
— ¿Dónde te han tenido escondida los sandinistas?—preguntó Fidel a la escritora, en aquella la última noche del año 78.
Muchas historias se cuentan alrededor de la figura de Fidel Castro, terribles algunas, pocas que puedan considerarse románticas, no obstante la legendaria apostura del General y sus “barbudos” que debe haber desatado pasiones femeninas al por mayor. Hubo, sin embargo, una mujer que lo hizo echar mano de olvidados versos de Martí para, a su vez, transmitirle a ella los sentimientos para los que no encontraba palabras. “Y sacó los libros de Martí. Me leyó pasajes. Yo estaba subyugada por sus emanaciones de héroe. No podía creer la suerte que me permitía compartir ese tiempo con Fidel. La tranquilidad, el silencio de aquel edificio dormido.”
La mujer en cuestión era una reconocida escritora nicaragüense que llegó a vivir exiliada en México tras su febril actividad en el Frente Sandinista, para luego retornar al “país bajo su piel” en 1978, al triunfo de la Revolución. Apenas verla, con su leonada cabellera castaño dorada y sus adormilados ojos en forma de almendras rojizas, Fidel perdió la pose de guerrillero. Pero el amor de la escritora en cuestión—secretamente enamorada del comandante en su adolescencia—, pertenecía a su familia, su actual esposo Carlos y sus cuatro hijos, con quienes radica en Los Ángeles. Todo cuanto quedó de aquel encuentro, nos dice ella en El país bajo mi piel, fue literatura.


Aquellos primeros poemas conmocionarían a la conservadora familia de Gioconda, quien ni siquiera contempló el empleo de un seudónimo. Esposa modelo, hasta entonces, de un hombre no malo pero sí frío, totalmente desprovisto de pasión y de interés por el dolor del pueblo oprimido. A las damas de Managua les pareció un escándalo, una desvergüenza, que una mujer celebrara la sexualidad, como dice la propia Gioconda, reapropiándose de su cuerpo y subvirtiendo sin recato el orden social: pasar de objeto a sujeto. La censura, por supuesto, abarcó al esposo ofendido que no se hallaba en aquellos anhelos y experiencias que evidentemente lo excluían. La crítica especializada, sin embargo, recibió con asombro y placer aquella revelación poética. Cuando dos años más tarde obtuvo el Premio Mariano Fiallos Gil, Gioconda, que por entonces vivía prácticamente una doble vida –espía y dama de sociedad- obsequió el monto íntegro de su premio a la familia de un guerrillero llamado Camilo que acababa de ser liquidado, dejando tras de sí hijos pequeños y una mujer embarazada. A través de la poesía, como de la subversión contra el régimen, Gioconda se redimía para contribuir a la redención de los demás. Estaba conciente de que exponía su vida, que si bien el régimen somocista no se caracterizaba, como el de Pinochet en Chile y el de Videla en Argentina, por torturar a los hijos de los disidentes, cualquier movimiento en falso podría convertir a sus hijas en huérfanas. Su condición burguesa atenuaba un poco el riesgo, pero no tardó en advertir que estaba siendo vigilada día y noche por unos militares. Ni siquiera eso la detuvo: se las ingenió para burlar la vigilancia y mantenerse activa como correo y contacto de la guerrilla. Publicaría su primer libro de poesía, Sobre la grana, en 1972 y su producción literaria sería, a partir de entonces, incansable.

Gioconda, la que comparó al huracán Mitch que asoló su tierra con algodón de azúcar—“Cállate ya, paisito cansado de llorar”—tiene una forma muy valiente y peculiar de manifestar su feminismo, a través de una tierna exaltación de lo femenino y de permitirse explorar la ternura de su lado masculino, “(…) Sin renunciar a ser mujer, creo que he logrado también ser hombre”, escribe en el prólogo de sus memorias de amor y guerra. Sus poemas y novelas hablan concretamente de la mujer. No de la mujer-cárcel sino de la mujer-pájaro que extiende sus alas y emprende un vuelo azul. Su poesía y su prosa reflejan la voluptuosidad que le produce el acto de la escritura. Le canta a los amigos, a Juan Gelman y a su compatriota Sergio Ramírez, por ejemplo; a los poetas varones a quienes instruye, con descaro de niña, en los trucos para seducir a sus musas. Canta también al “te amo” cotidiano (que no rutinario), al cigarro compartido luego de hacer el amor, a la separación de los amantes por la mañana, a la maternidad… como en ese espléndido poema donde increpa a la mujer que la desaprueba: “Cuatro hijos tendrían que haber terminado con la sensualidad/ o el deseo. Como si cada hijo mágicamente redujera la libido/ y no fuera la realidad exactamente lo contrario.”

El que la narradora sea una chica actual permite una mayor verosimilitud al fresco relato de las desventuras de Juana, aunque siempre queda preguntarse si esta Juana rebelde que insiste en amamantar a sus hijos, cuando esta no era una práctica bien vista en mujeres de la realeza –para ello existían las nodrizas- es la verdadera Juana o una maravillosa creación de Gioconda. Sirviéndose de la encantadora Lucía como médium, reconstruye la historia de una joven reina víctima de las circunstancias que enfrentó valientemente su terrible destino, pero sobretodo, recrea con esas palabras tan suyas, donde erotismo y política se funden, casi silvestres, la pasión adolescente que devoró a Juana y a Felipe y que, si bien secó a este último, mantuvo su llama en el cuerpo y el alma de Juana hasta el último aliento, así como despertar amoroso y sensual de una adolescente que, reconoce a Gioconda, tiene mucho de ella misma. A través del sexo descubre Lucía algo más que el placer: descubre a Dios; el Dios que las monjas pretendieron ocultarle, “Y el cuerpo es tan sencillo, Lucía. Es lo más puro que poseemos. La mente en cambio está llena de vericuetos. Ése es el laberinto. Y en la vida real, no hay Ariadna ni hilo de plata. Es uno y el Minotauro jadeando. Siempre tan cerca.”

Gioconda realiza, pues, una convincente fusión del dogma creacionista con ciertos apuntes darvinistas y el resultado no es una recreación “histórica” ni épica, sino algo próximo al ámbito de lo fantástico. Con lenguaje eminentemente poético, se indaga no solo en los orígenes de la naturaleza humana sino en las intenciones del omnipresente y veleidoso Elokim para orillar a sus criaturas a la autodestrucción. Quien se encarga de “psicoanalizarlo” es nada menos que la Serpiente, única que ha visto a Elokim y, además, lo conoce como a sí misma, lo que lleva a suponer a Eva que la Serpiente –que es mujer- debe ser la Eva castigada de ese creador que juega con ellos desde un escondite insospechado: “(…) Así lo dispuso Elokim. No sé por qué tiene una cierta afición al dolor. Quizás él querría sentirlo (…).” (p.p 149).
Las palabras que lo conforman este lenguaje poético son pronunciadas por primera vez por aquellos, primer hombre y primera mujer, pero esas palabras ya estaban allí, esperando por los habitantes inaugurales del Jardín para materializarse en canto, lengua primigenia del género humano y de los animales en general. El perro y el gato son los primeros compañeros de Adán y Eva. A través de sus ojos, se nos dice, acecha la sombra de Elokim. Eva, quien brota de Adán en un parto indoloro, está dotada de algo de lo que el hombre, quien obedece ciegamente los designios de su creador, parece reprimir: curiosidad. La duda impregna el discurso de Eva, sensible a las contradicciones de quien, paradójicamente, los dota de libre albedrío solo para condicionándoselos. Eva, animada por la voz de quien habrá de convertirse en una especie de lazarillo para ella y Adán, come del árbol del Conocimiento, higo y no manzana, como en la tradición judaica, y Adán, el cauteloso, ¿miedoso?, terminará atragantándose del fruto prohibido que tan insípidos hace parecer los pétalos caídos del cielo con que se alimentan. Por naturaleza, Eva es una inconforme. Adán también, pero no se entera hasta que ella le abre los ojos. El precio por sucumbir a la tentación del conocimiento, que aniquila la inocencia, es la expulsión del Jardín… por el propio Jardín que prácticamente los arroja en una especie de parto de la tierra. Adán y Eva se verán obligados a buscar su propio sustento y a echar mano de su instinto -¿ingenio?- para sobrevivir. La Serpiente les aligerará la carga con sus consejos, más prácticos que apegados a la curiosa ética de Elokim. Expulsados del Jardín, Adán y Eva, y su perro y gato, no tendrán más remedio que crear su propio jardín, donde ya disponen de lo elemental para iniciar su creación particular, incluyendo una manada de seres asombrosamente semejantes a ellos: simios. De estos y otra fauna colocada ex profeso en aquel nuevo escenario para uso de sus nuevos habitantes, aprenderá la pareja no solo a sobrevivir sino a interpretar sus propias reacciones, emociones y necesidades que se les presentan tan novedosas como aterradoras. Observando los ciclos biológicos de las hembras, Eva descifra aquella sensación de “traer el mar adentro” y se somete resignada al doloroso proceso mediante el cual pare, primero, a los gemelos Caín y Luluwa, y meses después a Abel y Aklia. Elokim parece empeñado en doblegar la naturaleza de los vástagos de sus criaturas, como antes hiciera con estas. La novela de Gioconda Belli ilustra admirablemente la ardua lucha de temperamentos, haciendo de esta una redonda alegoría de las veleidosas relaciones entre los seres humanos, algunos de los cuales, como Aklia, todavía experimentan la irreprimible necesidad de correr a reunirse con la manada a la que sienten pertenecer de verdad.

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