Música de látigos


Yoko Ogawa es una prolífica escritora japonesa que solo tiene cuatro de sus novelas traducidas al castellano, y de estas, Hotel Iris, no figura entre los cuatro títulos traducidos al inglés. Me pregunto si los anglo parlantes la habrán encontrado de mal gusto. Y es que, sí, estamos ante una autora “difícil” en más de un sentido. Inclasificable, por principio. La lengua romance en que se ha traducido la mayoría de su obra es el francés.

Nacida en la prefectura de Okayama, el 30 de marzo de 1962, Yoko comparte un rasgo con su referente más inmediato, Banana Yoshimoto: la habilidad para extraernos violentamente de un mundo aparentemente idílico y hasta anodino. Yoko, sin embargo, tiene mucho más desarrollado el sentido de la malicia: y algunas de sus heroínas pareciendo más inocentes que las de Banana, esconden celosamente alguna perversión, como la tierna Mari de Hotel Iris, que goza intensamente de ser vejada… o la hermana menor de El embarazo de mi hermana que lleva un meticuloso seguimiento de la gestación de su primer sobrino y al tiempo que prepara para la embarazada mermelada de pomelo americano… a sabiendas de que está contaminado por fungicidas. Pero ante el voraz antojo de su hermana parece no tener otra salida… ¿o será acaso que la joven estudiante de química pretende comprobar los efectos del fruto contaminado? Dice la traductora Yoshiko Sugiyama en el postfacio de El embarazo de mi hermana (El Funambulista, Col. Literadura, Madrid, 2006), refiriéndose a su autora como la enfant terrible de las letras niponas: “(…) A Ogawa le obsesiona esa paradoja del bien y el mal conviviendo en el mismo instante (…) destaca por ese contraste entre el lado oscuro y latente de lo cotidiano y el lado luminoso del bien (…)”

Yoko, prosigue Yoshiko, quedó sumamente afectada al leer los pormenores del Holocausto Judío en el Diario de Anne Frank, sobre el que escribió un ensayo en 1998 tras seguir las huellas de su heroína por Ámsterdam y Aushwitz. En ese tenor se reconoce influida también por el Premio Nóbel, Kenzaburo Oé: “En su análisis de la obra (“El convite de los muertos”, de Oé, publicada en 1957), en la que hayamos un universo lleno de cadáveres visto a través de los ojos del estudiante protagonista que trabaja en el centro anatómico forense, (Yoko) llega a la conclusión de que el escritor debiera situarse en un lugar intermedio, justo entre el mundo de la vida y el de la muerte, pues tal mundo no es solo un lugar de seres vivos, también el lugar de muertos (…)”, señala Yoshiko. Este efecto es llevado al delirio en Hotel Iris, donde los personajes oscilan violentamente entre el eros y el tanatos, hasta crear una pavorosa mixtura. Mari, la protagonista, es una adolescente de 17 años con una sensibilidad a flor de piel. Más que hija de la dueña del hotel que da título a la novela, ubicado en una isla turística, Mari forma parte del inmueble, propiedad de una madre que, además de explotarla laboralmente, insiste en peinarla a diario con aceite de camelia, como a una niña boba. Mari se encarga de la recepción y ocasionalmente suple a las camaristas que se ausentan. Su innata curiosidad, que forma parte de su compleja sensibilidad, le hace más llevadero un trabajo que pareciera excesivo para una muchachita como ella. Su discurso deja entrever hasta qué punto ha entrenado sus sentidos para aportar sentido a su triste vida: ¿A quién se le hubiera ocurrido, por ejemplo, contemplar la orina del abuelo, anclado a una selva de tubos, y pensar: “El líquido fluía con gran facilidad. Era de un amarillo tan hermoso que en ocasiones me pregunto por qué un color como aquel permanecía oculto en el interior del cuerpo humano (…)?” (Ediciones B, Barcelona, 2002, traducción de Jordi Mos, p. 13) ¿Goza Mari su condición servil, después de todo? ¿O es capaz de encontrar placer estético en la abyección?

Más tarde advertimos su sensibilidad auditiva. Se ha armado tremendo alboroto en uno de los cuartos. Pareciera un altercado entre una prostituta y su cliente. Habrá solicitado alguna excentricidad lo bastante degradante para hacer chillar a una vieja y cínica puta. El resto de los huéspedes asoman alarmados. Parece ser la primera vez que la inocente Mari confronta situación semejante. Ve salir a la puta desgreñada, entre despavorida y fúrica, y a sus espaldas alguien exclama: ¡cállate puta! Mari empieza a obsesionarse con la voz que ha rugido tan breve pero contundente orden. Se obsesiona al grado de seguir al cliente que ha provocado el escándalo. El dueño de la voz, hay que decirlo, no corresponde al rugido que la ha impactado: se trata de un tipo enjuto, más aún, inocuo, insignificante, lo bastante viejo, además, para ser su abuelo. Se gana la vida traduciendo instructivos del ruso y por hobbie traduce una truculenta novela rusa sobre un cuaderno pautado, con caligrafía exquisita. Nunca conoceremos el nombre de este personaje a quien se alude simplemente como “el traductor”, en minúsculas, Tampoco el autor ni el título de la novela que traduce y que el traductor considera el proyecto más grande de su vida. La trágica heroína de dicha novela, a la que fuerzan a tragar polvos abortivos, se llama, casualmente, “María”

El hombrecillo no tarda en advertir el acecho de Mari, poco menos que descarado, a decir verdad. Su reacción inicial es violenta, pero no tarda en descubrir en aquella chiquilla de grandes ojos lo que siempre ha buscado: una víctima voluntaria. Permite entonces que Mari ingrese a su solitario y torcido mundo de navajas y látigos, y ella descubre en sus brazos el placer del miedo y del dolor a través, primero, de un violento desfloramiento que sin embargo la vuelve consciente de su cuerpo, una gran herida en carne viva. Pero lo mejor viene tras el suplicio: el traductor se muestra tierno y considerado como el padre que la niña no alcanzó a conocer. Las situaciones afectivas son tan inquietantes como aquellas donde se ejerce la violencia consentida. Las descripciones explícitas, tanto de las maniobras del traductor como de las sensaciones de Mari, pudieran herir susceptibilidades: “Como por arte de magia hizo aparecer un extraño cordel, más flexible, grueso y resistente que las cintas de plástico que se utilizan para los paquetes, y me ató con él. Desprendían un tenue olor a producto químico, como el del laboratorio de la escuela después de clases, o más bien como el que aprendí a reconocer en mi abuelo justo antes de la muerte. También me evocó el conducto por el que se vertía el líquido amarillo del vientre del abuelo (…) La cinta se me hundió en la carne hasta deformar mi cuerpo. El traductor se mostró muy hábil; a lo largo de todo el proceso cada uno de sus gestos fue bellísimo, ejecutado con una elegancia perfecta. Sus dedos desempeñaron fielmente la función que les estaba asignada, como si realizara algún sortilegio sobre mí.” (p.62).

El traductor -¿solo un traductor del ruso o lo es también de los deseos oscuros de Mari? –es viudo y en la isla se rumora que él mató a su esposa. Mari no solo ha creído la historia, sin mediar cuestionamiento alguno: le emociona. Particularmente desde que se topa con la mascada con que, se supone, fue estrangulada, cuidadosamente doblada en un cajón, más como prenda de uso habitual que como un recuerdo. Ante su madre, Mari inventa excusas delirantes para acudir a sus citas con el traductor. Lo mejor que se le ocurre, apelando a la avaricia de su progenitora, es que una vieja millonaria que la trata como una sobrina y podría heredarla al morir, la solicita cada tarde para conversar. Ni siquiera le incomoda mentir. Lo único que pudiera haber de anómalo en su relación, piensa, es la fama de neurótico de su amante y el hecho de que sea lo bastante viejo para ser su abuelo. La sensación de que algo no anda bien no toca a su puerta sino hasta que se aparece un enigmático muchacho mudo de cuyo cuello pende una enigmática libreta de notas y que el traductor presenta a Mari como su sobrino político. Por primera vez un tercero se incorpora a la perfecta intimidad de tan singular pareja.

El sobrino, que tampoco tiene nombre, se presenta como la pieza clave para descubrir la verdad sobre la muerte de la esposa del traductor. ¿Llevarían el muchacho y el hombre aquélla relación tan llena de camaradería, si el traductor hubiera matado a la tía carnal de aquel? ¿Qué papel jugará el muchacho, literalmente deslenguado, en la relación entre el viejo y la chiquilla? ¿Volverse acaso activador de la violencia de su tío, que empieza a volverse cotidiana, y del consiguiente placer de Mari?: “Más que por el dolor me sentía ofuscada por el sonido, tan agudo y puro que recordaba la vibración de un instrumento de cuerda. El látigo alcanzó todos los rincones de mi cuerpo, convulsionando los órganos y los huesos que se refugiaban en su interior. Me resultaba inconcebible que mi cuerpo produjera un sonido tan fascinante, como si el agua que ascendía en la gruta más profunda de mi cuerpo se estremeciera.” (p. p 181 y 182).

A simple vista, la muy artesanal El embarazo de mi hermana, parecería la antítesis de Hotel iris. Aparentemente trata los pormenores del embarazo de una joven, narrados en tercera persona por la observadora más inmediata: la hermana que cuida de ella… pero, ¿por qué ha de cuidarla si su hermana encinta parece felizmente casada con un técnico dental que, a todas luces, la narradora menosprecia? La novela arranca con los primeros síntomas de la embarazada (amenorrea, mareos, nauseas) y culmina con un parto… ¿monstruoso? De la narradora solo sabremos que es universitaria y se costea sus estudios trabajando como demostradora en un supermercado. Fuera de la radiante prosa de Yoko, minimalista, la califican sus críticos, pareciera un personaje ordinario; excepcional apenas por la abnegación con que procura la comodidad de su hermana, colocando fuera de su alcance los olores que la mueven a la nausea y procurándole todos sus caprichos. En el ínterin, detalla los extraordinarios cambios fisiológicos y emocionales que detecta en la embaraza, con precisión casi científica, dejando entrever su desprecio: “(…) De todas formas, no soy capaz de entender el “matrimonio”. Me parece una especie de extraño gas impenetrable. Un gas huidizo que no tiene ni contornos, ni color, difícil de distinguir bajo el cristal transparente de un frasco triangular del laboratorio.” (p. 21). La hermana menor se regodea también en la descripción de las golosinas, de los obsequios, de las supersticiones que suscita el estado de su hermana (la suegra le ha regalado un curioso talismán que representa a una perra amamantando a sus cachorros); y de pronto, la maldición del pomelo: la narradora recibe una bolsa de pomelos americanos, cortesía de la administración del súper donde trabaja, y en lo primero que piensa es en preparar con ellos una deliciosa mermelada para su hermana. Esta adquiere fijación por dicha golosina y la narradora se cerciora de surtirle su antojo a diario. Por entonces se entera de que la fruta está contaminada. Lo lógico hubiera sido impedir que su hermana lo consumiera más, pero nada: la muchacha continúa atiborrando a la embarazada de “(…) la mermelada que temblaba ligeramente como si estuviera asustada en el fondo de la olla.” Como Mari, este personaje tampoco reflexiona sobre sus actos y se deja arrastrar por un oscuro deseo. La lectura entre líneas, sin embargo, es tan clara como turbia la naturaleza de las protagonistas. Forcejeo perpetuo entre luz y sombra… si bien es en los puntos sombríos, hasta la aparición de la novela que los críticos consideran su obra maestra, La fórmula preferida del profesor, donde la prosa de Yoko Ogawa alcanza la máxima potencia de su luz poética.

La fórmula preferida del profesor ha merecido el máximo elogio que pueda atribuírsele a un escritor de prosa: denominarla “un gran haikú”. Esto no solo implica la presencia de una prosa pulida como un brillante, sino la posibilidad de la armonía próxima a la perfección, que es lo que persiguen quienes cultivan el haikú. Por si esto no fuera suficiente, esta es la primera novela que además de obtener premios literarios, se hace acreedora a un homenaje por parte de la Sociedad Nacional de Matemáticas “Por haber mostrado la belleza de esta disciplina”. Y en efecto, hasta para el más cabeza dura en esa materia, esta novela es un verdadero deleite…aún si –como es mi caso- no alcanza a comprender algunas de las operaciones planteadas. Lo que cualquier sensibilidad medianamente entrenada sí alcanza a percibir, al grado de interesarse por ello, es el amor del Profesor hacia los números. En ese sentido, y contrario a las dos novelas anteriores de Yoko, La fórmula preferida… es una novela luminosa que alumbra con antorchas aquello tan oscuro e inaccesible para la mayoría: el lado espiritual y romántico de las matemáticas. El alma de los números que, según palabras del Profesor, son el lenguaje de Dios: “…es un descubrimiento. No es una invención. Es como excavar y sacar de debajo de la tierra teoremas que ya existían mucho antes de que naciera, sin que nadie haya detectado su existencia. Es como transcribir línea tras línea una verdad que sólo está escrita en el cuaderno de Dios. Nadie sabe dónde está ese cuaderno ni cuándo se abre.” (Editorial El Funambulista, Col. Literadura, Novena edición, unió 2010, traducción de Yoshiko Sugiyama y Héctor Jiménez Ferrer, Madrid, p. 74).

Nuevamente la narradora es una mujer en apariencia en sencilla que poco a poco nos revelará una parte insospechada de sí misma: una joven trabajadora doméstica, madre de un niño de diez años, es contratada por la cuñada del Profesor para cuidar de éste que, tras un accidente, ha sufrido un daño cerebral que le produce lapsus de memoria de 80 minutos, es decir, padece una extraña forma de amnesia que lo fuerza a realizar una serie de extravagantes maniobras para llevar una existencia aparentemente normal. Curiosamente no ha olvidado nada de lo sucedido previo al accidente, pero su memoria fija se ha estacionado en el año en que este tuvo lugar, 1975. La joven, habituada a humillaciones e injusticias, se resigna a enfrentar una de las situaciones más embarazosas de su vida pues todos los días su rostro le resulta nuevo al patrón cuya pregunta introductoria, por lo general, es ¿en qué día naciste?, y con la fecha de nacimiento de la joven, 20 de febrero, actúa como un mago extrayendo conejos de un sombrero. Ella no solo se habitúa rápido a esa situación anómala, sino que empieza a cobrarle afecto al Profesor, máxime cuando este, al enterarse de que tiene un hijo, insiste en conocerlo.

El muchachito, del que nunca conoceremos el nombre –como tampoco el de su madre ni el del Profesor- es nombrado Root por el anciano al advertir que la forma de su frente se asemeja al símbolo de la raíz cuadrada. El problema de memoria del Profesor no es impedimento para que entre él y el muchachito surja una preciosa amistad salpicada de circunstancias tragicómicas que representan una gran lección tanto para el niño como para el viejo, que tienen en común la afición por el beisbol…aunque el Profesor todavía no se entera de que la camiseta 28 de su equipo favorito, los Tigers, ya no es portada por su ídolo, Enatsu, hecho que Root, con auxilio de su madre, se ve obligado a disfrazar de mil maneras para no destrozar el alma de su amigo que, de cualquier manera, olvidaría el golpe al cabo de 80 minutos.

Me puse a pensar en lo grueso que sería el cuaderno de Dios y en la finura del encaje del creador del mundo. Por mucho esfuerzo que se dedicara en seguir la labor punto por punto, un pequeño descuido podía hacer perder de vista el enlace con el siguiente paso. Tan pronto uno se regocijaba pensando que ya había alcanzado la meta como aparecía otro dibujo más complicado. (p. 203)

Me pregunto si Yoko asociaría esta reflexión de la protagonista de La fórmula preferida…con el ejercicio literario. Al menos parece una descripción de su propia escritura, elaborada, al margen del tema, con la delicadeza de un bordado finísimo. Desde la perversión de Hotel Iris, hasta la ternura de La fórmula preferida del profesor, la prosa de Yoko siempre se percibirá como un entramado sedoso donde no sobra un hilo.

Yoko Ogawa cursó estudios en la Universidad Waseda de Tokio e inició su exitosa carrera literaria a muy temprana edad, en 1986, con la publicación de la novela Cuando la mariposa se descompone. En 1988 obtiene el prestigiado Premio Kaien. En 1991, con su segunda novela, que es justamente El embarazo de mi hermana, se hace acreedora al Premio Akutogawa. Actualmente vive con su esposo e hijo en una tranquila ciudad costera del Mar Interior de Seto. Su más reciente novela traducida al castellano, que aun no se consigue en México, se titula Perfume de hielo, publicada también por Editorial El Funambulista.

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