, asegura haber tenido su primer orgasmo a los setenta y seis años, aunque divorciando esta experiencia del asunto amoroso. Cada una de estas experiencias, y muchas más, son consignadas en A la caza del viento, de los documentos más completos –y despiadados- sobre los movimientos estétiticos y culturales de la primera mitad del siglo XX, tales como surrealismo y dadaísmo, escrito por una Claire Goll de ochenta y cinco años, admirablemente lúcida e incisiva. “-Dadá no es una rebelión contra la guerra –decía Goll retomando las discusiones de Zúrich -, es un desafío a los burgueses. Nihilismo total: tus amigos no constituyen nada, lo destruyen todo.” (p. 68).Claire, la encantadora pelirroja del Cabaret Voltaire de Zúrich, nació el 29 de octubre de 1890, en Nuremberg, Alemania. Su madre, de origen judío, parece sacada de uno de los más truculentos cuentos de los Hermanos Grimm; afecta a torturar física y moralmente a sus dos hijos, para lo cual cuenta con un arsenal de fuetes, varas e insultos, complaciéndose en elegir el mejor para cada ocasión, como si de un vestido se tratara: “Si Dios hubiera tenido una madre como la mía, nunca habría dicho honrarás a tu padre y a tu madre”. La innominada madre induce al suicidio al hermano mayor de Claire, y ésta, con sobrada razón, dice que la única persona que odió más que al novelista Joyce, fue a su madre. Tal es su odio -que no resentimiento- que narra el patético desenlace de aquella en los campos de exterminio nazi sin ningún miramiento: “Así como comenzó su lento descenso a los infiernos, que sólo acabó en las llamas del crematorio.” (p.200). Es muy probable que el antisemitismo de la escritora parta de su traumática relación con su madre. Claire, de hecho, se caracteriza por su sangre fría a lo largo del relato de su tumultuosa existencia, excepto cuando en 1950, tras treinta años de azarosa unión, Yvan Goll muere de leucemia, “(…) no restaba sino hacer que me sacaran un molde de su rostro”.Volviendo a la Claire adolescente, tal es su terror por la madre, que se casa con el primero que se cruza en su camino (no Yvan, por supuesto, él fue su segundo marido): el editor Heinrich Studer, con quien procrea una hija llamada Elisabeth Dorothea que le es arrebatada al ser sorprendida en pleno adulterio. Nunca más mencionará a esa niña, ni manifestará la mínima congoja o nostalgia por ella, aunque se permite un par de tiernas líneas dirigidas a “Doralías”, como la nombra cariñosamente. Posteriormente concentrará sus fuerzas en estudiar Filosofía en Leipzig y Ginebra, donde era una de las pocas féminas, cosa que sin duda agradecía.
A Yvan Goll, que en realidad se llama Isaac Lang (1891-1950), lo conocerá siendo una jovencísima y despojada divorciada de veintitrés años, deambulando en harapos por el mítico Zúrich que presenció el surgimiento del Dadá, al que se suma invitada por Tristán Tzara y Hugo Ball. Claire se convirtió en la única mujer en compartir la mesa de los dadaístas del Café Odeón. Ahí mismo, el joven y delgaducho Goll, que alterna la poesía con la redacción de panfletos bolcheviques, queda prendado del enmarañado pelo rojo y los intensos ojos verdes de Claire. Goll, por supuesto, se le pega como una lapa. Al principio Claire simplemente le admira como artista. Juntos burlaron la epidemia de influenza que se llevara a Apollinaire a la tumba, y la cual aguardan castamente abrazados en una desvencijada cama. Claire comprenderá hasta entonces que ama a Yvan con locura. Pero este descubrimiento, como a muchas sobrevivientes del corazón, horroriza a Claire quien se refugia en brazos de Rilke, al que nunca llega a amar. “(Rilke) Trabajaba de pie, apoyado en un atril colocado en una esquina. Rilke era un hombre muy frágil. Una enorme cabeza sobre un cuerpo de muchachito, unos ojos muy azules, unos cabellos rubiancos y un bigote de foca que le tapaba la boca.” (p. 83). Tras una arrebatada convivencia y un aborto, Claire regresará, como siempre, a los brazos de Goll, a cuya satiriasis (equivalente masculino de la ninfomanía) terminará por acostumbrarse. Contraen matrimonio en 1921, instalándose en París donde Yvan se dedicaría a traducir autores británicos, entre otros, Blaise Cendrars y el propio Joyce, cuya traducción al francés de Ulises se debe a Yvan. Al lado de este hombre enfermizo que la amaba tiernamente, pero sin renunciar a goces y huecos diversos, perfectamente olvidables, Claire escribió sus primeros poemas que, como se verá, poco, muy poco tienen que ver con el amor y la sensualidad y están más apegados a las corrientes filosóficas de la época, a una aguda conciencia crítica, incluso, un poco a la metafísica:

Nunca más
Nunca más una rosa será una rosa
en lugar de ella, tiernos pétalos revolotean:
marchitos párpados de muertos.

El sol está sepultado contigo,
la luna –ahogada en su estanque de lágrimas-
no saldrá más mientras yo viva.

La extraviada sonrisa de las estrellas
-en peregrinaje desde hace tres siglos-
eleva mi dolor hasta la noche

Nunca más seré la amiga del viento.
Yo lo maldigo
a causa de su olor a podrido.

Juntos, Yvan y Claire, como los más notables artistas de su generación, emprenden el éxodo propiciado por el nazismo, solidarizándose en el horror con quienes en su momento rivalizaron a muerte, como sería el caso de Breton. Casi todos confluyen en Nueva York. Antes de eso, Claire asegura odiar a James Joyce, entre otras cosas, por su postura antibélica, no muy distinta a la del propio Rilke. En realidad, ese odio declarado por el escritor irlandés parece una pose, porque las palabras de la poeta traslucen más admiración, incluso afecto, que animadversión. La narración de cómo Joyce empieza a perder la vista (Claire está demasiado cerca de él para odiarlo tanto) y a su adorada hija Lucía en brazos de la locura -la visitaba, ya medio ciego, en el manicomio para cantarle nanas irlandesas- son de los pocos momentos emotivos de A la caza del viento, relacionados con el autor irlandés. A Claire Goll no le alcanzan las palabras para lamentar que los nazis le hayan confiscado las cartas de Joyce.
Claire supo lo que era un orgasmo a los setenta y seis años en brazos de un amante veinteañero cuyo nombre deja en el misterio, “Hacer el amor pasados los ochenta es una hazaña que comparto con Víctor Hugo, si bien todavía no igualo a Natalie Clifford Barney, que, nonagenaria, mantuvo una relación con una joven italiana.” Con todo y ello, se le veía muy a menudo, ataviada de blanco, postrándose ante la tumba de Yvan a quien cada semana le dejaba flores frescas en su acicalada tumba de Pére-Lachaise, acompañada de su joven amante que contemplaba respetuoso su ritual. Uno de los últimos libros de Claire fue una biografía del actor Charles Chaplin, en co-autoría con May Reeves, titulado simplemente Charles Chaplin, y escrito en alemán. Dicho libro se publicó gracias a la Fundación Yvan y Claire Goll.Muere en 1977 dejando una producción poética y novelística no abundante, pero sí respetable. Actualmente ella comparte la tumba con Yvan que, ya en vida, era un segundo hogar que arregló con ilusión de recién casada.




Ensayos biográficos sobre Yvan y Claire Goll, versión en inglés, aquí

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