La joven que inventó a Dios


La verdadera experiencia espiritual surge de un cuestionamiento constante, casi atormentador. Llegar a Dios, en términos laicos, significaría no el hallar respuestas satisfactorias a nuestras dudas, muchas veces egoístas, sino el reciclaje permanente de estas mismas dudas hasta hacerlas trascender junto con nosotros. La importancia no está, pues, en la respuesta, que probablemente no la hay (quizá el espíritu esté constituido solo de interrogantes que fungen como respuestas de sí mismas) y la obra de María Antonieta Mendívil ejemplifica maravillosamente este proceso de búsqueda interior o superior.

Nacida en pleno desierto de Sonora, en Cajeme, el 1 de enero de 1971, Marian, como la llaman sus amigos, ha recorrido un camino que al verla viva imagen de la serenidad y la pureza con grandes ojos de niña curiosa y rizos color caramelo, nadie supondría tan empedrado, largo y doloroso. Leyéndola, sin embargo, es posible penetrar en su dolor que se manifiesta no como lamento sino como aprendizaje asumido que dota de singular riqueza su lenguaje y su pensamiento: “He tenido mis recesos en los que escribo por dentro-reconoce-. No tengo grandes ambiciones impuestas (innovar, dejar huella, trascender). Así que no me aterra escribir hasta el grado que me paralice o me haga desertar. Sólo quiero ser cada vez mejor. Eso me mantiene activa y sin grandes miedos.”

Como ocurre con las protagonistas de sus dos novelas, Otros tiempos y Duelo de noche, incluida la vocación de piloto de los protagonista de la tercera, A ras de vuelo, Marian descubrió muy temprano su vocación, en la adolescencia, pero dicho descubrimiento no resultó en fuente de placer sino de miedo… miedo que es, en cierto modo, protagonista de su novelística cuyos personajes viven temerosos de no emplear con suficiente justicia su principal arma, quizá la única con la que cuentan para defenderse: el lenguaje, en el caso de la dos primeras. El ímpetu de volar, en el caso de Gabriel, Pedro y Daniel en A ras de vuelo (Tusquets, México, 2011), que es congénito en ellos, como cualquier otra necesidad humana.

Para empezar, los intereses temáticos y estéticos de Marian se apartan, en apariencia, de lo que se supone es la literatura de la frontera norte, “Soy la suma de mi paisaje, de mi experiencia en esta tierra, de las lecturas que he elegido (no precisamente ligadas a mi región), del talante del norte y de mi conciencia como persona.” Sólo en apariencia, insisto, porque la visión de esta sonorense abarca la vasta extensión del paisaje originario que es también abismo poético. Su desierto, no obstante, adquiere dimensiones místicas y metafísicas que no se advierte en otro autor de su, llamémosle, genealogía (Cornejo, Gardea, Arredondo, Parra). Su primera novela, Otros tiempos (Equilibrio Editores, Sonora, 1999) es representativa de este desierto que es más bien metáfora de un temperamento y de un lenguaje. Se trata, a un tiempo, de una novela de ficción especulativa y de un homenaje a la lengua, situado en un apocalíptico Desierto de Sonora donde se refugian los contrarios a un régimen universal que ha proscrito la poesía, generando un tabú. Se plantea la lucha por la sobrevivencia de una comunidad de poetas convertidos en parias que se proponen continuar transmitiendo su legado, de memoria a memoria, de generación en generación, cueste lo que cueste: “Los poeta que hasta esa hora creíamos en la poesía revelada, sabíamos, además, del gran peligro que era el símbolo escrito para la tiranía. La palabra así viaja con vestido de manjar, y se le abren fácilmente las puertas del apetito; dentro, desenvaina, y abre con su filo el telón de la conciencia. Una vez abierta esta ya no puede ser la misma.” (p. 20).

Las siguientes palabras redondean todavía mejor el leit motiv de la escritura de Marian, empeñada en prescindir de todo lo que no la trascienda: “(…) Muchas era las palabras que ya no nos atrevíamos a pronunciar. Habían sido tan profanadas que el máximo tributo era silenciarlas, sellarlas, transmutarlas (…)” (p. 47).

El silencio, lo mismo que el miedo, o el silencio como consecuencia del miedo, son base de la narrativa y de la poesía de Marian, quien publicó su primer libro, un poemario, Cuenta regresiva (ISC, 1991), a los veinte años. Silencio que, como en el desierto, se manifiesta a través de ecos y de luces. Silencio no absoluto sino lejanísimo canto cuyo origen pudiera ser ilusorio, fruto de la necesidad de concluir la búsqueda, de saciar la sed del alma cansada. Su segunda muy lograda novela, Duelo de noche (Almuzara, Sevilla, 2006) es la gran metáfora del silencio nacido del miedo a enfrentarnos con la verdad sobre lo que amamos; el silencio doloroso e inútil entre una madre y una hija que han callado todo el tiempo y probablemente perpetúen la incomunicación hasta el final. El poema “Llanto de zagal”, incluido en la antología de jóvenes poetas sonorenses, Alas de alacrán, compilado por Paloma Hernández Gómez (Instituto Sonorense de Cultura, CONACULTA, PAMYC, 2006) anticipa el tema central de Duelo de noche: “Cayó lo negro como una piedra/ de agua/ Cayó la nada/ Aquí tendida tu pequeña bestia y su/ hermosura/ Aquí la muerte muerte/ mezquina buscando alma/ donde sólo el resuello anima/ Nada la nada/ Negro lo negro/ Muerte la muerte/ Y en mi garganta un largo gemido/ cayendo sobre la tinta de Pablo.” (Llama, inédito, 1993-1994).

Concepción es la madre que agoniza y Sara la hija que no se aparta del que será su lecho de muerte. Ninguna dice nada. La narración de Duelo de noche se construye a partir de monólogos internos de ambas personajes pues, al parecer, el diálogo se vuelve ahora más difícil que nunca. La brecha generacional se torna tan insalvable como la resignación de la madre ante el dolor y la humillación que ha permitido de su propia madre hasta de su esposo infiel y el debatirse de la hija ante lo que pareciera ser un destino del que planea escapar, aunque ello represente romper definitivamente el vínculo con la madre. No es que la hija reproche a la madre. Más bien la hija busca refrendarse en tanto individuo, en tanto ser autónomo de la mujer a la que debería parecerse: “Mi casa tenía amor, unidad, lo único que no tenía era una razón para abandonarla. Y yo siempre la quise abandonar (…) La misma llave que me encerraba en mi interior frío y distante era la llave que me liberaba: mi mente. Una mente que no estaba encerrada en mi cuerpo mortal, sino que traspasaba mi conciencia y paseaba en libros, historias, mundos, visiones, paisajes, miradas, sueños (…) Mi mente era profunda y extendida, un mar agitado e impenetrable (…) No. Yo no era buena.” (p. 54).

La sed de libros y de conocimiento en Sara parece inédita en su familia. No es nada que estorbe, pero tampoco nada que importe. Por algún motivo, mientras su hermano Rafael se conforma con ser el varón protector de sus hermanas, y Marijose, la chiquita, se limita al asombro, Sara parece haber nacido con alas que insisten en remontarla tan lejos como sea posible de un hogar donde aparentemente no falta nada. Pero sí falta y solo Sara, que tiene alas, lo intuye… aunque no lo resuelve sino hasta enfrentar la proximidad de la muerte de su madre: libertad es lo que falta; libertad sin la cual se ahoga… libertad de pensar, de decidir, de negar, de decir, de ser. Sara no quiere esperar a morir como su madre para volar (la metáfora del instinto de volar que se tornará físico en su siguiente novela). Es a partir de esta noción de ser que Sara reflexiona sobre las circunstancias que orillaron a su madre a no ser ella misma, y a ella, a Sara, a cargar un sentimiento de culpa que no le pertenecía: “A partir de ese día, la vida me fue desnudando y abandonando en la misma esquina donde abandonó a mi madre (…) No podía leer. Cuando abría uno de los libros de Nietzsche y leía “Dios ha muerto”, lo cerraba espantada. Me aterrorizaba pensar que fuera verdad que Dios estuviera muerto por siempre (…)” (p. 62).

Sencillamente Sara, alter ego de Marian, se rehúsa a creer que ser mujer signifique lo que su madre cree: “(…) Estar embarazada y cargar baldes de agua, estar embarazada y seguir haciendo tortillas de harina y seguir cortando leña, y seguir usando la pala para seguir sembrando.” (p. 104). La rebelión de la hija, sin embargo, es interiorizada y, por lo mismo, doblemente dolorosa. Se embarca en una búsqueda de Dios para encararlo y cuestionarlo por lo que se supone debe ser su destino. Pero su increpación no es furiosa, tampoco dulce: es firme, resuelta, lógica. Sara sufre con el alma, pero también con el cerebro: es tremendamente racional. Porque aunque duda que Dios esté del otro lado, sabe que tarde o temprano confirmará su sospecha de que todo ser humano, hombre o mujer, nace puro y listo para desplegar las alas; que es ley de hombres la que mutila su vuelo y exige sumisión a cualquiera de los dos ingratos papeles reservados para uno y otro sexo: “Muchas veces pienso que yo he inventado a Dios, que este Dios es mi otro yo, que este Dios es la sombrilla que me cubre de las tormentas y atrasa mi caída (…) Pienso que Dios es la mejor escapatoria para un ser extremadamente egoísta como quizá yo sea (…) De lo único que creo estar segura es que Dios existe, de lo contrario no sentiría su ausencia.” (p.p 146 y 47).

Tenemos pues que Duelo de noche es una novela que combina con fortuna el misticismo y el feminismo, y la propia Marian asume su tendencia feminista, “Soy feminista lo soy, en el sentido de busco y defiendo la equidad dentro en el espacio público y privado. No lo soy en cuanto a que no es una postura que defienda activamente con especial y exclusivo interés.” Sara llega a cuestionarse por qué las mujeres no pueden ordenarse sacerdotes, inquietud heredada de su autora: “Creo lo que saben todos los teólogos y que incluso fue la conclusión de Juan Pablo II al revisar este punto de la doctrina católica, a petición de un grupo de teólogas en Canadá: no existe nada en las Escrituras ni teológicamente que limite el papel de la mujer dentro de la Iglesia o que impida el sacerdocio femenino-señala Marian-. Hay muchos puntos a renovar en la iglesia católica; pero no sólo las mujeres son subestimadas, también los laicos, a veces son vistos como actores de segunda dentro de la institución católica. Me parece que antes de que se permita el sacerdocio femenino, se abrirá la puerta al matrimonio de sacerdotes, viendo el celibato como una opción libre.”

Como Sara, Marian ha buscando incasablemente un alivio a su inquietud espiritual, equiparable a la intelectual, que ha fructificado en lecturas y en escritura que las confrontan, quizá por ello estudió Teología en Salamanca… pero la búsqueda de Dios, como la escritura misma, que es en sí una religión, son fuente lo mismo de dolor que de placer infinitos. Podemos ver en Sara a la propia Marian con la nariz embutida en los libros ante la indiferencia de una familia sumergida en mundos dispersos….como también es posible verla en la niña que la propia Marian me describe como la testigo de los acontecimientos en que tiene su origen A ras del vuelo, historia que transcurre entre las décadas de los sesenta y setenta, aunque al tratarse de un mundo tan masculino, la otra cara de la moneda de Duelo de noche, recurre a un narrador omnisciente, aunque con atinados giros en primera persona: “El sonido de mi niñez es de aviones fumigadores –me comenta Marian- Andaban a todo lo que daban durante todo el día, sobrevolando el campo. Y luego el aroma a guayaba fermentada…yo lo asociaba con el aroma a campo, pero luego supe que en realidad era el olor a veneno. En Cajeme se siembra mucho, de manera masiva, sobre todo trigo y algodón en algún tiempo, y al momento de hacerse industrial la avicultura, los aviones fumigadores se volvieron necesarios. Esos recuerdos forman parte de mi infancia y me han perseguido siempre. De niña no salía con amigos de la escuela, me iba al campo con mi papá y aquel era el mundo que yo respiraba.”

A ras del vuelo es una pequeña saga sobre una familia que ejerce un oficio raramente o, me atrevo a afirmar, nunca abordado en la literatura mexicana: los pilotos fumigadores. No existe un protagonista definido, aunque de entrada, quien aplasta –o pretende aplastar- con su presencia a todos los demás, es el tío Gabriel, el líder….aquel que tiene el poder de decidir cual de sus sobrinos, apodados “los pelones”, lo reemplazará en ese liderazgo que en el fondo desprecia, tanto como a sí mismo. Hay que destacar que se trata de un personaje admirablemente abordado desde el punto de vista psicológico, lo mismo que los demás. Marian cala profundo en la psique de cada uno, al grado de recrear y alternar admirablemente dos experiencias: la íntima y la social. Porque Gabriel, despiadado y burlón con sus parientes que le rinden pleitesía, se sabe indigno de tales reverencias –ha renunciado a su sueño de ser acróbata para perpetuar una tradición familiar- pues está consciente de sus puntos vulnerables, siendo Agnes, su jovencísima esposa estadounidense, el más sensible de ellos…del mismo modo que alguno de sus sobrinos, el Tarta en particular –apodado así por su patética tartamudez- entiende que el tío Gabriel es más merecedor de desprecio que de admiración, y Marian recrea admirablemente esa voz confrontadora y rebelde que se manifiesta al interior del Tarta.

Tenemos, por otro lado, a Pedro, el más humilde y al mismo tiempo el más digno de la familia; hombre silencioso que se muerde el rabioso deseo de volar –es, junto con el tío Gabriel, en quien más se observa esta obsesión- y que, de alguna manera, se hace respetar por aquel dios que hace de sus sobrinos blanco de todas sus frustraciones.

Pero Gabriel y Pedro no son los únicos que parecen haber nacido con un par de alas plegables. Agnes comparte esa obsesión con su esposo. En la adolescencia ya despertaba admiración con su talento para la acrobacia aérea. Pero no era lo mismo ser una chica audaz en su país de origen que en aquel recóndito poblado sonorense. Por alguna razón, que puede ser amor –aunque el lector no puede evitar dudarlo- Agnes abandona aquel mundo, y con ello la acrobacia aérea, cuando conoce a Gabriel, un hombre mucho mayor que ella y se traslada junto con él a Cajeme. Por supuesto no es vista con buenos ojos, por más que la gente se haya habituado a su llamativa presencia: ha llegado del brazo del tío Gabriel a los quince años, embarazada. No se trata, de ninguna manera, de una mujer sumisa como Carmen, la esposa de Pedro –aunque Pedro dista de ser un esposo machista-; sus conocimientos rebasan, incluso, los de los varones que la rodean, y no tiene empacho en hacer sentir un carácter firme que hace temblar al propio Gabriel. Se trata, además, de una chica joven y despreocupada que se convierte en la obsesión de Daniel, el pequeño hijo de Pedro, cuyos sentimientos por Agnes crecerán junto con el propio Daniel, “Es como si Agnes fuera un par de alas en su espalda. Bien sabe que la máquina está suspendida en el aire gracias a ella.” (p. 62).

A ras de vuelo es una novela admirable en muchos sentidos: la originalidad del tema y de la estructura en primer lugar…pero también está la descripción que realiza de la experiencia de volar y que varía ostensiblemente de un personaje a otro. Volar nunca será lo mismo en cada descripción. Cada personaje lo percibe de manera completamente distinta. María Antonieta me comenta que para lograr este efecto ella misma tuvo que volar muchas veces, con diversos pilotos.

Se desliza por la pista y siente cada leve borde, cada palabra , cada ondulación. Su cuerpo todo tiembla. Tira suavemente del bastón y el avión e eleva en un vértigo. Deja de cargar la máquina y va a merced de ella. Ahora es un ser pequeño e insignificante. El bastón, el timón, el pedal, los controles de gasolina, altura y velocidad son tan pocos instrumentos para enfrentarse al universo, a eso creado en la nada, en el cielo, en el aire. Ese mundo desconocido lleno de acometidas de vientos o de sopor, de humedad, de leyes que desconoce (…) En su mente no existe otra cosa que no sea estrenar el cielo de ese día, verlo abrirse como una enorme fruta que cambia de color pardo a rosa y naranja conforme se adentra en ella (…)” (p. 70)

Marian, como muchos escritores, tuvo que atravesar el umbral del infierno, aunque en su caso, insisto, se trate de una circunstancia interna y no externa. Sufrir la muerte de su propia madre y una ruptura matrimonial que nunca hubiera esperado la hizo tocar ese fondo donde finalmente hallaría su voz, su camino…su Dios-personaje y su Dios-desierto. A la verdadera María Antonieta Mendívil. Actualmente alterna la escritura con la crianza de su hermosísima hija Mariana y la dirección de una agencia de publicidad en Hermosillo, Sonora, y ya trabaja en una cuarta novela.

Éntrale al blog de María Antonieta Mendívil, Nido de palabras

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