Peor que humana

Para Liliana Blum, su fan número uno

…si eres una mujer que escribe, alguien, en algún sitio, te preguntará: “¿Se considera usted ante todo escritora o ante todo mujer?”. Cuidado. Cualquiera que haga esta pregunta odia y teme a la literatura tanto como a las mujeres.
M.A

Tuve mi primer encuentro con Margaret Atwood gracias a la antología ¿Dónde es aquí?, 25 cuentos canadienses (Fondo de Cultura Económica, Tierra Firme, Tomo I, 2002), coordinada y prologada por Claudia Lucotti, donde, de entrada, sorprende que las escritoras superen en número a los escritores, 15 contra 8. Al margen de disquisiciones sexistas, resulta interesante que una literatura emergente como la canadiense goce de tan dignas exponentes del sexo femenino, máxime de una candidata al Nóbel de Literatura (su nombre fue el que más sonó a finales del 2004). Las enormes virtudes de su relato incluido en la citada antología, "Muerte por paisaje" (traducido del inglés por Mónica Mansour, tomado del libro aún no publicado en español, Wilderness tips), se repiten en el resto de su prosa, particularmente en su exquisita novela El asesino ciego (Ediciones B, 2001, Traducción de Dolors Udina), acreedora al prestigiado Premio Booker 2000.
Destacaría entre tales virtudes, poco frecuentes en la literatura posmoderna, tan afectado por el predominio de la imagen y el lenguaje sesgado impuesto por las nuevas tecnologías: la recreación de atmósferas. También la claridad de su exposición, característica que la propia Margaret alaba en George Orwell, acaso la mayor de sus influencias literarias: “La prosa debe ser como el cristal de una ventana”, dijo Orwell, opuesto a las florituras y eufemismos, como la propia Margaret. De él aprendió también que “(…) Para avanzar hacia un mundo mejor, hacia la utopía que nos prometieron, primero debe modificarse la distopía.” (“George Orwell: algunos nexos personales”, La maldición de Eva, Lumen, Barcelona, 2006, traducción de Montse Roca, p. 116). Esto no quiere decir que sea decimonónica (se dice que todo escritor descriptivo es decimonónico) porque sus descripciones revelan a una escritora admirablemente sincronizada con su circunstancia histórico-política y, al mismo tiempo, con un pie en el futuro, lo que la circunscribe en una corriente literaria hasta hace poco inexistente, tanteada apenas por autores mucho más jóvenes que ella como, se me ocurre, el inglés Martin Amis, e iniciada por una contemporánea de Margaret, Ursula K. Le Guin, "En 1960 había cinco novelas publicadas por autores anglo-canadienses y cerca de 20 libros de poesía —explica la propia Margaret quien debutó con el poemario The circle game en 1966 —y la mayoría de esa poesía se publicó en ediciones caseras. La primera editorial para literatura inglesa en Canadá, la Anansi, se fundó en 1965 y funcionó durante años con sólo cinco autores. Antes, hasta los editores extranjeros nos rechazaban con el argumento de "este es demasiado canadiense."
Nacida en Ottawa el 18 de noviembre de 1939, Margaret Eleanor Atwood se formó en el seno de una familia donde la madre deploraba los quehaceres domésticos, y el padre, entomólogo por afición (pero no aficionado, ya que contaba con aval universitario), comerciaba con madera. Vivían en medio del bosque donde se respiraban resina y literatura. Ya de pequeña, Margaret se filtraba bajo las sábanas con un libro en una mano y una linterna en la otra para leer cosas no aptas para una niña de su edad...esa edad en la que asustarse resulta tan divertido. El libro que la inició en ese vicio: La rebelión de la granja, del antes citado Orwell, que no solo le generó susto sino también sus primeras reflexiones respecto a determinadas actitudes humanas. Escribió su primer libro de poesía a los cinco años, aunque fue hasta la secundaria que decidió que quería ser escritora, cuando la señorita Billings le comentó: "No logro entender tus poemas, así que deben de ser buenos". En aquel entonces, supersticiosa como Sor Juana, la jovencita Margaret, prolijos rizos de tonalidad rojiza y cara llena de pecas, se untaba la cara con crema mentolada para estimular el flujo sanguíneo al cerebro, según una muy personal teoría. Recuerda Margaret (imposible visualizarla sin su ancha sonrisa que se proyecta en sus oblicuos y muy risueños ojos azules), que aquellos poemas de adolescencia exaltaban la primera frustración de su existencia: nacer en noviembre. "(...) no había mucha inspiración para los adornos de la fiesta de cumpleaños. Los niños de febrero consiguen corazones, los de mayo, flores. Noviembre me parecía un mes monótono y oscuro, que carecía de nieve uniforme. Ya de adulta descubrí que noviembre era, astrológicamente hablando, el mes del sexo, de la muerte y la regeneración, lo que estaba muy bien para la poesía." Las historias de su adolescencia, escritas en una vieja máquina que marcaba las letras en negro y rojo, continúa la autora canadiense, trataban, por lo general, de muchachas que tenían que casarse y deprimidas profesoras de pelo parduzco. Los temas, como veremos más adelante, han variado bastante desde entonces.Margaret cursó sus primeros estudios formales en la Victoria University de Toronto, en 1961, donde descubrió, entre otras cosas, que poetisa no es el femenino de poeta, sino una degradación del término. Descubrió también que sus colegas no la tomaban en serio como académica y, mucho menos, como escritora, según confiesa en uno de sus ensayos autobiográficos incluido en La maldición de Eva, cuyo título en inglés es Curius persuits: “… no quería ser un buen modelo de comportamiento, quería ser escritora. Evidentemente, no había tiempo para ambas cosas.” De ahí pasó por las más prestigiadas universidades de los Estados Unidos: Radcliffe, Cambridge y Harvard. Su primera novela, La mujer comestible (Byblos, 2004, Trad. Juanjo Estrella), escrita por una Margaret de veinticuatro años sobre unas hojas de examen sin usar, se publicó en 1969, en pleno auge del movimiento de liberación femenina, por lo que dicha novela, pese a carecer de intencionalidad panfletaria, fue adherida de inmediato a la causa feminista, “Hubo quien asumió que la novela era un producto de dicho movimiento, pero a mi entender es más protofeminista que propiamente feminista; no había ningún movimiento de mujeres en mi entorno en 1965”. De aquella primera novela, todavía recuerda que su editor le ofreció una firma de libros en una tienda departamentos, en un área que quedaba de paso al departamento de artículos masculinos… donde solo vendió dos ejemplares. Tal era el entusiasmo que despertaba en los canadienses la literatura local.
En 1968 se casó con Jim Polk, de quien se divorciaría cuatro años más tarde. Desde 1976 está casada con el también novelista Graeme Gibson, con quien procreó a su única hija Eleanor Jess Atwood Gibson. Es, además, miembro en activo de Amnistía Internacional. Siempre un paso adelante de los movimientos literarios y sociales, publicaría posteriormente la ambiciosa Alias Grace (1977), una muy poco convencional novela histórica donde se recrea un famoso caso policíaco de 1843, en el que una sirvienta fue acusada de asesinar a sus patrones. Sin embargo será con El asesino ciego que Margaret alcanza la maestría, a los 39 años de edad. "No hay mucho que decir sobre la felicidad", dice en su cuento “Muerte por paisaje”, que en esto y mucho más coincide con El asesino..., entre otras cosas, una protagonista inmersa en la incertidumbre; en el cuento es Lois, una mujer madura a la que creen asesina de su mejor amiga de la adolescencia; en El asesino... es Iris, una anciana, quién estará perpetuamente cercada por las sospechas del lector: ¿Hasta qué punto es culpable del accidente automovilístico que privó de la vida a Laura, su deslumbrante hermana menor?...¿Hasta qué punto, como en el caso de Lois, somos culpables por desear? En ambos casos queda claro que: "(...) una persona muerta es un cuerpo; un cuerpo ocupa espacio, existe en algún lado. Se puede ver; se mete en una caja y se entierra en el suelo, y entonces está en una caja en el suelo." (¿Dónde es aquí?, p. 244). En el mismo tenor, nos dice en la página 97 de El asesino...: "Las despedidas suelen ser demoledoras, pero los regresos sin duda son peores. La carne sólida nunca puede compararse con la sombra brillante que proyecta su ausencia”. Este es otro de los intereses estético-existenciales de Margaret: explicarse y explicarle al lector las emociones más recónditas, las que de tan vergonzantes no parece posible estructurar verbalmente, a partir, señala Claudia Lucotti, "de una perspectiva excéntrica, cercana al surrealismo", o, diría la propia Margaret en su cuento “Betty”, incluido en Chicas bailarinas (Femenino Lumen, 1998, Trad Víctor Pozanco): “(...) las personas cambian, sobre todo después de muertas.” (p. 64). No es extraño que apele a un humor colindante con la mordacidad, que es, por cierto, un rasgo distintivo de la literatura feminista (sin que ello signifique que las temáticas de Margaret encajen necesariamente en este rubro).
Las protagonistas de Margaret, sin embargo, no se caracterizan por ser “buenas mujeres”, no en el sentido convencional del término y si bien ello le ha acarreado reproches de las feministas, lo cierto es que no puede existir postura más feminista, esto es, más igualitaria que esta: “(…) A un ángel con fallos e imperfecciones no se le considera un ser humano, sino un ser maligno (….) los hombres y las mujeres podrán ser ángeles por turno.” (“La maldición de Eva o lo que aprendí en el colegio”, La maldición de Eva, p. p 38 y 40). Un personaje típico de Margaret sería la adolescente que arrulla a su hermanita recién nacida con cantos que evocan a Herodes, a manera de desquite por verse orillada a renunciar a las cosas que serían normales para una chica de catorce por tener que auxiliar a su madre en los cuidados de una criatura a destiempo. Las madres del universo atwoodiano llegan a ser egoístas y las hijas unas divinas hipócritas que fingen no percatarse de ello mientras se reservan un as bajo la manga. La hermana pequeña, en tanto, experimentará mayor subyugación hacia la cabeza de cartón de Jack el Destripador que hacia sus primorosas muñecas, como en Desorden moral. La mujer cuando deja de ser ángel, dirá la propia Margaret, se transforma en algo peor que humana.En sus ensayos diserta abundantemente sobre la obligación de las escritoras de liberarse de los clichés y los estereotipos. A decir de ella misma, cuando se le pregunta si es feminista, que por lo general es la primera o una de las primeras preguntas que le hacen, siempre titubea porque no puede estar segura de lo que su entrevistador entiende por “feminista” Además, no es la mejor pregunta para responderse en medio de una selva de pestañas postizas. Supongo que un poquito de eso nos sucede a todas. Un “sí” contundente debe ir acompañado de una explicación. Lo que es un hecho, es que nuestra escritora no tiene la mínima intención de ser considerada “hombre honorario”, es decir, no considera que haya que renunciar a la feminidad para ser escritora: “Si un hombre describe a un personaje masculino de manera negativa, es la condición humana; si lo hace una mujer, está siendo injusta con los hombres (…)”, y es que, nos dice Margaret, una mujer que escribe no solo está en la mira de los críticos varones. Lo está también en la de la crítica feminista que muchas veces se extralimita y reprocha a aquellas autoras que no aportan modelos de “mujeres ejemplares” Ponerle freno a la creatividad femenina, en definitiva, conlleva más un retroceso que un paso adelante hacia la verdadera igualdad. Digamos entonces que, en ese sentido, Margaret es una feminista… poco ortodoxa. Una feminista no dispuesta a sacrificar su arte a una ideología, a una ética preestablecida.
En una de sus más recientes novelas traducida al español, Oryx y Crake (Ediciones B, 2004, trad. Juanjo Estrella) ha sido comparada con Naranja mecánica y Un mundo feliz, aunque yo me atrevo a asegurar, con perdón de Anthony Burgess y Aldous Huxley, incluso del mismísimo George Orwell, que no se había escrito una novela de ficción especulativa más escalofriante, imaginativa, maquiavélica y hermosa que esta. Estamos ante un futuro en el que solo quedan los cascajos de nuestra civilización y un único ser humano: Hombre de las Nieves, que en el pasado respondiera al nombre de Jimmy. Su única compañía la constituyen una serie de aberraciones genéticas y una nueva especie de seres humanos: los crackers, cruza de cavernícolas y gatos domésticos, dotados de excepcional belleza y habilidades elementales; seres escindidos de sus cuerpos, desconectados de sus pasiones y convencionalmente perfectos. A través de Hombre de las Nieves que, como último bastión de la humanidad es respetado y a la vez burlado por los crackers, nos remontamos a los orígenes de este apocalíptico desorden: Siendo hijo de unos científicos que vivían dentro de un complejo donde se llevaban a cabo una serie de experimentos con cerdos en cuyo interior se incubaban órganos humanos, Jimmy conoce a un nerd de nombre Crake, quien a través de los años llevará demasiado lejos sus exultantes ideas, tendientes a ahorrarle tiempo, esfuerzo y sufrimiento a los seres humanos, hasta producir una verdadera hecatombe que borra de la faz de la tierra toda la historia del hombre. “¿Por qué tiene la sensación de que se ha traspasado una línea, de que se ha transgredido una frontera? ¿Cuánto es demasiado? ¿Cuando se ha ido demasiado lejos? (...) No es para que nosotros no entremos, sino para que ellos no salgan. A la humanidad le hacen falta barreras en las dos direcciones.” (p. 240). En medio de un mundo dominado por la cibernética, la pornografía, las ejecuciones sumarias y la banalidad modélica, que pretende ser ficticio y lejano pero se parece demasiado al nuestro, Margaret nos muestra cómo, entre más lejos nos sintamos del dolor de los demás, más nos aproximamos a nuestra propia destrucción.
Desorden moral, es un título que Margaret reconoce haberle pedido prestado a su esposo, quien escribía una novela bajo este mismo título en 1996, misma que desechó. Lo cierto es que dicho título parece haber sido hecho para este, uno de los libros más críticos de la escritora canadiense, una novela compuesta de relatos que, aparentemente, tienen apenas unos cuantos puntos en común pero componen una historia familiar. Cada relato es un retrato de este álbum familiar disperso, donde las mujeres en particular, enfrentan circunstancias que, si bien no las incitan a la rebeldía, no abiertamente, las obligan a re-pensarse a sí mismas. Como es propio de Margaret, se desarrollan historias de aspecto cotidiano en las que, sin embargo, palpita un elemento anómalo o sobrenatural. La importancia de los animales, como en Oryx y Crake, como en Rebelión en la granja, de George Orwell, novela que marcó profundamente a la autora, tiene en Desorden moral su momento cumbre, aunque aquí no adquieren rasgos humanos, ni son manipulados en un laboratorio. Los animales, por sí mismos, desarrollan una serie de emociones y actitudes a partir de su relación con los humanos. En el relato que da título al libro, vemos, por ejemplo, cerdos borrachos y Nell, la protagonista, atribuye esta “orgía” al hecho de que las bestezuelas intuyen su destino y no encuentran otro modo de resignarse a su destino. Nell degüella gallinas, porque se supone que esa es su misión como esposa de un granjero amateur –aunque, como veremos más adelante, ella no está hecha para ese estilo de vida-, pero al mismo tiempo permite a los hijos de su amante nombrar a las vacas y se encariña con un becerro al que cría como a un hijo -¿el hijo que no puede tener?- con lo que se termina creando una rivalidad intrínseca entre el animalito y el amante de Nell. Pareciera una situación absurda, y en realidad nuestra autora se caracteriza por una ironía sutil de visos despiadados, pero es más seria de lo que parece. Desorden moral es, en general, una obra mucho más seria de lo que parece, porque refleja, como ninguna obra de Margaret Atwood, la forma en que las mujeres somos socialmente condicionadas para pensar y comportarnos de determinadas maneras. Algunas, como Oona, esa cínica deliciosa, lo advierte mucho antes que Nell, quien por cierto es más joven, y luego de utilizarla a esta para ascender socialmente como autora de libros de autoayuda, prácticamente se la endilga a su marido, Tig, para que Nell ocupe el lugar que correspondía a Oona, el de esposa de granjero, mientras esta se da la gran vida con las utilidades de su best seller…a pesar de que la culta, la letrada, la graduada universitaria, es Nell: Te cambio tu futuro por una familia, parece decirle. Con todo, Nell cae redonde en la trampa de “ser mujer”… ha cambiado un futuro profesional por la existencia cómoda y tranquila de una esposa de campo: por la alternativa que, desde muy joven, intuyó era la vía segura a la respetabilidad. Siempre habrá una Penélope aguardando en cada estación de tren por un destinatario para sus interminables colchas.
El siguiente fragmento, tomado del relato “Mi última duquesa”, pudiera ser una divertida variante de la redondilla “Hombres necios”, donde se alude al sentimiento de impotencia de las mujeres para llevar a cabo eso para lo que se supone fueron hechas: agradar.

“(…) Yo llevaba mi cartera de cuero negro llena de apuntes y libros apretada con los brazos contra el pecho. Todas las chicas lo hacíamos. Impedía que nos miraran los pechos, que o bien eran demasiado pequeños y despreciables, o bien demasiado grandes y ridículos, o bien de la medida justa, sólo que… ¿Cuál era la medida justa? Los pechos de cualquier tipo eran algo vergonzoso que podía provocar gritos de rechifla (…) Responder a gritos habría representado un descaro, se suponía que era más digno ignorarlos, aunque lo cierto es que nadie lo consideraba digno, sino degradante. El simple hecho de tener pecho constituía un motivo de degradación. Pero no tenerlo habría sido aún peor.” (Desorden moral, Bruguera Narrativa, Traducción: Francisco Rodríguez de Lecea, Barcelona, 2007, p. p 77 y 78)

Margaret es excéntrica casi por naturaleza...acaso sin el “casi”, si es cierto que los escritores ya nacen genéticamente predispuestos para serlo. Esa mirada oblicua y a un tiempo abarcadora le ha permitido indagar de manera inteligente pero también llena de frescura en la anomalía de la naturaleza humana, de hombres y mujeres. La noción que tiene de los personajes literarios (aunque establece una generalización en este aspecto, lo cierto es que se refiere concretamente a sus personajes) es que "no son generalmente gente con la que uno desearía estar implicado a nivel personal o en asuntos de negocios." Ella, en cambio, y a decir de su primera asistente, Sarah Cooper, es pura diversión. Por lo que a sus novelas respecta, aportan la más seria diversión que pueda uno imaginar.En 2008, Margaret Atwood se hizo acreedora al Premio Príncipe de Asturias de las letras, para el que se consideraban nada menos que a Jorge Semprún, Eduardo Galeano, Antonio Tabucci, Adonis, Richard Ford y el exquisito Haruki Murakami. Actualmente vive con su esposo en Toronto.




SOR JUANA TRABAJA EN EL JARDÍN


Poema de Margaret Atwood




Tiempo de volver a cuidar el jardín; de poesía; de brazos
hasta el codo en restos
de diluvio, manos en la tierra, tanteando
entre raíces, bulbos, canicas perdidas, hocicos
ciegos de gusano, excremento de gato, sus propios huesos
futuros, lo que haya por ahí abajo
sobrecargado, un leve destello en la oscuridad.
Cuando te paras sobre la tierra desnuda
y los rayos te atraviesan, en dos direcciones
a la vez, dicen que estás electrizada,
y eso es la poesía: un alambre caliente.
Como si uno clavara un tenedor
en un socket. Así que no pienses que solo se trata de flores.
Aunque así es, en cierta forma.
Pasaste la mañana entre las perennes
sedientas de sangre, las ondulantes peonías,
las azucenas por reventar,
las hojas de las dedaleras brillantes como cobre
martillado, la estática crujiente entre los puntiagudos ranúnculos.
Tijera, pala portentosa, la carretilla
Inerte y amarilla, las hojas de paso
Murmurando como iones. ¿No crees que todo esto confluía
para algo? Deberías haberte puesto guantes
de hule. Los truenos que brotaban de las torres de los lupinos,
sus racimos y corrientes, polen y resurrección
desdoblándose de cada nido inquieto
de pétalos. Tus brazos reverberan, la piel
de gallina; con solo tocar sientes la descarga.
Ya es demasiado tarde, la tierra se abre,
los muertos se levantan, ofuscados y tambaleantes
en el clamor de la luz cotidiana del último
día, ángeles peludos se te trepan
como un enjambre de abejas, arriba
los arces esparcen sus notas ensordecedoras
hasta el cielo, tus sílabas
al estallar dejan un tiradero en el césped.

Tomado de La sagrada superficies, poesía canadiense actual de lengua inglesa, una mirada a la visión femenina, Selección, traducción y prólogo: Claudia Lucotti, Editorial Aldus, México, 2005. Este poema se cedió exclusivamente para este volumen


1 comentario:

Arcángel Mirón dijo...

Me fascinó este artículo.
No leí nada de ella (aún).

Me diste ganas.