Penetrar las palabras


Foto: Enrique Vázquez
Entrar en ellas. Hoyarlas. Estar dentro de ellas.
CRG

“Acabo de leer lo que considero una revelación, la novela de Cristina Rivera Garza, Nadie me verá llorar, una de las hermosas y perturbadoras que se han escrito jamás en México”.

Tales palabras fueron pronunciadas por alguien que no suele ser dispendioso en halagos: Carlos Fuentes. La aludida era una joven recién galardonada con el Premio Nacional de Novela José Rubén Romero (2000) gracias a la obra mencionada; una muchacha tamaulipeca que aterrizó de pronto, armada con la más maravillosa sonrisa, en un panorama dominado por los talentosos jóvenes del Crack, corriente en la que, hay que puntualizar, brillan por su ausencia las mujeres. Al año siguiente, Cristina Rivera Garza, coincidentemente de la misma generación de los autores antes citados (Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Ramón Ángel Palou, Eloy Arroz y Ricardo Chávez Castañeda, entre otros), nacidos a mediados y finales de los sesenta, se hace acreedora, por primera vez, al Sor Juana Inés de la Cruz, con el que se consolida como una de las más interesantes narradoras de las letras latinoamericanas. Posteriormente se le distinguió en Alemania con el Anna Seghers, propuesta por el mismo Fuentes, quien, como miembro del jurado, destacó la voz de Cristina como una de las más representativas de la nueva generación de narradores mexicanos y latinoamericanos.

Foto: Eve Gil
A algunos autores, no cabe duda, los hace el marketing. A otros,los menos, sus lectores. Cristina Rivera Garza, pelo largo y liso, sonrisa pícara, ha recibido uno de esos raros premios otorgados no por intelectuales, sino por los lectores: el Impac-Conarte-ITESM. Nadie me verá llorar fue objeto, en julio de 2007, de un Coloquio de Literatura Mexicana en la Universidad de Santa Bárbara titulado “Un diálogo con Cristina Rivera Garza”. En 2010, con varios libros detrás de su primera exitosa novela, Cristina sacó a la luz el libro que antecede a aquel, La Castañeda, Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910-1930 (Tusquets, Col. Centenarios), que saca del baúl a los personajes anónimos que participaron en la historia de la fundación de una de las instituciones más modernas del régimen de Porfirio Díaz, el cual, autoritarismo aparte, se caracterizó por el asombroso nivel de progreso que alcanzó México. “La Castañeda” es el mismo manicomio donde tiene lugar la peculiar historia de amor entre el inolvidable fotógrafo de locos, Joaquín Buitrago, y Matilde Burgos, quien, como las mujeres de la época que ejercían la prostitución, eran diagnosticadas con el curioso rótulo de “locura moral”, es decir, no se concebía que una mujer mentalmente “sana” ejerciera cabalmente su sexualidad. Aunque se trata de un ensayo histórico, perfectamente documentado y sustentado –es, de hecho, una versión de la tesis con que Cristina se graduó como doctora en historia- sus lectores encontrarán en La Castañeda no solo las claves de la que sigue siendo su obra maestra, sino de las obsesiones literarias de una autora verdaderamente singular:


“…aspiro a poner atención en las palabras con las que se enunció el padecimiento, es decir, los libretos a través de los cuales se estructuró, así como los quiebres y censuras mediante las cuales se introdujo no pocas veces el silencio, para detectar después, y sólo después, cómo las interpretaciones opuestas de género, clase y nación contribuyeron a explicar el nacimiento y la evolución del padecimiento. Esto implica, aunque de forma explícita, que lo que importa aquí es la enunciación primera de la condición y la compleja interrelación de esa enunciación con la sociedad.” (La Castañeda, p. 24)

En su novela Verde Shanghai (Tusquets, 2011), por ejemplo, emparienta también la locura con el lenguaje: “(…) Todos los afiebrados tenían esa tendencia de ir al origen del lenguaje como quien va al mar y se sumerge en él para extraer el fósil perfecto, la especie por todos desconocida.” (p. 102).

Nacida en octubre de 1964, en Matamoros, Tamaulipas, el lugar de residencia de Cristina Rivera Garza fluctúa entre California, de cuya universidad es profesora de Creación Literaria, en el Departamento de Literatura, en San Diego; y su casa en Metepec, Estado de México, junto con su hijo adolescente. Fue codirectora de la cátedra de Humanidades del ITESM, campus Toluca, y, como amante de las palabras, más que de la escritura per se, ha abordado prácticamente todos los géneros literarios, aunque ha sido en el terreno de la narrativa –novela y cuento- donde ha cosechado sus más perdurables frutos. Por su faceta cuentística ha obtenido el Premio Juan Vicente Melo, con su fascinante colección de cuentos titulado con un verso de Ted Hughes: Ningún reloj cuenta eso (Tusquets, 2002).

Pero es también poeta de amplísimos registros, género con el que se dio a conocer como escritora a través del libro La más mía, publicado originalmente por el Fondo Editorial Tierra Adentro en 1998, y recogido junto con dos más, inéditos, en Los textos del Yo (Fondo de Cultura Económica, Col. Letras Mexicanas, 2005). En uno y otro género logra una íntima vinculación que vuelve casi imposible mencionar una faceta sin, por lo menos, aludir a la otra. “La más mía”, que es el poemario que abre Los textos del Yo, hace evocar sus dos primeras novelas: Nadie me verá llorar y La cresta de Ilión (Tusquets, 2003). La primera, como se ha comentado, se desarrolla en un manicomio; la segunda, en un hospital que, aunque no convencional, es recreado a partir de los ánimos y humores de un hospital perfectamente tangible. La diferencia básica entre este poemario y las novelas antes citadas, es que su tono es inequívocamente autobiográfico y se dirige específicamente a una mujer de nombre Hilda Garza Bermea, que agoniza en una cama hospitalaria, y a quien la hija, Cristina Rivera Garza, reprocha con inaudita ternura -inaudita por violenta y por su no negación a la faceta de la madre como individuo sexuado-, que la considere “La decepción más tuya y más íntima”. Es el reproche de una hija hacia la madre que no quiso o no pudo asimilar la emancipación de la hija en tanto mujer, pero también en tanto hija. El más maravilloso regalo que una hija puede hacerle a su madre, aunque ésta lo rechace categórica, es hacerle ver que, como ella, también es mujer; también es libre y puede volar. En ése momento, más que madre e hija, la hija anhela ser cómplice de otra mujer a su imagen y semejanza: “Entre tú y yo, amantísima, la más mía, nunca hubo/ ternura/ nunca entre nosotras existió la rosa/ el candado unívoco del tallo/ el aroma/ los pétalos de las palabras juntas en la corola luminosa (…) Pídeme ajenjo./ Pídeme todas las puertas que no abriste cuando llegué a tu corazón desnuda./ Pídeme la misma falta de piedad.” (“You should not mistreat me, baby, because I am young and wild. BOB DYLAN”, p. 67).

Es en estos poemas que nos encontramos con la Cristina más allá de su sonrisa y ojos de diablillo… más allá también de la otra Cristina, la de las atmósferas enrarecidas, góticas, enfermizas, oníricas. Ésta es la Cristina que era antes de Joaquín Buitrago y Ámparo Dávila; la que renunció al mar para perderse en una ciudad lo bastante terrible pero engullirla pero, asimismo, con un regazo lo bastante amplio para ocultar a cualquier muchacha fugitiva de los totalitarismos provincianos, de los matrimonios con hombres que construyen prisiones de silencio en torno a sus mujeres… muchachas que huyen para preservar su más grandioso hallazgo, el más peligroso de todos: que su cerebro es una flor gelatinosa que exige ser alimentada de algo más nutricio que obediencia y resignación: “Y yo me volvía pájaro, niña buena, calle sin gente, / manera./ Yo me volvía yo, un paréntesis, un alado caer/ de infinitivo, un caer lentísimo/ parvada de aves azules con voluntad/ de precipicio.” (“y wendy creció”, p. 133). En la poesía, como en la narrativa, Cristina se da licencia de ser muy ella y recobrar su lenguaje de muchacha de la frontera; de muchacha que se busca en los diccionarios hasta dar con ella misma y descubrir, no sin sorpresa, que se encuentra en el lugar equivocado, ante el mar equivocado, con el amante equivocado y solo el hijo correcto, lo único digno de acarrear consigo.

A Nadie me verá llorar (TusQuets 1999, 2001 y 2003) casi todos los reseñistas le colgaron la etiqueta de novela histórica. Discernir qué es una novela histórica nos llevaría demasiado espacio, pero lo cierto es que, doctorada historiadora por la Universidad de Houston, Cristina optó por ubicar a sus personajes en este marco histórico y urdir una trama ficticia a partir de algunos expedientes que logró rescatar. Cristina, de hecho, tiene la nada descabellada teoría de que los personajes literarios también son históricos; en un sentido de trascendencia, y los ejemplos cunden. Narra entonces el conflicto de Joaquín Buitrago, aristócrata venido a menos, sobreviviendo al auge del desprecio por lo que queda del porfiriato; fotógrafo adicto a la morfina cuya fijación estética es la locura (¿la belleza de la locura? ¿La fealdad de la locura? Para Buitrago poco importa…y para Cristina, menos). Entre los pacientes de La Castañeda reconocerá a Matilde, una bella prostituta a la que alguna vez retrató en un burdel y a quien, tras huir del mismo con un amante, reencuentra sumida en las tinieblas de la locura. Pocos críticos tuvieron el pulso y la sensibilidad para captar que gran parte de la magia de esta novela radica en la naturaleza vulnerable de su protagonista masculino, equiparable, en ese sentido, con el entrañable José García de El libro vacío, de Josefina Vicens, aunque, en el caso de Buitrago no se trata de un narrador en primera persona sino de un personaje descifrado por un narrador en tercera. Un hombre que se cuestiona el concepto de hombría y la funcionalidad del mismo a la hora de experimentar una muy humana necesidad de llorar por amor, de reconocer la derrota y hacer un alto en el camino para arrojarse al regazo de una, de una sola y concreta mujer: “Un hombre rara vez puede confesar que toma fotografías de mujeres para volver al lugar de una sola mujer (…) Para Joaquín, el milagro de las mujeres tras la lente no sólo era obvio, sino además irreversible. No había que cambiar nada, lo que tenían que hacer era aprender a ver. Todas estaban ahí, suspendidas dentro de ellas mismas, tan contenidas que su fuerza amenazaba con destruir el ojo que las espiaba.” (p.p 19 y 21).

La segunda novela de Cristina, La cresta de Ilión (Tusquets, 2002) mantiene estos aciertos estilísticos; ese afán de bregar en el alma atormentada de un protagonista varón, en la espesura de las sombras de unos largos cabellos castaños, y confirma lo que, a la fecha, parecen ser sus obsesiones: la locura y la muerte, transfiguradas, esta vez, en la persona de Ámparo Dávila, la enigmática cuentista zacatecana que interviene como personaje, mensajera de la muerte, efluvio de la trama misma. La fascinación del médico ante las mujeres adquiere aquí la forma del miedo, de la angustia, de la incertidumbre. De nueva cuenta, Cristina nos introduce a la tiniebla existencial de personajes atormentados, en este caso, el médico que le abre la puerta a Ámparo Dávila, ave de presagios en medio de una noche de tormenta: “A las mujeres les digo que esto pasa más frecuentemente de lo que imaginan: miedo. Ustedes provocan miedo. A veces uno confunde esa caída, esa inmovilidad, esa desarticulación con el deseo”. (p. 17).

Tanto en su primera como en su segunda novelas, Cristina opta por un protagonista varón que, en el caso de La cresta de Ilión (que no es sino la denominación médica del hueso de la cadera, sobresaliente, se nos dice, en el caso de Ámparo) es asimismo narrador; hombres contemplativos, desesperados, adictos, represores de sus propias pasiones y dueños de una sensibilidad casi femenina. En La cresta..., el médico que le abre la puerta de la novela a Ámparo Dávila está a cargo de un pabellón para enfermos terminales, tan horrorosamente conmovedores como los locos de Nadie me verá llorar. “El hospital no era más que un panteón con las tumbas abiertas”, describe el innominado personaje que a fuerza de luchar contra su propia naturaleza, ha logrado doblegar la piedad, haciéndole una llave de lucha libre. Poco detrás de Ámparo Dávila llega La Traicionada —el médico dice guardarse el nombre de su ex amante por elemental caballerosidad— y de pronto se ve en el centro de una conspiración de quien ha declarado ser Escritora, es decir, Ámparo, y aquella otra, que bien pudiera ser fruto de la invención de ésta. Las dos mujeres parecen conocer el secreto del médico, su único terrible secreto que él ha pretendido diluir hasta para sí mismo, perdido en la abyección de los enfermos que han extraviado no sólo la identidad, sino hasta el género y la huella, característica ésta de los hospitales que se menciona también en “La más mía”: “(…) fuera del asilo donde reptan en círculos concéntricos veinte millones de ángeles sexuados, cancerosos, heridos, locos, perfectamente asesinados (…)” (“los bárbaros se quedan a cenar”, p. 78).

“La desaparición es una condición contagiosa”, dice sobriamente el médico, y en esta frase pudiera estar la clave no sólo de la novela, sino de las historias de Ámparo Davila, la Verdadera, la del enigmático hueso en la cadera, la de las historias donde la truculenta imaginación de los personajes cobra vida propia propiciando su auto devoramiento. Con la tercera, Lo anterior (Tusquets, 2004), Cristina parece deslindarse de una fórmula exitosa que pudo haber explotado ad nauseam: la novela que hace protestar a ciertos críticos que advierten a una Cristina Rivera Garza cada vez más diluida en una a veces violenta ruptura entre lenguaje y continuidad narrativa que me incita a compararla con el efecto creado cuando se lee un letrero en el espejo y deja uno de reconocer el idioma en que ha escrito, aunque sin olvidar su significado. En Lo anterior, el protagonista es el Amor, al grado de anular a los amantes que pudieran servirle de pretexto a éste para manifestarse. En La muerte me da (Tusquets, 2007), su cuarta novela, que la hizo acreedora por segunda ocasión al Premio Sor Juana, el thriller psicológico sobre un asesino serial de varones –con lo cual la extrañeza es planteada desde el inicio: ¿es que acaso las víctimas no son siempre del sexo femenino?-; víctimas que solo tienen en común pertenecer al género masculino y a quienes el asesino o asesina, además de castrar, adhiere un papelillo con versos, siempre distintos, de Alejandra Pizarnik. Los encargados de resolver esta serie de crímenes son una sofisticada detective y su sensitivo ayudante varón, quiénes recurren al auxilio de la profesora de literatura, Cristina Rivera Garza, para intentar resolver el rompecabezas que pudieran representar los versos de Pizarnik. Y sin embargo el protagonista es la Poesía. Curioso vehículo para darle voz a éste género menospreciado en nuestra lengua: un thriller policiaco. Esta curiosa forma de subvertir los géneros y el lenguaje mismo podría tener su origen en el hecho de ser, como la misma Cristina reconoce en sus poemas, una misma hija desdoblada: la que cumple al pie de la letra el destino de su madre y la que huye en flagrante rebeldía de ése destino. Cristina, en realidad, es muchas Cristinas: la muchacha que huye; la escritora con la más maravillosa sonrisa del mundo y ojos de diablillo; la feminista que invita a los varones a sumarse a los aquelarres de mujeres barbudas; la mujer que quiere hacerles ver a los hombres que pueden ser las mejores mujeres del mundo, etcétera. En la literatura de Cristina Rivera Garza lo que importa es la humanidad sexuada, angelizada: “Quieres que te adore./ Que adore tu verga, tu culo, tu semen, tu mierda./ Quieres que te coja./Quieres ser mi mujer.” (“el ángel aleccionador”, Los textos del Yo. p. 124).

Foto: Eve Gil
No puedo evitar preguntarme si allí tiene su origen de la más reciente novela de Cristina, Verde Shanghai, centrada en el tema de la identidad…más aun –porque tratándose de Rivera Garza, atribuirle “la identidad” como tema, per se, sería demasiado limitado- de lo que pudimos ser en un pasado que, o no sucedió, o no recordamos, y sin embargo ha sido decisivo en la construcción de nuestro ser. Es en ésta novela donde Cristina nos hace ver que el lenguaje, por sí mismo, tiene memoria y es capaz de escucharse a sí mismo: “Tanto Xian como Marina han estado conmigo desde hace muchos años…más Xian que Marina. Pero yo misma no sé demasiado sobre las vidas simultáneas de estos personajes y recrearlos me ha servido para reflexionar acerca de la labor de la memoria…de cómo la escritura recuerda; de cómo la escritura se oye también. Me ha permitido, además, reflexionar sobre el tipo de historias que creas en estos espacios en blanco, que son espacios en transición: es allí donde se gesta la historia de Xian y donde surgen todos estos personajes alternativos relacionados con el café de chinos llamado Verde Shanghai”, me dice en entrevista.

Una convencional ama de casa, esposa de un médico, Marina, sufre un aparatoso accidente de tránsito, y es durante su convalecencia que descubre que pudo haber sido otra, en este caso, una mujer llamada Xian, que es también el nombre de la ciudad en China donde tuvo lugar uno de los más sorprendentes hallazgos arqueológicos del siglo pasado: los soldados de terracota. Pero Xian no necesariamente es una mujer. Puede ser muchas otras cosas, incluso, se ha dicho ya, una ciudad: “…ella había sido, en efecto, una ciudad llena de soldados. La guerra y el poder alrededor” (p. 54). En medio de la desesperada de la búsqueda ese otro yo, cuyo nombre significa también “inmortalidad”, Marina penetra en lo que pareciera ser un prototípico café de chinos, en el Barrio Chino de una Ciudad –que es la Ciudad de México, aunque la novela no lo aclara jamás- y traspasa una dimensión donde la aguarda una variopinta de personajes migrantes, siendo ella misma es una migrante de identidades. Cristina señala que eligió China no por la pregunta que le formulan constantemente respecto a su posible ascendencia china reflejada en sus rasgos faciales, sino porque los mexicanos ven en “lo chino” a “el otro”, “No decimos “está en finlandés”, aunque esa lengua nos sea tan ajena como el chino”, explica, sonriente. Así, pues, entrevera las historias de dos mujeres que en realidad son una sola, y esa sola mujer es, a su vez, una metáfora del lenguaje que no solo construye historias literarias sino seres de carne y hueso. Quién puede dudar que el lenguaje nos ha construido y re construido a lo largo de nuestra vida; es a través del lenguaje que nos reafirmamos o nos diluímos. Cristina lo describe así: “(…) Marina pensó que nadie puede ir hacia el pasado sin desatar un nuevo desorden, un caos todavía sin revelar y, entonces, se le antojó un cigarro…” (p. 98).

Esto, y no un accidente geográfico, es lo que valida la clasificación de Cristina Rivera Garza como “escritora fronteriza”. Como ella misma dice a Jung Euy Hong y Claudia Macías Rodríguez, de la universidad Nacional de Seúl: “Donde hay diferencia hay frontera, y ese es un concepto que me interesa de lo fronterizo –el lugar umbroso, flexible, fluido, paradójico, donde confluye lo disímbolo. En la vida, como la escritura, lo verdaderamente interesante ocurre en las colindancias (…)”

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