Peines y balas

...Cortaba las venas y sangraban palabras.
R.M

Rebecca Miller es más conocida por ser esposa del actor irlandés Daniel Day Lewis –nieto a su vez del poeta Cecil Day Lewis- e hija del dramaturgo, novelista y cuentista Arthur Miller (1915-2005), famoso a su vez por haber sido uno de los esposos de Marilyn Monroe, no obstante avalarle una espléndida obra que lo hizo acreedor al Premio Príncipe de Asturias en el 2000. A Daniel lo conoció, por cierto, durante el rodaje de la película The crucible, inspirada en la obra de Arthur Miller conocida en Latinoamérica como Las brujas de Salem. Los menos reconocen a Rebecca como directora y guionista de tres filmes más que decorosos –The ballad of Jack and Rose, en la que su esposo interpreta a un padre de familia con una enfermedad terminal; Angela y Velocidad personal-; como actriz en un par de filmes: Regarding Henry y Consentig adults. Lo que muy pocos saben –espero que pronto lo sepan más –es que se trata de una narradora excepcional, que ha alcanzado su consagración definitiva en el terreno literario con una primera aunque apasionante novela, Las vidas privadas de Pippa Lee que, contrario a Velocidad personal, adaptada al cine y dirigida por la propia Rebecca, ha sido realizada como película antes de llegar hasta nuestras manos convertida en libro.Me niego a hablar de talentos heredados; prefiero asumir que su padre ha sido una poderosa influencia para ella. En común tiene con Arthur Miller una prosa ágil, lúdica, despiadada a veces. Padre e hija poseen una sorprendente clarividencia para extraer el elemento sórdido de las situaciones más anodinas y cotidianas, como señala. Frank McCourt, autor de la novela Las cenizas de Ángela, “Nos revela lo que teníamos ante nuestras narices y no veíamos. ¿Pero no es ese el don de un verdadero creador?” Rebecca se inicia como directora de cine en 1998, a los 32 años, con la película Angela, por la que obtiene el Filmmaker´s Trophy y el Cinematography Award en el Sundance Film Festival, así como el IFT Gotham. En el 2001, siendo madre de dos hijos, Ronan (1998) y Cashel (2002) publica su primer libro, Velocidad personal (Anagrama, 2003, traducción de Esther Tusquets y Néstor Busquets), nombrado mejor libro del año por el Washington post y cuya versión cinematográfica, dirigida por la propia autora, fue acogida con menos entusiasmo que el libro, no obstante haber obtenido el gran premio del jurado en el Festival Sundance, entre otros reconocimientos.
Rebecca Augusta Miller nació el 15 de septiembre de 1962 en Roxbury, Connecticut, hija del antes citado dramaturgo, quien contaba 47 años al momento de nacer su hija mayor, y de la fotógrafa austriaca Inge Morath. Tenía Rebecca cuatro años cuando nació Daniel, su único hermano, afectado con síndrome de Down y que el escritor rechazó radicalmente, al grado de depositársele en un centro de Nueva York, donde era visitado por su madre los fines de semana. No fue sino hasta cumplir ochenta años que Miller resarció el daño y reconoció la existencia de su hijo. Rebecca siempre se ha negado a tocar el asunto que, a juzgar por su tímida renuencia -y su intervención para que su esposo acogiera en su hogar al hijo que procreara con la actriz francesa Isabelle Adjani, antes de casarse con ella-, debe haberle afectado bastante: “El único que podría hablar sobre el tema es mi padre y él ya está muerto”, es su respuesta habitual.
Rebecca pasó los primeros seis años de su vida jugando en la suite de un hotel, y de ahí pasó a una granja en Connecticut donde creció viendo a sus padres crear en sus respectivas disciplinas. Estudió artes plásticas en la Universidad de Yale y la pintura fue su primera pasión, después la actuación –su debut teatral tuvo lugar con la obra El jardín de los cerezos, de Chéjov, donde interpretó a Anya-, aunque más tarde se descubriría mucho más cómoda detrás de las cámaras que delante de ellas, “la luz de los reflectores no es para mí”, declarará en alguna entrevista. Las evidentes ventajas de Rebecca –ser hija de quien era, su familiaridad con el mundo del cine y su sonrosada belleza prerrafaelita-, sabemos de sobra, pueden generar también prejuicios y convertirse en obstáculos, pero Rebecca ha sabido sortear estos con dignidad y paciencia, ganándose, un poco a la manera de su heroína, Pippa Lee, el respeto por ser quién es y no por su parentesco o su alianza matrimonial. Aunque su novela no es autobiográfica, pudiera decir que Rebecca tiene en común con Pippa Sarkissian ser una mediadora nata, necesitada de lograr la armonía a su alrededor, de procurar el bienestar de quienes entran en contacto con ella, aunque a veces fracase estrepitosamente en su intento.Me pregunto cómo adaptaría Rebecca tres de los siete relatos que conforman la versión cinematográfica de Velocidad personal, donde gran parte de la acción se desarrolla al interior de las protagonistas, mujeres entre 9 y 50 años. Puede que me equivoque, pero es probable que al trasladarse a imágenes, se pierda el valor intrínseco de los textos. La contraportada hace hincapié en un rasgo que pudiera parecer obvio, pero explicaré a continuación por qué no lo es: “su notable sabiduría acerca del mundo de las mujeres”. Cuando hablamos de un libro sobre mujeres, escrito por una mujer, damos por sentado que se trata de un libro feminista, y en cierto modo tiene que serlo. Pero la actitud vinculada al feminismo es la crítica social, hacia “la sociedad”, que es el término con que se engloba al patriarcado, no solo al género masculino. En ese sentido, Velocidad personal no es un libro feminista… pero mucho menos es lo contrario. Ni siquiera es posible hablar de un “contenido crítico”, cosa que sí es posible tratándose de su novela. Es un libro sobre mujeres: nuestras madres, nuestras hermanas, nuestras hijas, nuestras amigas y nosotras mismas. El talante narrativo no se propone ser humorístico, aunque lo resulte a veces. Simplemente expone una serie de realidades que, trasladado al lenguaje literario, nos resultan cómicas por lo mucho que nos obliga a reconocer la vida real en todo su ridículo esplendor.
Las mujeres de Rebecca, desde la más vieja (Bryna), hasta la más joven (Nancy), no saben qué diablos quieren, ni quienes diablos son. Tienen libertad y no saben para qué maldita cosa sirve. Se miran en el espejo y no se gustan, ni siquiera la muy hermosa Julianne, porque de una u otra forma nunca estarán –o se sentirán- a la altura de las circunstancias. No todos los peines son resistentes a la espesura de una melena dorada, como ocurre con Grace, la hija de Pippa Lee –y presiento que a la propia Rebecca-, que por doquier deja peines desdentados. Al realizar la descripción física de sus mujeres, tanto las de Velocidad personal como las de Las vidas privadas…, Rebecca elige con justicia que conmueve las palabras con que nos describiríamos a nosotras mismas: “Dentro de cinco años aparentaría cuarenta, pero en ese momento era sexy y lo sabía”, “El trasero era un pequeño problema, porque no encajaba con el resto”. Juega Rebecca con contrastes que finalmente no lo son: la protagonista de su primer relato, Greta, editora de libros de cocina que por un increíble golpe de suerte termina siendo editora (y amante) de uno de los escritores más famosos del mundo, no sabe que hacer con un marido perfecto, guapo y talentoso, que además, oh inconveniente, la adora, “Iba a deshacerse de su hermoso marido como de un párrafo redundante”, mientras que Delia, protagonista del segundo, no sabe vivir sin el marido abusivo que le ha tirado –casi- los dientes. En realidad no creo que exista mucha diferencia entre Greta y Delia, no en lo fundamental: Una no se explica por qué no logra la felicidad con un esposo convencionalmente ideal, mientras que la otra se percata, confundida, de que se siente bien consigo misma, pero la sociedad no le permite admitir que la hace feliz ser golpeada y humillada; “amor apache”. Descubrimos entonces que la libertad de la que gozamos las mujeres es relativa; que las conductas e ideales establecidos por nuestra aséptica sociedad occidental todavía obstruyen la forma en que nos placería desenvolvernos. En pocas palabras: la emancipación nos queda corta
El tercer relato (que junto con el sexto fue el que más me gustó, aunque lo extirparan de la película) nos muestra a Louisa, una talentosa e insatisfecha pintora que no se permite enamorarse, por lo que muda continuamente de pareja, “(...) se debatía a la espera de un príncipe, pero no había príncipes, sólo postales de príncipes”, todo para terminar enganchada al que más le recuerda a su hermano gemelo Seth, que ella misma ha creado e idealizado y tuvo que morir para que ella viviera. El cuarto y quinto relatos tienen personajes en común, Julianne, poeta fracasada que ha destacado por su espléndida apariencia y de pronto advierte, a los cuarenta y un años, que ha empezado a apagarse, “Los cambios de su cuerpo hacían que Julianne sintiese que se estaba separando de sí misma”, y Bryna, su ama de llaves, que se distrae de su vida monótona contemplando a su patrona a quien supone realizada y feliz, si bien “Ella nunca escribiría un gran poema. En lugar de eso, se había casado con un gran hombre”. Nancy, protagonista del sexto relato, es una niña problema de nueve años a quien sus padres consideran “rara” por sus hábitos cleptómanos, por sus arranques violentos y, sobretodo, su extraño talento para pasar inadvertida. Hija de dos importantes personajes del jet-set, Nancy tiene la más extravagante afición: cronometrar el tiempo que puede permanecer en la misma habitación de su padre, sin que este se percate, alcanzando un récord de una hora, diecisiete minutos y treinta y cuatro segundos. Cualquier malpensado supondría que este es el relato más autobiográfico del libro, cosa que, para variar, Rebecca no niega ni afirma. Finalmente, Paula, una excéntrica jovencita que enfrenta dos disyuntivas en un solo día: abortar al bebé que espera y auxiliar en su fuga a un muchacho que presenta huellas de tortura y pudiera ser prófugo de la ley. El desenlace de cada uno de los siete relatos es la fuga de las protagonistas; fuga que puede ser física, imaginaria o emocional. Invariablemente se descubrirán en el lugar y momento equivocados y se cuestionarán qué es lo que realmente quieren de la vida y cómo obtenerlo, aunque a veces el medio sea demasiado arriesgado o heterodoxo. Bien dice Matt Thorne: “(...) estos relatos avanzan directamente hacia direcciones inesperadas.”Las vidas de Pippa Lee representa también una historia de madres e hijas, donde pareciera que las carencias emocionales y una relación casi enfermiza entre unas y otras se transmite de generación en generación. El peso de la historia recae, sin embargo, en una sola mujer que en realidad es muchas: Pippa Lee, quien al comienzo de la historia se muestra como la ejemplar esposa de un editor de ochenta años, que ha sacado adelante a dos hijos y ahora se propone seguir a este al que será, aunque no lo digan en voz alta, su refugio ideal para esperar la muerte: un complejo residencial para personas de la tercera edad al que en broma denominan “Villa Arruga”. Pippa, en efecto, es demasiado joven para confinarse en aquella “antesala del Paraíso”: tiene cincuenta años, treinta menos que su exitoso marido, y de algún modo se convierte en la jovencita del lugar. Acaso sea este hecho, ser tratada de nuevo como una muchacha, lo que produce en ella una serie de extrañas reacciones, por ejemplo, recordar una juventud que había optado por sepultar en su memoria, quizá por cuanto la exhibe ajena a la admirable mujer y madre que es en la actualidad. La narración pasa de la tercera a la primera persona cuando Pippa opta por reconocer ante sí misma que fue una muchachita llena de traumas: hija apasionada de su madre, afecta, como esta, a las anfetaminas; con un desastroso debut como seductora de hombres maduros y una alucinante experiencia lésbico-masoquista con la amante de una tía; una chica de diecisiete años que siente asco por los ángeles e intenta asemejarse lo más posible a Clint Eastwood: “(…) Cuando ya tenía once, doce años, cada vez que a Suky le daba un ataque de amor por mí o tras una discusión, ella se ofrecía a prepararme un biberón. Y a mí me encantaba. Ella lo preparaba y yo me tumbaba y me lo tomaba mientras miraba por la ventana como un bebé. Incluso después de descubrir lo de las pastillas, de que el simple roce de su piel me hiciera daño y de que empezara a fantasear con matarla, incluso entonces, todo se arreglaba con un biberón. El último lo tomé a los dieciséis años de edad.” (Anagrama, Barcelona, 2009, traducción de Cecilia Ceriani, p. 110)
No obstante obedecer ciegamente a sus impulsos sensuales, la joven Pippa es una joven sincera y leal a sus amigos, que al momento de ingresar en la vida de Herb Lee, casado entonces con la bellísima, voluptuosa y mortífera Gigi, no cuenta con ambición de ningún tipo, mucho menos literaria, “aquí hasta el mayordomo escribe relatos”, le dirá Herb en broma, haciéndole ver que nadie que se acerque a él lo hace sin pensar en triunfar como escritor. Pippa ni siquiera sabe quién es él cuando tienen un primer acercamiento, en una de las fiestas de Gigi y sin embargo el enamoramiento se da fulminante entre la jovencita y el ya talludo editor cuarentón. Pippa se transformará en la amante de Herb y, tras algunos inconvenientes, en la tercera señora Lee. Pese a tus turbadoras experiencias, Pippa renunciará radicalmente a las drogas para transformarse en la mejor mujer del mundo para su esposo e hijos. Cosa curiosa, es justo cuando el matrimonio ha entrado en su faceta de paz y armonía, al retirarse del mundanal ruido, que la dulce domesticidad da una brutal voltereta: Pippa se descubre sonámbula, entabla una curiosa amistad con el excéntrico hijo de unos vecinos que es un perfecto fracasado de treinta y cinco años con un tétrico Jesucristo tatuado en el pecho… y descubre que su esposo anciano e hipertenso le es infiel con la persona que menos se imagina: “Cuando los mellizos eran pequeños, yo tenía un sueño recurrente en el que me servían en una fuente enorme y los niños me comían. Siempre les habían gustado las costillas y arrancaban las mías con sus manos fuertes y grasientas y se las comían con voracidad, untadas en salsa de barbacoa. Lo más extraño del sueño era que yo permanecía siempre consciente y sonreía. Lo único que se me ocurría pensar era si los niños estaban comiendo suficientes proteínas.” (p. 228). Pippa, pues, se reivindica no una, sino dos veces: la primera, cuando pasa de drogadicta sin oficio ni beneficio a dedicada madre y esposa. La segunda, cuando pasa de esposa engañada a mujer que se da permiso para reencontrar a la Pippa que dejó abandonada en el camino.
Retirada por el momento en el condado irlandés de Wiclow, de donde es originario su esposo, Rebecca Miller prepara su segunda novela, mientras se repone de la promoción de su más reciente filme, Las vidas privadas de Pippa Lane, encabezada por Robin Wright Penn, Keanu Reeves y Alan Arkin, y un elenco increíble de populares actores en los roles secundarios: Winona Ryder, Julianne Moore, Monica Belluci, Jennifer Jason Leigh, entre otros.

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