F.G
“El verdadero lugar del nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente”. Tales palabras que Marguerite Yourcenar pone en boca del emperador Adriano, me remiten a una escritora italiana que decidió hacerse mexicana cuando a principios de los ochenta llegó, por azar, a Concepción del Oro, Zacatecas, y decidió hacer de ésta su Ítaca personal. Aunque por cuestiones relacionadas con su labor docente Francesca Gargallo radica actualmente en la ciudad de México, hace de su obra maestra, La decisión del capitán (Era, México, 1997), novela escrita con una beca otorgada por el gobierno de Zacatecas, la más conmovedora ofrenda a la ciudad colonial que la reafirmó en la escritura.
Nacida en Siracusa, Italia, el 25 de noviembre, “honesto y silencioso noviembre”, de 1956, Francesca Isabella Gargallo di Castel Lentini Celentani es un personaje tan o más fascinante que las creadas por ella misma: Isabella, Lucía, Mariana, Begonia, Constanza de Andrada y “la escritora” de Marcha seca (Era, 1999)

La abuela materna, Gilda Cosmo, era sobrina del más importante dantista de sus tiempos, mismo que había escuchado personalmente a Bakunin, y le pasó cierto amor por la libertad irrestricta. No es coincidencia, pues, que la nieta lleve el nombre de la segunda heroína de Dante, antitesis perfecta de Beatrice, Francesca de Rimini, castigada en el Infierno con la melancolía eterna de mirar a su amado Paolo sin poder tocarlo. Gilda era, a decir de Francesca, una mujer fría que sin embargo adoró a su nieta, “era la más amorosa, viva, vital y empujadora mujer del mundo; la fantástica, la que me decía que durante las menstruaciones se puede comer todo lo que una quiere porque no se engorda (teoría según yo fantástica pues me hizo amar el menstruar) y que cualquiera es dueño de su destino.”
Su madre, en cambio, era una bióloga que se frustró porque tuvo seis hijos. Su padre era un escritor de filosofía de la historia, Gioacchino Gargallo-Sdrin (1923-2007), de quien la propia Francesca tradujo al español su entera Historia de la Historiografía Moderna, en cuatro volúmenes, no obstante la cordial enemistad que los enfrentó en vida de este... aunque, ¿qué hija feminista no ha amado y odiado rabiosamente al padre autoritario?, “Como todas las niñas —escribe Francesca en un poema — nací por descuido de mi madre, luego crecer fue asunto mío.” (A manera de retrato una mujer cruza la calle, Dirección de difusión, departamento cultural, UAM, 1990).


Lo más alarmante, y Francesca hace hincapié en ese foco rojo, es que si bien las mujeres de su generación, y las de la generación anterior a la suya, adquirieron conciencia de la necesidad de actuar contra las imposiciones socio-culturales creadas según la conveniencia del patriarcado, las mujeres de mi generación y las de la generación que precede a la mía hemos caído en la ingenuidad de suponer que la lucha feminista está finiquitada, que sólo nos toca recoger los frutos sembrados por nuestras madres, tías y abuelas; que ya no hay razón de asumir un compromiso ideológico porque los hombres nos han dado permiso de interactuar en su mundo; somos prácticamente incapaces de percibir la discriminación pertrechada tras el discurso paternalista que pondera las virtudes femeninas (la belleza, la modestia, la bondad, la ternura... “la mujer es más responsable que el hombre, más humana”, dicen) para convencernos de que estamos actuando, por necesidad de los tiempos, un papel que no nos corresponde; el discurso paternalista, pues, finge solidarizarse con el género femenino, víctima, señala, de sus propias emancipadoras, por verse forzadas a salir a trabajar o a ejercer el intelecto cuando bien podrían estar tendidas como princesas en un colchón de plumas, “que para eso está hecha la mujer, para ser adorada”. En este sentido, es muy oportuno citar una declaración de Elfriede Jelinek, Premio Nóbel de Literatura 2004, tomada de una entrevista que le hizo el periodista mexicano Miguel Ángel Quemain: “El que oprime tiene que mentir para mantenerse en el poder mientras que el oprimido dice la verdad y es el que crea el mundo con sus manos.”
Al principio creyó que se quedaría en Alemania, pero terminó en Turquía, el más laico de los países musulmanes. Sus estrictas leyes respecto a las mujeres solteras, sin embargo, le impidieron llevar a cabo su decisión de vivir sola. Recorrió los Balcanes y el Mediterráneo, pasó por Nueva York, donde trabajó como baby sitter. Un día, harta de esta aséptica ciudad, se montó, mochila al hombro, a un camión Greyhound que la depositó en Texas. Fue ahí donde le pidió aventón a un camionero mexicano: “lléveme a donde vaya usted”, le dijo, sin más, valiente o demasiado ingenua. Pero llegó a Zacatecas: el mejor lugar del mundo: “Me sedujo a través de no hacer nada, esos son los verdaderos seductores, los que no necesitan mover un dedo.”
Para entonces, Francesca ya había publicado dos libritos en italiano: Itinerare (poesía, 1980) y Le tre Elene (cuento, 1980), pero en México no sólo se reafirmó en su pasión por la escritura, sino que, enamorada del idioma, adoptó el castellano como lengua literaria. “Llegar a escribir español me costó cinco años de silencio, dice la autora. Le debo al maestro Jorge de la Serna, en la UNAM, haberme obligado a hacerlo. Me hizo leer hasta llegar al placer absoluto a Quiroga, a Jorge Isaacs, a todo Riva Palacio y a Josefina Vicens. En un principio creí que sufriría limitaciones para expresar todo lo que quería, pero dos amigos, Rosario Galo Moya y Eduardo Molina y Vedia, me dijeron que no tuviera miedo, que ellos corregirían el estilo. Actualmente, creo que escribo el español mejor de lo que lo hablo.” Su primera novela en castellano y publicada en México fue Días sin Casura (Leega Literaria, México, 1986), donde aborda la dura experiencia de una periodista italiana inmersa en la guerrilla de un país extranjero, en plena auge de lo que se dio a llamar boom de la literatura femenina. Naturalmente, la temática de aquella primera novela de Francesca nada tenía que ver con la dinámica de Cómo agua para chocolate o Demasiado amor. Más aún, las rebasaba en forma dramática.
Francesca Gargallo ha aportado a la literatura mexicana una obra que se caracteriza por su carácter subversivo y épico y por su grandilocuencia poética. Mientras Laura Esquivel y Sara Sefchovich creían descubrir el hilo negro con heroínas “rebeldes”, Francesca (que en esto se parece a Carmen Boullosa) nos sorprendía con personajes femeninos que rebasan por mucho la concientización respecto a la igualdad y se asumen potencialmente libres. Mujeres que estudian, aman, desean y, sobretodo, viajan, y todas ejercen, además, una bisexualidad como búsqueda de sí mismas y de las otras, mezcla de amor y curiosidad. Auto-amor y amor al género femenino. La libertad, la experiencia, la ecología, el humanismo y la maternidad son temas que surcan su obra y desembocan en los textos de su primer libro de relatos, Verano con lluvia (Era, 2003).
La mejor de sus novelas, la que la consagró como una de las más destacadas escritoras mexicanas -Juan Villoro la ubica en la dimensión de Rosa Beltrán y Carmen Boullosa- es una de corte histórico y cuyo protagonista es un varón: La decisión del capitán. Ambientada en el siglo XVI, narra el itinerario bélico, vital y pasional de Miguel de Caldera, fundador de San Luis Potosí, y de quien Francesca aporta una visión que no por personal se aleja de la verdad histórica: “Pueden buscar más detalles, insistir en que Miguel Caldera era hijo de una zacatecana y no de una guachichila, que María Cid (hermana de Miguel) nunca fue buena cocinera y que el entonces capitán general Luis de Velasco no asistió a la boda de su hija en Colotlán. Sostengan si quieren que Juan de la Torre fue un pésimo marido. Ni ustedes ni yo lo sabemos y ésta es una novela.”

La literatura, afirma Francesca, es el espacio desde el cual las mujeres latinoamericanas han expresado el dolor callado durante siglos; uno de los terrenos ganados silenciosa pero avasalladoramente por nosotras. Como narradora, la identidad latinoamericana de Francesca no puede ser más evidente. El único rasgo de su europeidad es la sólida estructura ideológica de sus personajes, pero su narrativa poética, hiperbólica, lúbrica, pintoresca, avasalladora no deja lugar a dudas de la fuente de la que ha bebido cada palabra: “(...) Monto con mi hija en los brazos; mientras no despierte tendré la posibilidad de apretarla a mi cuerpo y sentir aunque sea por un rato esa plenitud envolvente que fue amamantarla, ser su fuente de leche, su árbol frutal, su amante devorada. El placer absoluto del cuerpo indispensable y a la vez voluntario, lujuria de la maternidad.” (Marcha seca, p. 41)
Francesca Gargallo, que tiene la belleza y morenura enmielada de las mujeres del Nilo –siempre que la veo pienso que Cleopatra debe haber sido como ella-, es orgullosa madre de una jovencita, “guachihila”, de nombre Helena Scully, Helenina, a quien ha convertido en la compañera ideal de sus aventuras. La academia mexicana, concretamente la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, le debe su colaboración en el diseño de las carreras, únicas en la república mexicana, de Historia de las Ideas y Literatura y Creación Literaria.

Un relato y un poema de Francesca Gargallo
TETAS
Amamanté a mi hija hasta el año y medio. Como las negras, decía mi mamá que había trabajado en Benin. Como las indias, mi suegra que era india. Yo me bañaba de leche. La dejaba escurrir sobre la boca de mi hija, rosada, tierna y besada hasta el cansancio. Me la esparcía por las costillas duras, por las tetas henchidas, por el cuello. Leche pegajosa, leche dulce. Al principio me dolió. Grietas invisibles pululaban por mis pezones y cien dagas minúsculas me impedían el roce con la ropa, me volvía loca al darme vuelta en la cama, me hacían llorar. Pero seguí, terca, amamantando de leche y sangre a la única persona de la que puedo decir que amo sin ganas de huir al reconocerlo.
Luego fue el placer. Las gotas gordas. Su boca pegada a mi cuerpo que escribía cuentos de terror en la máquina. Ese ruido sutil que recuerdo de cuando mi abuelo me llevaba a recorrer los galerones de la lechería. Un ruido como de succión, pero vivo. Mi abuelo decía: las mejores vacas las reconoces porque tienen la base de la cola muy ancha. Yo agradecía sus secretos, escuchando el ruidito de la leche al pasar de esas tetas inmensas a los pezones que succionaban tubos movidos por manos de campesinas sonrosadas.
Nunca usé pañales desechables. El chiste de los pañales de algodón era que la pipí se mezclaba a la leche y mi hija y yo podíamos mojarnos una a la otra. Podíamos cuidarnos húmedamente.
Tiradas en el suelo nos dormíamos conectadas. Tengo suerte y pisos de duela; su boca en mi pezón y, a media siesta, sin casi darnos cuenta, su boca en mi otro pezón. Las horas tenían el ritmo largo del saxofón.
Su cuerpo desnudo sobre mi cuerpo desnudo, carne viva, supersticiosa, amante. A los cuatro meses tomamos un camión y subimos a la Sierra Madre, pezones en la majestuosidad del cielo azul, pezones cercenados de indias en la conquista, pezones caídos de madres de criaturas hambrientas, montañas amadas que me sacaron lágrimas de compasión. Mi hija dormía segura en un saco amarillo. Yo daba clases. Escuchaba a mujeres. Ojos negros sobre mi rostro quemado, feliz. Te amo gritaba cada poro de mi piel al saquito amarillo. Y ese te amo eran ganas de hacer, de escuchar.
Me recosté en una piedra caliente de sol. Olí la tierra y mi propio olor de cabra montesa bañada de leche, leche rancia, cuajo de queso. Por favor volví a suplicar. Entonces el saquito amarillo empezó a moverse, lloró apenas. Y yo me abrí la camisa caqui, mi hija sonrió al ver los senos empezar a escurrir leche, urgidos de servirle de fuente. Las mujeres me miraban. Yo estaba en medio de ellas, mi hija en mi cuerpo, mi cuerpo en la tierra y ésta en las montañas. Poco a poco, se levantaron. Un revuelo de faldas en la esquina de mi vista. Volvieron con sus hijos de ojos negros y bocas ansiosas. Se sentaron en círculo a mi lado, las blusas abiertas. Estábamos juntas. Le pasé mi hija a la joven a mi izquierda y tomé al hijo de otra. Hijos de la tierra, hijos amados. A nuestro alrededor las viejas cantaban. Nuestras leches se mezclaron en las gargantas. Cómo muerde el tuyo. Y nos reímos. Juntas, muy juntas. Qué hambre trae ésta. Más sonrisas. Mi hija tiene diez hermanos de leche.
PUEDE SER QUE TÚ VUELVAS A MÍ
Puede ser que tú vuelvas a mí
como quien se fue sin llevarse nada más que el asombro de todos
arropada en una sábana blanca
pobre de deudas y deberes.
O que regreses hecha el fantasma
de las mil cosas que no hubo tiempo decir
y reclames mi llanto
el ataque de pánico
la noche que envuelve mi ir siguiendo el tuyo.
Entonces, hermana, haré lo que sea para hablarte
mojarme en las lluvias de marzo
empujar montaña arriba el carrito de tus juguetes
reír tan fuerte que el respiro ahogado parezca llanto.
Daré por supuesto que sepas lo que no sé
pues la muerte otorga la madurez que no alcanzaste.
Me dirás los secretos de familia
-que todos, no sólo yo, contamos mentiras-
explicarás por qué de infinitas obsesiones
me quedó la que hacía de las letras redondas un mensaje
por qué la política me enamoró más que el amor
por qué todavía lloro sin motivos.
Tal vez vuelvas a mí convertida en un perro roñoso
cuando se habrán ido los estudiantes cuya piel huele a reflejo de mi entusiasmo juvenil.
O nunca vuelvas
y yo te recree, hermanita de bucles claros,
como el anhelo de perfección que no fue.
Lo cierto es que ahora evoco una tarde de finales de verano:
el heno quemado por el sol en mí conjuraba
un revolcón con el más bello de los segadores de trigo
mientras en ti desataba un ataque de asma.
Amamanté a mi hija hasta el año y medio. Como las negras, decía mi mamá que había trabajado en Benin. Como las indias, mi suegra que era india. Yo me bañaba de leche. La dejaba escurrir sobre la boca de mi hija, rosada, tierna y besada hasta el cansancio. Me la esparcía por las costillas duras, por las tetas henchidas, por el cuello. Leche pegajosa, leche dulce. Al principio me dolió. Grietas invisibles pululaban por mis pezones y cien dagas minúsculas me impedían el roce con la ropa, me volvía loca al darme vuelta en la cama, me hacían llorar. Pero seguí, terca, amamantando de leche y sangre a la única persona de la que puedo decir que amo sin ganas de huir al reconocerlo.
Luego fue el placer. Las gotas gordas. Su boca pegada a mi cuerpo que escribía cuentos de terror en la máquina. Ese ruido sutil que recuerdo de cuando mi abuelo me llevaba a recorrer los galerones de la lechería. Un ruido como de succión, pero vivo. Mi abuelo decía: las mejores vacas las reconoces porque tienen la base de la cola muy ancha. Yo agradecía sus secretos, escuchando el ruidito de la leche al pasar de esas tetas inmensas a los pezones que succionaban tubos movidos por manos de campesinas sonrosadas.
Nunca usé pañales desechables. El chiste de los pañales de algodón era que la pipí se mezclaba a la leche y mi hija y yo podíamos mojarnos una a la otra. Podíamos cuidarnos húmedamente.
Tiradas en el suelo nos dormíamos conectadas. Tengo suerte y pisos de duela; su boca en mi pezón y, a media siesta, sin casi darnos cuenta, su boca en mi otro pezón. Las horas tenían el ritmo largo del saxofón.
Su cuerpo desnudo sobre mi cuerpo desnudo, carne viva, supersticiosa, amante. A los cuatro meses tomamos un camión y subimos a la Sierra Madre, pezones en la majestuosidad del cielo azul, pezones cercenados de indias en la conquista, pezones caídos de madres de criaturas hambrientas, montañas amadas que me sacaron lágrimas de compasión. Mi hija dormía segura en un saco amarillo. Yo daba clases. Escuchaba a mujeres. Ojos negros sobre mi rostro quemado, feliz. Te amo gritaba cada poro de mi piel al saquito amarillo. Y ese te amo eran ganas de hacer, de escuchar.
Me recosté en una piedra caliente de sol. Olí la tierra y mi propio olor de cabra montesa bañada de leche, leche rancia, cuajo de queso. Por favor volví a suplicar. Entonces el saquito amarillo empezó a moverse, lloró apenas. Y yo me abrí la camisa caqui, mi hija sonrió al ver los senos empezar a escurrir leche, urgidos de servirle de fuente. Las mujeres me miraban. Yo estaba en medio de ellas, mi hija en mi cuerpo, mi cuerpo en la tierra y ésta en las montañas. Poco a poco, se levantaron. Un revuelo de faldas en la esquina de mi vista. Volvieron con sus hijos de ojos negros y bocas ansiosas. Se sentaron en círculo a mi lado, las blusas abiertas. Estábamos juntas. Le pasé mi hija a la joven a mi izquierda y tomé al hijo de otra. Hijos de la tierra, hijos amados. A nuestro alrededor las viejas cantaban. Nuestras leches se mezclaron en las gargantas. Cómo muerde el tuyo. Y nos reímos. Juntas, muy juntas. Qué hambre trae ésta. Más sonrisas. Mi hija tiene diez hermanos de leche.
PUEDE SER QUE TÚ VUELVAS A MÍ
Puede ser que tú vuelvas a mí
como quien se fue sin llevarse nada más que el asombro de todos
arropada en una sábana blanca
pobre de deudas y deberes.
O que regreses hecha el fantasma
de las mil cosas que no hubo tiempo decir
y reclames mi llanto
el ataque de pánico
la noche que envuelve mi ir siguiendo el tuyo.
Entonces, hermana, haré lo que sea para hablarte
mojarme en las lluvias de marzo
empujar montaña arriba el carrito de tus juguetes
reír tan fuerte que el respiro ahogado parezca llanto.
Daré por supuesto que sepas lo que no sé
pues la muerte otorga la madurez que no alcanzaste.
Me dirás los secretos de familia
-que todos, no sólo yo, contamos mentiras-
explicarás por qué de infinitas obsesiones
me quedó la que hacía de las letras redondas un mensaje
por qué la política me enamoró más que el amor
por qué todavía lloro sin motivos.
Tal vez vuelvas a mí convertida en un perro roñoso
cuando se habrán ido los estudiantes cuya piel huele a reflejo de mi entusiasmo juvenil.
O nunca vuelvas
y yo te recree, hermanita de bucles claros,
como el anhelo de perfección que no fue.
Lo cierto es que ahora evoco una tarde de finales de verano:
el heno quemado por el sol en mí conjuraba
un revolcón con el más bello de los segadores de trigo
mientras en ti desataba un ataque de asma.
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