Artista del hambre

Las condiciones de la creación intelectual o artística son algo tan íntimo y secreto, que nadie puede penetrar en ellas desde afuera.
S.W

Simone Weil es un personaje tan controvertido como en su momento Juana de Arco. La comparación no es para nada exagerada pues si bien a Simone no se le condenó a la hoguera, se le juzgó de hereje y fue quemada post mortem por “biógrafos” como Robert Coles que no vacila en tildarla de “ciega, tercamente obtusa y aborrecible”; peor aún, destaca asuntos banales como su soltería, sin molestarse en estudiar lo que a mi juicio es lo más fascinante de esta mujer: su peculiar religiosidad y su escritura. Otras autoras como Flannery O´Connor y Alejandra Pizarnik la abordaron con una mezcla de admiración y terror; algo de asombrada risa en el caso de Flannery, porque una pasión tan radical como la de Simone siempre incitará reacciones, asimismo, apasionadas. Independientemente de nuestro credo religioso, de si se es o no creyente, es posible abordar los textos de Simone desde una óptica laica y leerlos no como ensayos teológicos (aunque eminentemente lo son: teología heterodoxa), sino como preciosas metáforas de la creación artística y testimonios de los procesos creativos de la propia autora. Porque Simone, antes que pensadora, antes que santa herética, es escritora. No por nada, Albert Camus y T.S Eliot se reconocieron rendidos admiradores suyos. Este último diría: “Debemos exponernos al genio de esta mujer, porque su genio es el de un santo.”
Insólito que siendo hija de un matrimonio burgués de origen hebreo que educó a sus hijos en el más absoluto agnosticismo, se haya convertido al cristianismo, aunque, más insólito aún, no a través de las Escrituras sino del arte mismo, más específicamente de los griegos y sus conceptos que amalgaman los preceptos cristianos y estoicos. “(...) sé por experiencia que la virtud estoica y la cristiana son una sola y misma virtud —le escribe Simone a su gran amigo, el padre Perrin, a quien conoce en Marsella en 1941 e insiste en bautizarla —: Me refiero a la virtud estoica auténtica, que es ante todo amor, no a la caricatura que hicieron de ella algunos brutos romanos.”
Para Simone la estética del Renacimiento no logra recuperar el contacto con la belleza del mundo pues, considera, pretendió restablecer el vínculo espiritual con la antigüedad pasando por encima del cristianismo. “Quizá en esencia, los vicios, las depravaciones y los crímenes son casi siempre, o incluso siempre, tentativas de comer la belleza, de comer lo que sólo se debe mirar”. Los místicos ingleses terminarían por incendiar su corazón. Y aunque Coles y otros la llamen “loca”, sus palabras bastan para convencerme de que no se trata de una fanática, sino de una estudiosa y razonadora del cristianismo, una de las más profundas que ha tenido dicha corriente. Nacida en París, el 3 de febrero de 1909, Simone Adolphine Weil se caracterizó como su hermano, el matemático André Weil (de los más brillantes del siglo XX) por su genio precoz, si bien Simone asegura sentirse muy inferior a él.J.M Perrin, compilador de sus últimas cartas y ensayos, publicados bajo el título de A la espera de Dios (Trotta, Madrid, 2000, traducción de María Tabuyo y Agustín López), asegura que desde los cinco años Simone se caracterizó por su compasión a los desdichados, al negarse a tomar un solo terrón de azúcar para hacérselo llegar a los franceses que sufrían en el frente. Gustave Thibon (1903-2001), receptor original de los gruesos cuadernos de Simone, quien recomendada por el ante dicho Perrin trabajaría como criada en casa del escritor francés, lo narra de la siguiente manera: “(…) No pudiendo exponerse (…) a los peligros que pesaban entonces sobre los franceses, quiso al menos compartir sus privaciones y se obligó rigurosamente a no consumir más que la cantidad de alimentos acordada en Francia por las tarjetas de racionamiento (…)” (La gravedad y la gracia, JUS, México, 1991, traductor no especificado, p. 27).Podrá sonar muy exagerado, ideal para esbozar una hagiografía, pero perfila el que será el sino fatal de Simone, una santa que no aspiraba al Cielo ni a la Gloria, sino a reformar la condición humana que, por entonces, se manifestaba en toda su monstruosidad. No poco hay que decir a su favor: lejos de quedarse estancada en la fe, buscó incesantemente respuestas a sus dudas tanto en la literatura como en la ciencia. Finalmente las encontró en su lectura, ésta sí fanática, de los clásicos griegos. Son estos quienes contribuyen a hacerla descifrar el terrible mundo entre guerras en que le tocó vivir, por completo despojado de la noción de kharma, según se le conoce en Oriente, y que no es otra cosa que moderación, geometría de la virtud… totalmente alejados de los griegos, sus coetáneos, y nunca más parecidos a los romanos: “Los romanos despreciaban a los extranjeros, a los enemigos, a los vencidos, a sus súbditos, a sus esclavos; así no tuvieron ni epopeyas ni tragedias (…) Los hebreos veían en la desgracia el signo de pecado y por ende un legítimo motivo de desprecio (…) Por eso ningún texto del Antiguo Testamento tiene un tono parecido al de la epopeya griega (…) Romanos y hebreos han sido admirados, leídos, imitados en actos y palabras, citados siempre que hubo necesidad de justificar un crimen, durante veinte siglos de cristianismo” (“La Iliada o el poema de la fuerza”, La fuente griega, JUS, México, 1991, traductor no especificado, p. 40).
Fue la segunda estudiante más destacada de la Ecole Normale Superiore. La primera, casualmente, era otra Simone: De Beauvoir. Llegaron a coincidir, según lo destaca la propia Simone De Beauvoir en Memorias de una joven formal, pero la amistad nunca se dio al ser las búsquedas de ambas jóvenes radicalmente opuestas, sin bien complementarias:

“(…) Seguí surbordinando las cuestiones sociales a la metafísica y a la moral (…) Esta terquedad me impidió sacar provecho de mi encuentro con Simone Weil. Mientras preparaba la escuela Normal, pasaba en la Sorbona los mismos certificados que yo. Me intrigaba a causa de su gran fama de inteligencia y por su extraña vestimenta; deambulaba por los corredores de la Sorbona, escoltada por un grupo de ex alumnos de Alain; llevaba siempre en un bolsillo de su chaquetón un número de Libres propos y en otro un número de L’Humanité. Una gran hambre acababa de asolar a China y me habían contado que al enterarse de esta noticia, ella se había echado a llorar: esas lágrimas forzaron mi respeto aún más que sus dones filosóficas. Yo envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero. Un día logré acercarme a ella. Ya no sé cómo se inició la conversación; declaró cortante que una sola cosa contaba hoy sobre la tierra: la Revolución que daría de comer a todo el mundo. Respondí de manera no menos perentoria, que el problema no era hacer la felicidad de los hombres, sino encontrar un sentido a su existencia. Me miró de hito en hito: “Se ve que usted nunca ha tenido hambre”, dijo. Nuestras relaciones se detuvieron ahí. Comprendí que me había catalogado: “una burguesita espiritualista” (…)” (Edhasa, 1981, traducción de Silvina Bulrich, p.p 247 y 248)


Del aspecto de Simone Weil llegó a mencionar algo Simone De Beauvoir –que tampoco se caracterizaba por su esmero en su arreglo personal, hay que aclarar-, secundada por algunos más: Que rara vez se lavaba los dientes, dicen… Que su cabellera cobriza parecía impeinable y era ligeramente bizca, aunque hay quienes afirman que se esforzaba en ser fea para no llamar la atención por nada que no fuera su palabra.
A los dieciséis años, cuando recibió su primer beso, Simone Weil decidió que no era experiencia digna de repetirse. Apasionada de la doctrina marxista —“Soy por disposición natural extremadamente propensa a dejarme influir, sobre todo por las cosas colectivas” —se le expulsa del liceo donde comienza su carrera docente encabezando un mítin de obreros desempleados: “Señor Inspector- le dirá a un inspector general que la amenazó con graves sanciones si continuaba participando en mítines revolucionarios, con el puño en alto-, siempre he considerado la cesantía como la coronación normal de mi carrera.”
A los 25 años terminará trabajando un año como operaria manual en diversas fábricas como la Renault, no solo por solidaridad con el gremio obrero, sino para meterse en la carne de los explotados y comprenderlos mejor. Esta experiencia, narrada en La condition ouvrière —“Allí recibí para siempre la marca de la esclavitud” — la afecta profundamente, tanto anímica como físicamente, y sus padres la llevan casi a la fuerza a Portugal para que se recupere de una sinusitis. Será ahí donde, tras presenciar una procesión católica popular a la orilla del mar, será tomada por Cristo, “no sólo implícita sino conscientemente”. Era el año de 1937. En una carta pregunta a su hermano André: “¿Has leído a San Juan de la Cruz? Actualmente es mi principal ocupación. Conseguí también un texto sánscrito en letras latinas. Son dos pensamientos extraordinariamente semejantes. La mística de todos los países es idéntica. Creo que también Platón debería estar incluido en la categoría de los místicos…”, y posteriormente se dará a la tarea de demostrarlo a través de una serie de magníficos ensayos compilados bajo el título La fuente griega. Cuatro años más tarde, en 1941, se emplearía como obrera agrícola, plenamente convencida de que no debe separarse el trabajo manual del trabajo intelectual. Hacer creer lo contrario, afirma, ha servido para ejercer dominio sobre los trabajadores. No es gratuito que se haya impuesto acercar a la gente del pueblo a los clásicos griegos, origen de la escritura de los artículos que componen La fuente griega: “(…) Sentí, el año pasado, que la gran poesía griega estaría cien veces más cerca del pueblo, si pudiera conocerla, que la literatura francesa o moderna (…)” Gustave Thibón, su “patrón” – que en realidad nunca se tomó en serio el que la brillante muchacha fuera su criada, entre otras cosas por la admirable capacidad de esta para involucrarse en apasionadas discusiones teológicos y salir siempre ganadora- comenta la siguiente anécdota en el prólogo a La gravedad y la gracia: “(…) casi no había espíritu que ella no juzgara capaz de recibir sus enseñanzas más altas. Recuerdo a una joven obrera lorenesa en quien había creído adivinar una vocación intelectual y a la cual empapaba de espléndidos comentarios de las Upanishadas. La pobre chica se aburría mortalmente, pero callaba por timidez y cortesía…” (p. 20). Tras varias experiencias de humillación y servidumbre, la joven se abalanzaría en azarosas aventuras de las que salió milagrosamente ilesa, como su alistamiento al ejército rojo en plena España franquista, negándose, eso sí, a enarbolar más arma que los libros, la cuchara para alimentar a los soldados discapacitados y los instrumentos y remedios para aliviarlos. Lo único que sufrió en su integridad física, fue una quemadura accidental en los pies tras derramar un líquido abrasivo.
Dada la fragilidad psíquica de Simone y su reconocida “disposición natural” a dejarse influir, no sería descabellado suponer que se convirtió, por impacto visual, al cristianismo, aunque en realidad, y como nos lo hace ver José Joaquín Blanco en el prólogo mexicano de La gravedad y la gracia, Simone jamás se congració ni con la piedad caricaturizada y la superstición del catolicismo. Pero fue esta “conversión crítica”, por llamarla de algún modo, la que hizo de ella una artista. Con la misma pasión con la estudió a Marx y a Trotsky, con quien mantuvo una apasionada discusión sobre doctrina marxista, estudió a Cristo. Lejos de ser antagónicas, nos demuestra fehacientemente, ambas doctrinas pueden llegar a ser complementarias: su ideología híbrida es admirable prueba de ello. Esa erudición, sin embargo, la volvió renuente a aceptar los sacramentos de la Iglesia Católica: “Hubo santos que aprobaron las Cruzadas o la Inquisición. No puedo sino pensar que estaban equivocados (...) debo pensar que estuvieron cegados por algo muy poderoso. Ese algo es la Iglesia en tanto realidad social (...) Para que la actitud actual de la Iglesia fuera más eficaz y penetrara verdaderamente como una cuña en la existencia social, haría falta que manifestase abiertamente que ha cambiado o quiere cambiar. De otra manera, ¿quién podría tomarla en serio, recordando la Inquisición? (...) Tras la caída del Imperio romano, de carácter totalitario, fue la Iglesia la primera en establecer en Europa, en el siglo XIII, tras la guerra contra los albagineses, un esbozo del totalitarismo.” (A la espera de Dios, Editorial Trotta, Madrid, 2000, traducción de María Tabuyo y Agustín López, p.p 32 y 49).Consideraba, por otra parte, ser más útil afuera de la Iglesia que dentro de ella, la cual absorbería el tiempo que deseaba dedicar a los desdichados. Para Simone, el ejercicio de la fe debía ser algo tan íntimo y personal como la escritura. Solo en la más absoluta intimidad es posible con-vertirse, volcarse hacia esa ciudad que es el alma y exige una ruptura radical con el cuerpo: una muerte en vida. Estos preceptos que nosotros identificaríamos como cristianos, Simone los tomó de sus lectoras platónicas. Platón, desde el punto de vista de Simone, es piedra de toque para la elaboración de la doctrina cristiana: él intuyó la venida de un Mesías antes que cualquier otro visionario pues los filósofos, a decir del propio Platón, eran, a la ciudad del alma, representantes de la verdad sobrenatural que no cualquiera es capaz de mirar y mucho menos de entender: “Platón piensa que el que llega a la verdadera sabiduría no tiene en sí más de lo que tenía antes, pues la sabiduría no está en él, sino que le viene continuamente de otra parte, a saber de Dios. Él no tuvo otra cosa que hacer sino volverse hacia la fuente de la sabiduría, convertirse (…) Esta luz de la verdad es, pues, la inspiración (…) El alma no puede dar una nueva dirección a su mirada sin volverse íntegramente (…)” (“Dios en Platón”, La fuente griega, p. 88).
Discípula favorita de Alain (Émile Chartier), empezó a publicar sus primeros ensayos literarios y algunos poemas bajo el seudónimo masculino de Emile Novis. Se dejó encarcelar, acusada de gaullismo, porque deseaba consolar a los presos, en especial a las prostitutas. Posteriormente, cuenta Perrin, viajó a Norteamérica donde exploró Harlem, asistiendo a una iglesia baptista donde era la única blanca, para entablar amistad con muchachas negras que la invitaron a sus casas. Cada uno de sus intentos de acercamiento a “los otros” tuvo buena recepción. Su amor al prójimo —“para quien verdaderamente ama, la compasión es un tormento” —la orillaría a actos cada vez más extremos como el que la llevaría a morir el 24 de agosto de 1943, a los 34 años. Oficialmente murió de anorexia (otras versiones, las menos, señalan que de tuberculosis), cuando en realidad se trató de un suicidio consciente, manifestación de su horror e indignación. Su cuerpo era para ella lo menos importante, lo menos necesario. Entre más inmaterial, mejor. En realidad, Simone estuvo enferma desde el momento de nacer y aceptaba sus constantes jaquecas con algo más que resignación. Cada dolor de cabeza soportado con estoicismo era, más que ofrecimiento, un acto de solidaridad con los cientos, miles de judíos padeciendo toda clase torturas físicas y emocionales justo al momento de punzar las sienes de la santa laica: “(…) trabajaba la tierra con una energía inflexible, y se contentaba a menudo con unas moras cortadas de los árboles del camino (…) ponía el mismo ardor y el mismo amor para enseñar los rudimentos de la aritmética a cualquier muchacha atrasado de la aldea (…)”, narra Thibón.Para Simone Weil, artista del hambre parafraseando a Kafka, el universo era el Poema de Dios y se empeñó en poner su grano de arena a tanta maravilla. Imposible decir que murió en olor de santidad como Hildegard von Bingen o Santa Teresa de Jesús: el olor a rosas no formaba parte del entorno de esta joven rara y brillante. La Iglesia Católica difícilmente canonizará a una santa que se atreve a sugerir que Dios “podría no existir”, sin embargo, éticamente hablando, es necesario amar lo que no existe ya que lo que existe no es digno de amor. Difícilmente comprenderán la grandeza alojada en un alma que practica desinteresadamente el sacrificio y la piedad al próximo: “Si se pregunta porqué una determinada palabra ocupa un lugar determinado y puede darse una respuesta, o bien el poema no es de primer orden, o bien el lector no ha comprendido nada (...) Para el poema verdaderamente bello, la única respuesta es que la palabra está ahí porque convenía que estuviera. Y la prueba de tal conveniencia es que está ahí y que el poema es bello (...)” (p.p 108 y 109).


1 comentario:

Montserrat Algarabel dijo...

Simone Weil es una de mis pensadoras favoritas. Bien podría decir que es una mística en sentido estricto por su entrega a la interioridad íntima. Siempre me ha sorprendido la ruta de su postura vital: del sindicalismo al misticismo pasando por la filosofía. Excelente texto. Saludos, n.