
“Para nuestro propio bien” es un persuasivo argumento, que, eventualmente, puede conducir al hombre a que consienta su propia destrucción”. Una vez que Janet Frame hubo caído en cuenta de esto, empezó a forjar, discreta pero perseverante, su camino hacia la salvación de su persona, de un trocito suyo al menos, aferrada a aquel libro de Shakespeare, más amuleto que otra cosa, pues ni siquiera le era permitido leer. Janet no especifica el título del librito, aunque constantemente cita a Shakespeare, muy especialmente a Ofelia, con quien tiene en común el aprendizaje del lenguaje de la locura como táctica de sobrevivencia: “(…) la primera pasión de un libro consiste en sentirse leído, él había optado por leerse a sí mismo, lo cual explicaba la caída gradual de las páginas (…)” (Rostros en el agua, Plaza & Janés, 1965, Barcelona, traducción: Alfredo Percovich, p. 107) ¿Qué delito purgan algunas personas tipificadas como “enfermas mentales”? En el caso de Janet, tener un pelambre color zanahoria y ser ridiculizada por ello. Permitirse ver el mundo con sus ojos propios y desconfiar abiertamente de aquello que se supone “correcto”, “adecuado”, “mejor”. Dibujar y pegar estrellas contra un fondo negro para tener noches privadas. Saber vestirse por sí misma cuando se supone que debe dejarse vestir como un maniquí inanimado y rebelarse a menudo contra la máscara de falsa serenidad que se le quiere imponer a fuerza de electrochoques, experiencia que Janet Frame narra con la misma rabiosa nitidez que Sylvia Plath: peor que el “tratamiento” es la horrible incertidumbre con que se acuestan las internas, preguntándose si al día siguiente se les dará la indicación fatal: “Hoy no hay desayuno para ti”.
Debilitada, despojada de todo menos de su voluntad de escribir, Janet aguardaba en la antesala del cadalso: diagnosticada “esquizofrénica”, esta paciente, que previo al manicomio era una brillantísima alumna de la Universidad de Dunedin, un equivalente a nuestra escuela normal, y también de la Universidad de Otago donde cursó estudios de psicología, había sido condenada a una lobotomía. Según el diccionario de la Real Academia Española: “ablación total o parcial de los lóbulos frontales del cerebro”, cirugía muy de moda por entonces para “cambiar la personalidad”. Significa que pasaría a ser una autómata a la que (Frame dixit) llevarían de paseo, arreglarían con maquillaje, cubrirían con un pañuelo de flores su cabeza rapada. Se volvería silenciosa, pálida y dócil: ¡la mujer ideal!, “Me dieron el nuevo tratamiento eléctrico, y de repente, mi vida se desenfocó. No podía recordar. Estaba aterrorizada. Me comporté como se comportaban los que me rodeaban. Yo, que había aprendido el lenguaje, hablaba e interpretaba ese lenguaje. Me sentí totalmente sola. No había nadie con quien hablar…estabas encerrada, hacías lo que te decían o te atenías a las consecuencias… y no había más. Yo estaba ahí de por vida.”
Entre más electrochoques recibía, más se convencía Janet de que no le quedaba más remedio que desarrollar una especie de caparazón, una máscara imperturbable, digamos mejor, un sistema para morder un pañuelo imaginario que le permitiera aparentar indiferencia y estupidez ante la injusticia y el espantoso peinado semanal a base de petróleo y bencina para contrarrestar piojos y algo todavía más peligroso: feminidad. Ni siquiera resignación, que no es otra cosa que nostalgia de la felicidad y las locas, se supone, nada echan de menos porque han sido despojadas de todo esto, no, mejor adoptar “el lenguaje de Ofelia”, no despertar sospechas en cuanto a su capacidad de raciocinio, pequeño detalle que tan amenazante resulta a quienes pretenden subyugar a un rebaño: “(…) Conocía el lenguaje de la locura, creado con palabras en las que no intervenía la razón pero que contenían, sin embargo, un nuevo grado de razón, así como los ciegos crean, por medio del tacto, una forma práctica de esa visión que les ha sido negada.” (Rostros en el agua, p. 102)

-La vamos a cambiar de pabellón, señorita Frame. Y ya no habrá lobotomía: acaba de ganar el premio Hubert Church a la mejor prosa.
El libro que salvó la vida a Janet, La laguna, una colección de historias cortas, escrito parcialmente durante su reclusión, fue el primero de su producción que publicó, en 1951. La escritora libró la lobotomía, pero no con bastante tiempo para salvar también la dentadura. Una muchacha de veintisiete años despojada hasta de los dientes, aunque, se dice, ya los tenía podridos, efecto de la pésima alimentación y la imposibilidad de una elemental higiene. Se permitió sin embargo el máximo acto subversivo de alguien en su posición: sonreír. Su amiga Nola no se salvaría: ahí estaba también, aguardando su turno. Nola es, probablemente, el personaje al que Janet recuerda con más afecto en su autobiografía, la amiga que poco más tarde, una vez operada, apenas la reconocería.

Janet Paterson Frame Cluth, su nombre completo, creció en Omaru, en la costa este de la isla. Conoció la tragedia desde muy temprana edad, con los constantes ataques epilépticos de su hermano mayor y único hijo varón, y la tétrica coincidencia en la muerte de dos de sus hermanas que murieron ahogadas en accidentes separados, con diez años de diferencia (1937-1947). Aunque la pobreza forzaba a los Paterson a mudarse continuamente, la muchachita pelinaranjada cultivó, como por impulso, el hábito de la lectura que habría de convertirse en su refugio, incluso cuando se le impidió leer, como ya vimos. Durante toda su vida estudiantil fue muy aplicada, ganando numerosos premios, pero siempre solitaria y apartada del resto, carente de amigos, identificada con las heroínas estoicas, las que sufren en silencio. No tardaría en justificar esa fama de excéntrica que desde niñita le acarrearon su peculiar cabellera que no le permitían arreglar y su ensimismamiento poético en un cuadernillo con lunares rojos donde le escribía al Capitán Scott. Con todo y que nadie avizoraba un destino prometedor para aquella rara criatura, Janet trabajó muy duro para ganarse un lugar en el mundo que parecía no existir para ella. Esta idea pareció reafirmarse cuando años más tarde, siendo ya maestra de secundaria, fue hostilizada por un inspector que desaprobaba sus métodos poco ortodoxos de enseñanza, hasta lograr que la despidieran. Empezó a circular la versión de que la inteligente señorita Frame estaba loca.


Practicante del nomadismo desde su salida del manicomio, Janet pasó el resto de su vida entre España, Inglaterra y su isla natal. En 1983 obtuvo la orden de comandante de las artes y las letras del Imperio Británico. Murió de leucemia a principios del 2004, en el Hospital de Dunedin, yéndose tan tímidamente como llegó. Uno de sus pocos libros traducidos al español es precisamente Un ángel en mi mesa (1985), que compila los tres libros de los que consta su autobiografía, publicado por Six Barral, en 2009, traducida por Aleix Montoto, Ana María La Fuente y Elsa Mateo.Quienes la trataron en plan amistoso, como la escritora neozelandesa Stephanie Dowrick, autora de la novela El corazón universal, la recuerdan como una persona terriblemente divertida, con un perverso sentido del humor y, al mismo tiempo, poseedora de una conmovedora humildad. Aunque se negó sistemáticamente a dar entrevistas y jamás se registró con su verdadero nombre en los hoteles, dejó su voz fielmente grabada en la prosa eufórica y exultante de su literatura, “Antes de la película de Jane Campion me conocían como la loca. Ahora soy la escritora loca y gorda”, solía bromear, riendo con su impudor de muchacha desdentada.
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