Foto cortesía: Charyle Van Scoy
Preguntas y respuestas a Ginette ParisY de pronto: nada.
Todo roto en mil esquirlas. La máxima prioridad en la vida de la doctora Ginette Paris, quien no tenía un dios sino una diosa, que era el Amor, enfrentaba al ídolo caído del pedestal. Años de su vida regados por el piso como ruinas de un jarrón chino. No hubo síntomas visibles de que algo se estuviera resquebrajando… al menos ella no los quiso ver. De buenas a primeras, el hombre de su vida, el padre de su hija, le pedía el divorcio con la misma amabilidad con que se pide el salero. No, no hay otra mujer, dijo él. Es solo que necesito estar solo… realizar planes truncos… ahora que nuestra hija es adulta y no me necesita… Y la pasión de Ginette por Sartre de bien poco le sirvió en aquel momento. Se esforzó por continuar viviendo… muerta.
Deambulaba por una fiesta al aire libre en la que ni siquiera deseaba estar, con una copa en la mano. Pequeña, menuda, vestido rojo, cabello rubio rojizo. Seguramente le han dicho que salga a buscar “algo”, que desandara el trecho recorrido de la mano de su hombre. Vive tu duelo. Diviértete. Olvídalo. Pero ella no quería estar allí y la psique tiene maneras a veces radicales de realizar nuestros más íntimos deseos. Quizá por eso cayó de espaldas al fondo de una piscina vacía. Una piscina vacía en el jardín de unos millonarios que celebraban una fiesta. Trampa mortal para una mujer en tacones altos que había bebido más de la cuenta y no tenía el mínimo interés de voltear atrás ni a los lados. Y de pronto… otra vez… el vacío. El golpe que ni siquiera alcanzó a oír porque su cuerpo obedeció su íntimo deseo de escapar de las risas falsas, de las miradas compasivas y los golpecitos de ¡ánimo! en la espalda.
Pero los milagros existen, incluso para quienes no creen en ellos: Ginette no solo sobrevivió a l golpe mortal. Recobró la conciencia en todo el rigor del término. No fue solo despertar y ya, y descubrir que después de todo nada se había roto en su cabeza y ni siquiera requeriría una trepanación, y todos esos médicos mirándola sin poderlo creer, sacudiendo sus doctas cabezas con asombro y un poco de decepción porque la paciente por quien no daban cinco centavos pronto retornaría a casa. Pero una mujer forjada en el cientificismo, que había dejado de creer en Dios a los 20 años tras leer una frase de Sartre, “Libertad es lo que tú haces con lo que te hacen a ti”, no puede creer en teorías peregrinas como las que seguramente le murmuró al oído aquella enfermera hispana que la ayudaba a vestirse con infinita dulzura: el ángel de la guarda y esas cosas. Pero Ginette no era la misma y aunque siguiera sin creer en los milagros, experimentaba una apertura del inconsciente que la deslindó de la otra mujer que empapaba las almohadas echando de menos a su esposo. Fue como un reacomodo de ideas, como una recapitulación de lo estudiado y analizado hasta el momento, que era mucho: “El caos puede ser liberador –escribe-. El caos del dolor físico me parte y me abre, como si la luz se estuviera filtrando a través de grietas en una pared. Amarrada a mi cama, no puedo hacer nada, solamente puedo ser. Experimento una sublime rendición ante la dolorosa limpieza del proceso destructivo. La persona que era yo antes, a la cual ya no toleraba, muere asesinada, y encuentro alivio en su agonía (“La fractura”, La vida interior, el despertar del inconsciente, Taurus, México, 2009, traducción de Gustavo Beck Urrialogoitia, p. 27).Pero La vida interior no es un libro sobre Ginette Paris y su íntimo despertar con el “despertar del inconsciente”. En efecto, recurre a su propia experiencia para explicar con mayor claridad como al abrirse el inconsciente de tajo por efecto del dolor psíquico y/o emocional, se reacomodan las ideas con base de lo que ella llama “una narrativa de la propia vida”. El psicoanálisis, a fin de cuentas, es eso: narrativa. Meter orden al caos, hurgar en la historia personal muchas veces bloqueada por una serie de circunstancias, como las absurdas demandas de la sociedad para admitirte como “adecuado (a)”, o el ancestral eco de los mitos que resuenan en nuestra cabeza: “No podrás porque eres mujer”, “No te aceptarán porque eres negro”. Me dice Ginette mientras bebemos un té delicioso: “La única forma de éxito, la única salvación y el único Dios, es el dinero. Si eres rico, entonces un éxito. Pero si esto fuera cierto, no habría tantos magnates acudiendo al psiquiatra porque se sienten infelices… y es que su vida interior es plana, desprovista de pasión. Son incapaces, por ejemplo, de llorar con un buen libro o emocionarse con una película”
En medio de estas demandas absurdas de productividad que anulan por completo lo que el individuo es para valorarlo con base en su potencialidad para el rendimiento económico, se destruye imperceptiblemente la esencia de niños y jóvenes sometidos a recientes e indiscriminadas categorizaciones que propicien su alienación a una mayoría formada para obedecer sin escuchar sus demandas internas. Qué fácil diagnosticarle TDA a un niño particularmente distraído, disperso, imaginativo y eliminar su auténtica personalidad para que no de la lata, encaminarlo hacia el llamado mundo productivo. Ginette, que desde antes del accidente no comulgaba con la medicación indiscriminada y las “píldoras mágicas”, sabe que existen casos clínicos que en verdad ameritan un tratamiento de este tipo, pero lo que la mayoría requiere es encontrarse a sí mismos y priorizar. Esto, aclaremos, no significa que no sea hipercrítica de ciertas formas de ejercer el psicoanálisis: “Encontrarme con la fragilidad y el caos de la vida puso fin a mi fantasía de redención, y caí en la cuenta de que la vida no la necesita (…) La psicología profunda no necesita poner sus huevos en nido ajeno, tiene su propio nicho; es el arte de crear realidades virtuales.” (p.p 113 y 152).
Lo que la autora cuestiona tanto de la psiquiatría como del psicoanálisis es su frialdad, su ausencia de imaginación, su generalización de los problemas y cómo olvidan que están ante individuos y que “(…) el sufrimiento en cualquier ser humano trasciende las categorías clínicas (…)” Ya desde el título del libro, La vida interior, se da por entendido que el principal tema es la individualidad sometida –amenazados- por arbitrarios criterios exteriores. Ginette recoge las experiencias de algunos de sus pacientes cuyo común denominador es una misma fuente de sufrimiento: la necesidad de integrarse al rebaño a costa de renunciar a sí mismos. Estas vivencias con las que sin duda la psicoterapeuta se identifica, la hacen cuestionarse hasta qué punto ella misma se sacrificó en el altar de lo socialmente aceptable hasta que su marido tomó la decisión de romper esa estabilidad. Estas imposiciones que producen la inmolación de nuestra vida interior tienen su origen en un orden logrado a costa de arquetipos que destrozan la vida más de una mujer, de más de un hombre… de más de un niño o niña.
La ausencia de imaginación –o su represión a instancias de las exigencias materiales de esta sociedad- se manifiesta no solo en la uniformación de las disciplinas médicas y psicológicas… es, ante todo, el punto de partida de lo que, agnóstica y todo, Ginette no duda en denominar “enfermedad del alma”. La psicología en sus inicios, y hasta tiempos muy recientes –ahora mismo- era vista de reojo por la Iglesia Católica. Ponerse en manos de un analista es casi análogo a reclinarse ante el confesor. Así lo reflexionó Freud, coincidiendo con Marx en que la religión es el opio del pueblo. El psicoanálisis permite al paciente –al atormentado, al pecador –expresar cosas nada fáciles de reconocer ante un sacerdote cegado de su propia naturaleza humana y que sin duda le condenará a las llamas del infierno. Los pecados no le serán perdonados al paciente, sino analizados hasta encontrar, si no una cura para ellos, sí una explicación lo bastante lógica para volver consciente al analizado de ese rasgo de personalidad, lo que le otorgará control y soberanía sobre el mismo. Para llegar a este grado de alivio, nos explica Ginette, el analizado debe asimilar no la ausencia de Dios, sino la muerte de Dios, con lo cual se libera de buena parte de la carga. Como cuando el niño crece y adquiere capacidad de valerse por sí mismo. Pero… ¿y luego?, se preguntan el hombre o la mujer que han escuchado hablar a Voltaire sobre la necesidad de un dios, aunque sea inventado, ¿cómo, entonces, sortear la “orfandad”? Según escribe la propia Ginette a su hermano, el filósofo Claude Paris: “Al toparse con el ridículo, las grandes preguntas se retraen en mi silencio, dejando al alma una enorme pérdida (…) No es necesario un auto último modelo para transportarnos a un lugar bello, a veces basta un coche destartalado (…) La filosofía es mucho más un viaje intelectual; basta solo una pequeña dosis de filosofía para apaciguar las añoranzas de cualquier corazón.”
Pero… ¿cómo inició la trayectoria hacia la libertad de esta defensora a ultranza de la literatura, la filosofía y la imaginación como complemento del psicoanálisis y de cualquier vida en proceso de construcción? ¿Cómo puede ser una jovencita que pierde la fe religiosa a partir de una sola frase? Curiosamente sabemos lo más íntimo de ella, pero no lugar ni fecha de nacimiento, solo que es de origen franco canadiense –con algo de irlandesa- y que actualmente vive en la que ella considera la mejor ciudad del mundo: Santa Bárbara, California, en cuya universidad enseña psicología arquetípica. Sabemos también, porque lo menciona en su libro, que junto con otros chicos y chicas de su edad brincaba de un cafetín parisiense a otro, a la expectativa de toparse con Simone de Beauvoir o Jean Paul Sartre, cosa que nunca sucedió. Lo que sí sucedió fue una revolución al interior de su ser producida por la asimilación del postulado feminista-existencialista de aquella pareja que influyó en toda una generación, aunque más tarde modificaran su percepción y es que como la propia Ginette señala, es menester renovar los mitos si no se quiere correr el riesgo de estancarse… aunque conservando lo mejor –e imperecedero- de estos. Convencida de que el quid de la existencia es “renovarse o morir”, no tardó en advertir el estancamiento en que caía el ejercicio del psicoanálisis, paradójicamente, al alejarse de sus bases freudianas. Sigmund Freud hizo hincapié en la necesidad absoluta de que el analista contara con una cultura tan amplia como fuera posible y la pusiera en práctica directamente sobre sus pacientes. La literatura, la filosofía, la antropología recogen todo lo que constituye al ser humano, y lo diverso de dicha condición: “(…) Es lamentable que los psicoanalistas posteriores no reconocieran este trozo del legado freudiano; de haberlo hecho estarían más tranquilos con el hecho de que la psicología profunda es fundamentalmente literatura, una forma enormemente rica e inmensamente importante de literatura. A fin de cuentas, Freud obtuvo el Premio Goethe de Literatura, no el Nobel de Medicina.” (p.p 150 y 151).
El que la autora emplee un término propio de la crítica literaria para invitarnos a descubrir la sinrazón de los arquetipos que rigen nuestras vidas –deconstruir- no solo nos hace ver su formación literaria, sino también la posibilidad de reparar un daño sin radicalismos de ningún tipo. Y para llegar a esto hay que formularnos un sinfín de preguntas que casi siempre desencadenarán otras tantas y casi nunca obtendrán respuesta, algo típico de la filosofía: “Toda ortodoxia lucha por mantener a los individuos dentro del mito dominante, minimizando los cambios y limitando las posibilidades para escapar de los límites tradicionales. El hecho de nombrar al mito opresor permite el inicio del desmantelamiento, lo fuerza a exponerse al escrutinio y al desensamble (…)” (p.p. 294) Enantriodomia, denominó Jung a la inversión de un mito hacia su opuesto. Imposible, por tanto, no penetrar ese terreno tan boscoso para algunos llamado feminismo, acaso el principal desmantelador o deconstructor de mitos y arquetipos que garantizan la sujeción no solo de las mujeres, sino de otros seres vulnerables del patriarcado, como podrían serlo los propios hombres que no se explican cómo es que teniéndolo todo –la esposa perfecta, la casa perfecta, los hijos perfectos, el auto perfecto- experimentan la necesidad de acudir a terapia porque sencillamente no están bien con ellos mismos. La llamada Sociedad Patriarcal, parece recordarnos la autora, no la componen exclusivamente los naturales opresores de la mujer, sino la propia mujer transformada en la Gran Madre.
La maternidad es para muchas el único coto de poder posible donde los roles tradicionales se trastocan. Paradójicamente, esa Gran Madre Arquetípica es quien mantiene el orden que garantiza el óptimo funcionamiento de la sociedad que la reprime como mujer… la que no tiene empacho en aplicar cuantas cucharadas de Ritalin sean recetadas a sus hijos amenazadores del orden. La escuela es, por antonomasia, la Institución que simboliza la unión de la Gran Madre y el Gran Padre y cuando una de esas condiciones arquetípicas falla, nos dice Ginette, resulta injusto culpar exclusivamente a papá y a mamá: “Cuando una primera dama toma su papel de Madre de la Nación seriamente, se encontrará a Eleanor Roosvelt en las minas de carbón de Virginia; o a la reina madre caminando por las calles de Londres después de la guerra; a la Princesa Diana insistiendo en la eliminación de las minas terrestres; a Hillary Clinton proponiendo leyes para proteger a los niños y escribiendo libros. Sin embargo, una cultura con un complejo materno distorsionado intentará poner a estas mujeres en su lugar a toda costa con comentarios obsesivos sobre sus atuendos o sus peinados para ignorar sus ideas.” (p. 227).
No sabemos muy bien si con el tiempo Ginette fue apartándose de su “idealismo juvenil”. Se casó, tuvo una hija, siguió adelante con su labor como terapeuta… pero al parecer la etapa de escribir libros vino mucho después y como el propio Freud se avocó al estudio de los mitos griegos, en su caso, las diosas, como lo señala desde su título su libro aún no traducido al castellano, Pagan meditations: The worlds of Aphrodite, Artemis and Hestia. Me confía, sin embargo, como viejas amigas que no estamos tomando café juntas por primera vez que tras su divorcio y su accidente, logró establecer una nueva relación, ya limpia de los patrones neuróticos que habían caracterizado a la anterior, “El amor es inmortal, pero ese tipo particular de apego, de estar todo tiempo juntos es lo que muere y al quebrarse se abre el inconsciente y te encuentras en el punto de: bueno, estoy viva, qué es importante ahora, a qué le puedo dedicar mi energía ahora, donde pongo mis talentos y mi devoción. La identidad anterior tuvo que morir para que ésta pudiera emerger.”
Todo roto en mil esquirlas. La máxima prioridad en la vida de la doctora Ginette Paris, quien no tenía un dios sino una diosa, que era el Amor, enfrentaba al ídolo caído del pedestal. Años de su vida regados por el piso como ruinas de un jarrón chino. No hubo síntomas visibles de que algo se estuviera resquebrajando… al menos ella no los quiso ver. De buenas a primeras, el hombre de su vida, el padre de su hija, le pedía el divorcio con la misma amabilidad con que se pide el salero. No, no hay otra mujer, dijo él. Es solo que necesito estar solo… realizar planes truncos… ahora que nuestra hija es adulta y no me necesita… Y la pasión de Ginette por Sartre de bien poco le sirvió en aquel momento. Se esforzó por continuar viviendo… muerta.
Deambulaba por una fiesta al aire libre en la que ni siquiera deseaba estar, con una copa en la mano. Pequeña, menuda, vestido rojo, cabello rubio rojizo. Seguramente le han dicho que salga a buscar “algo”, que desandara el trecho recorrido de la mano de su hombre. Vive tu duelo. Diviértete. Olvídalo. Pero ella no quería estar allí y la psique tiene maneras a veces radicales de realizar nuestros más íntimos deseos. Quizá por eso cayó de espaldas al fondo de una piscina vacía. Una piscina vacía en el jardín de unos millonarios que celebraban una fiesta. Trampa mortal para una mujer en tacones altos que había bebido más de la cuenta y no tenía el mínimo interés de voltear atrás ni a los lados. Y de pronto… otra vez… el vacío. El golpe que ni siquiera alcanzó a oír porque su cuerpo obedeció su íntimo deseo de escapar de las risas falsas, de las miradas compasivas y los golpecitos de ¡ánimo! en la espalda.
Pero los milagros existen, incluso para quienes no creen en ellos: Ginette no solo sobrevivió a l golpe mortal. Recobró la conciencia en todo el rigor del término. No fue solo despertar y ya, y descubrir que después de todo nada se había roto en su cabeza y ni siquiera requeriría una trepanación, y todos esos médicos mirándola sin poderlo creer, sacudiendo sus doctas cabezas con asombro y un poco de decepción porque la paciente por quien no daban cinco centavos pronto retornaría a casa. Pero una mujer forjada en el cientificismo, que había dejado de creer en Dios a los 20 años tras leer una frase de Sartre, “Libertad es lo que tú haces con lo que te hacen a ti”, no puede creer en teorías peregrinas como las que seguramente le murmuró al oído aquella enfermera hispana que la ayudaba a vestirse con infinita dulzura: el ángel de la guarda y esas cosas. Pero Ginette no era la misma y aunque siguiera sin creer en los milagros, experimentaba una apertura del inconsciente que la deslindó de la otra mujer que empapaba las almohadas echando de menos a su esposo. Fue como un reacomodo de ideas, como una recapitulación de lo estudiado y analizado hasta el momento, que era mucho: “El caos puede ser liberador –escribe-. El caos del dolor físico me parte y me abre, como si la luz se estuviera filtrando a través de grietas en una pared. Amarrada a mi cama, no puedo hacer nada, solamente puedo ser. Experimento una sublime rendición ante la dolorosa limpieza del proceso destructivo. La persona que era yo antes, a la cual ya no toleraba, muere asesinada, y encuentro alivio en su agonía (“La fractura”, La vida interior, el despertar del inconsciente, Taurus, México, 2009, traducción de Gustavo Beck Urrialogoitia, p. 27).Pero La vida interior no es un libro sobre Ginette Paris y su íntimo despertar con el “despertar del inconsciente”. En efecto, recurre a su propia experiencia para explicar con mayor claridad como al abrirse el inconsciente de tajo por efecto del dolor psíquico y/o emocional, se reacomodan las ideas con base de lo que ella llama “una narrativa de la propia vida”. El psicoanálisis, a fin de cuentas, es eso: narrativa. Meter orden al caos, hurgar en la historia personal muchas veces bloqueada por una serie de circunstancias, como las absurdas demandas de la sociedad para admitirte como “adecuado (a)”, o el ancestral eco de los mitos que resuenan en nuestra cabeza: “No podrás porque eres mujer”, “No te aceptarán porque eres negro”. Me dice Ginette mientras bebemos un té delicioso: “La única forma de éxito, la única salvación y el único Dios, es el dinero. Si eres rico, entonces un éxito. Pero si esto fuera cierto, no habría tantos magnates acudiendo al psiquiatra porque se sienten infelices… y es que su vida interior es plana, desprovista de pasión. Son incapaces, por ejemplo, de llorar con un buen libro o emocionarse con una película”
En medio de estas demandas absurdas de productividad que anulan por completo lo que el individuo es para valorarlo con base en su potencialidad para el rendimiento económico, se destruye imperceptiblemente la esencia de niños y jóvenes sometidos a recientes e indiscriminadas categorizaciones que propicien su alienación a una mayoría formada para obedecer sin escuchar sus demandas internas. Qué fácil diagnosticarle TDA a un niño particularmente distraído, disperso, imaginativo y eliminar su auténtica personalidad para que no de la lata, encaminarlo hacia el llamado mundo productivo. Ginette, que desde antes del accidente no comulgaba con la medicación indiscriminada y las “píldoras mágicas”, sabe que existen casos clínicos que en verdad ameritan un tratamiento de este tipo, pero lo que la mayoría requiere es encontrarse a sí mismos y priorizar. Esto, aclaremos, no significa que no sea hipercrítica de ciertas formas de ejercer el psicoanálisis: “Encontrarme con la fragilidad y el caos de la vida puso fin a mi fantasía de redención, y caí en la cuenta de que la vida no la necesita (…) La psicología profunda no necesita poner sus huevos en nido ajeno, tiene su propio nicho; es el arte de crear realidades virtuales.” (p.p 113 y 152).
Lo que la autora cuestiona tanto de la psiquiatría como del psicoanálisis es su frialdad, su ausencia de imaginación, su generalización de los problemas y cómo olvidan que están ante individuos y que “(…) el sufrimiento en cualquier ser humano trasciende las categorías clínicas (…)” Ya desde el título del libro, La vida interior, se da por entendido que el principal tema es la individualidad sometida –amenazados- por arbitrarios criterios exteriores. Ginette recoge las experiencias de algunos de sus pacientes cuyo común denominador es una misma fuente de sufrimiento: la necesidad de integrarse al rebaño a costa de renunciar a sí mismos. Estas vivencias con las que sin duda la psicoterapeuta se identifica, la hacen cuestionarse hasta qué punto ella misma se sacrificó en el altar de lo socialmente aceptable hasta que su marido tomó la decisión de romper esa estabilidad. Estas imposiciones que producen la inmolación de nuestra vida interior tienen su origen en un orden logrado a costa de arquetipos que destrozan la vida más de una mujer, de más de un hombre… de más de un niño o niña.
La ausencia de imaginación –o su represión a instancias de las exigencias materiales de esta sociedad- se manifiesta no solo en la uniformación de las disciplinas médicas y psicológicas… es, ante todo, el punto de partida de lo que, agnóstica y todo, Ginette no duda en denominar “enfermedad del alma”. La psicología en sus inicios, y hasta tiempos muy recientes –ahora mismo- era vista de reojo por la Iglesia Católica. Ponerse en manos de un analista es casi análogo a reclinarse ante el confesor. Así lo reflexionó Freud, coincidiendo con Marx en que la religión es el opio del pueblo. El psicoanálisis permite al paciente –al atormentado, al pecador –expresar cosas nada fáciles de reconocer ante un sacerdote cegado de su propia naturaleza humana y que sin duda le condenará a las llamas del infierno. Los pecados no le serán perdonados al paciente, sino analizados hasta encontrar, si no una cura para ellos, sí una explicación lo bastante lógica para volver consciente al analizado de ese rasgo de personalidad, lo que le otorgará control y soberanía sobre el mismo. Para llegar a este grado de alivio, nos explica Ginette, el analizado debe asimilar no la ausencia de Dios, sino la muerte de Dios, con lo cual se libera de buena parte de la carga. Como cuando el niño crece y adquiere capacidad de valerse por sí mismo. Pero… ¿y luego?, se preguntan el hombre o la mujer que han escuchado hablar a Voltaire sobre la necesidad de un dios, aunque sea inventado, ¿cómo, entonces, sortear la “orfandad”? Según escribe la propia Ginette a su hermano, el filósofo Claude Paris: “Al toparse con el ridículo, las grandes preguntas se retraen en mi silencio, dejando al alma una enorme pérdida (…) No es necesario un auto último modelo para transportarnos a un lugar bello, a veces basta un coche destartalado (…) La filosofía es mucho más un viaje intelectual; basta solo una pequeña dosis de filosofía para apaciguar las añoranzas de cualquier corazón.”
Pero… ¿cómo inició la trayectoria hacia la libertad de esta defensora a ultranza de la literatura, la filosofía y la imaginación como complemento del psicoanálisis y de cualquier vida en proceso de construcción? ¿Cómo puede ser una jovencita que pierde la fe religiosa a partir de una sola frase? Curiosamente sabemos lo más íntimo de ella, pero no lugar ni fecha de nacimiento, solo que es de origen franco canadiense –con algo de irlandesa- y que actualmente vive en la que ella considera la mejor ciudad del mundo: Santa Bárbara, California, en cuya universidad enseña psicología arquetípica. Sabemos también, porque lo menciona en su libro, que junto con otros chicos y chicas de su edad brincaba de un cafetín parisiense a otro, a la expectativa de toparse con Simone de Beauvoir o Jean Paul Sartre, cosa que nunca sucedió. Lo que sí sucedió fue una revolución al interior de su ser producida por la asimilación del postulado feminista-existencialista de aquella pareja que influyó en toda una generación, aunque más tarde modificaran su percepción y es que como la propia Ginette señala, es menester renovar los mitos si no se quiere correr el riesgo de estancarse… aunque conservando lo mejor –e imperecedero- de estos. Convencida de que el quid de la existencia es “renovarse o morir”, no tardó en advertir el estancamiento en que caía el ejercicio del psicoanálisis, paradójicamente, al alejarse de sus bases freudianas. Sigmund Freud hizo hincapié en la necesidad absoluta de que el analista contara con una cultura tan amplia como fuera posible y la pusiera en práctica directamente sobre sus pacientes. La literatura, la filosofía, la antropología recogen todo lo que constituye al ser humano, y lo diverso de dicha condición: “(…) Es lamentable que los psicoanalistas posteriores no reconocieran este trozo del legado freudiano; de haberlo hecho estarían más tranquilos con el hecho de que la psicología profunda es fundamentalmente literatura, una forma enormemente rica e inmensamente importante de literatura. A fin de cuentas, Freud obtuvo el Premio Goethe de Literatura, no el Nobel de Medicina.” (p.p 150 y 151).
El que la autora emplee un término propio de la crítica literaria para invitarnos a descubrir la sinrazón de los arquetipos que rigen nuestras vidas –deconstruir- no solo nos hace ver su formación literaria, sino también la posibilidad de reparar un daño sin radicalismos de ningún tipo. Y para llegar a esto hay que formularnos un sinfín de preguntas que casi siempre desencadenarán otras tantas y casi nunca obtendrán respuesta, algo típico de la filosofía: “Toda ortodoxia lucha por mantener a los individuos dentro del mito dominante, minimizando los cambios y limitando las posibilidades para escapar de los límites tradicionales. El hecho de nombrar al mito opresor permite el inicio del desmantelamiento, lo fuerza a exponerse al escrutinio y al desensamble (…)” (p.p. 294) Enantriodomia, denominó Jung a la inversión de un mito hacia su opuesto. Imposible, por tanto, no penetrar ese terreno tan boscoso para algunos llamado feminismo, acaso el principal desmantelador o deconstructor de mitos y arquetipos que garantizan la sujeción no solo de las mujeres, sino de otros seres vulnerables del patriarcado, como podrían serlo los propios hombres que no se explican cómo es que teniéndolo todo –la esposa perfecta, la casa perfecta, los hijos perfectos, el auto perfecto- experimentan la necesidad de acudir a terapia porque sencillamente no están bien con ellos mismos. La llamada Sociedad Patriarcal, parece recordarnos la autora, no la componen exclusivamente los naturales opresores de la mujer, sino la propia mujer transformada en la Gran Madre.
La maternidad es para muchas el único coto de poder posible donde los roles tradicionales se trastocan. Paradójicamente, esa Gran Madre Arquetípica es quien mantiene el orden que garantiza el óptimo funcionamiento de la sociedad que la reprime como mujer… la que no tiene empacho en aplicar cuantas cucharadas de Ritalin sean recetadas a sus hijos amenazadores del orden. La escuela es, por antonomasia, la Institución que simboliza la unión de la Gran Madre y el Gran Padre y cuando una de esas condiciones arquetípicas falla, nos dice Ginette, resulta injusto culpar exclusivamente a papá y a mamá: “Cuando una primera dama toma su papel de Madre de la Nación seriamente, se encontrará a Eleanor Roosvelt en las minas de carbón de Virginia; o a la reina madre caminando por las calles de Londres después de la guerra; a la Princesa Diana insistiendo en la eliminación de las minas terrestres; a Hillary Clinton proponiendo leyes para proteger a los niños y escribiendo libros. Sin embargo, una cultura con un complejo materno distorsionado intentará poner a estas mujeres en su lugar a toda costa con comentarios obsesivos sobre sus atuendos o sus peinados para ignorar sus ideas.” (p. 227).
No sabemos muy bien si con el tiempo Ginette fue apartándose de su “idealismo juvenil”. Se casó, tuvo una hija, siguió adelante con su labor como terapeuta… pero al parecer la etapa de escribir libros vino mucho después y como el propio Freud se avocó al estudio de los mitos griegos, en su caso, las diosas, como lo señala desde su título su libro aún no traducido al castellano, Pagan meditations: The worlds of Aphrodite, Artemis and Hestia. Me confía, sin embargo, como viejas amigas que no estamos tomando café juntas por primera vez que tras su divorcio y su accidente, logró establecer una nueva relación, ya limpia de los patrones neuróticos que habían caracterizado a la anterior, “El amor es inmortal, pero ese tipo particular de apego, de estar todo tiempo juntos es lo que muere y al quebrarse se abre el inconsciente y te encuentras en el punto de: bueno, estoy viva, qué es importante ahora, a qué le puedo dedicar mi energía ahora, donde pongo mis talentos y mi devoción. La identidad anterior tuvo que morir para que ésta pudiera emerger.”
Reseña de Elena Méndez sobre La Vida Interior en JUSTA
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