El último corsé

Esther Eloísa supo desde muy pequeña, mucho antes de que la mayoría de las niñas intuyan su misión en la vida, que la suya era darle voz a las abuelas cuyos nombres llevaba y que enmudecieron de repente. Cuando nació, el 9 de septiembre de 1921, en Madruga, Cuba, aunque vive en la ciudad de México desde los cinco años, ya su abuela materna Esther, había partido de la tierra envuelta en su rebozo de aromas, pero Eloísa, la paterna, se convirtió en su más fiel –y silenciosa- compañera, y desde los primeritos gorgoritos se dedicó a interpretar a aquella abuela sin voz al grado de convertirse en una especie de lazarillo verbal. Porque Esther veía adentro de su abuela y aprendió a ver también al alma de la difunta Esther, su homónima, reconstruyéndola minuciosamente con base en lo que le narraban su abuelo, sus padres, la gente que la conoció y amó, que no era poca.
Esther Eloísa de la Caridad del Cobre Rizo Campomanes, hija de un guapo ferrocarrilero de una época en que estos tenían el caché de los actuales pilotos de avión, y de una señorita de alcurnia, creció obsesionada con plasmar las palabras muertas de sus abuelas, calladas, por un lado, de la represión propia de su tiempo, pero sobre todo por el valor de perderlo todo de golpe. Para la abuela Esther, todo era Orizaba, su casa, su familia, de donde la Revolución la obligó a escapar; para Eloísa, todo era su querido esposo que murió de manera intempestiva. Ella, cuya misión era consolar a los sufrientes, entre ellos la que sería su consuegra, no supo consolarse a sí misma. Descendiente de voraces lectoras y redactoras de primorosas cartas, sin contar la legendaria reputación milagrera de la sabia Eloísa, lo más lógico era que Esther soñara con ser escritora y desde muy jovencita se dedicó a elaborar poemas y discursos que su propia familia le encargaba para las celebraciones familiares, por lo que acumuló una nutrida producción poética que no dejó de escribirse –aunque con menor enjundia-cuando muy jovencita contrajo matrimonio y parió a su primera hija antes de cumplir los veinte años. Nunca abandonó la escritura y la lectura, como sí terminó por abandonarla la bisabuela Ludegarda, pero renunció a la posibilidad de profesionalizarse como escritora: “Viví en un ambiente de literatura… mis padres, mis abuelos, me enloquecían con las cartas que se escribían, sencillamente preciosas. Mi tío Salvador le mandaba a mi abuela cartas desde París y a mí me maravillaba cómo era posible que con una plumita siguiera todo el trayecto de una avenida, de una calle, de un rincón y nos hacía sentir que habíamos estado ahí. Muchas de las cosas que escribí y leía era durante los intermedios de una vida dedicada a ama de casa. Pero apenas enviudé, me propuse darle voz a mis abuelas, porque ambas, la materna y la paterna, se quedaron mudas, y pude hacerlo siendo yo misma abuela.”Esther se inscribió entonces en un taller con Elena Poniatowska, al que acudía junto con una hermana que sí contaba con formación universitaria y de la familia era quien “prometía” como escritora, “pero murió siendo trece años más joven que yo. Eso me dejó muy traumada… pero más me propuse escribir, ahora ya no solo por mis abuelas, también por mi hermana” Algunos años más tarde, sin saber muy bien cómo canalizar lo que llevaba escrito, aterrizó en un taller que Mónica Lavín impartía en Puebla, donde se escribió la totalidad de lo que sería su primera novela, Rebozo de aromas (Suma de letras, México, 2009), publicada a la edad de ochenta y siete años. Esther enuncia con orgullo: “¡Por fin!, porque ya soy abuela de diez maravillosos nietos y tengo treinta bisnietos. Esta semana pude hacer lo último que me faltaba: planté un árbol en San Miguel Allende.”
Así entonces, Esther Rizo Campomanes publica su primera novela a una edad madura… “no, madura no –me aclara riendo la autora- ¡anciana!” Poco o nulamente familiarizada con las nuevas tecnologías, la escribió a mano, en cuadernos, con preciosa caligrafía digna de exhibirse en un museo, luego, “una muchacha maravillosa” llamada Pera, a quien le estoy sumamente agradecida, transcribía en la computadora.”
Lo extraordinario no termina allí: Rebozo de aromas es una novela espléndida, elaborada como la colcha de Penélope, haciendo y deshaciendo, aunque llegado un momento en que, convencida de encontrar el camino, Esther opta por seguir adelante sin mirar atrás. No es, en lo absoluto, producto de una pluma novata, sino fruto de alguien que no ha parado de escribir desde que tiene memoria, porque una cosa es escribir, otra publicar, y Esther Rizo Campomanes, con todo y sus inseguridades, es una escritora nata capaz de armar frases como esta: “(…) el paisaje se abrió como un lienzo extendido, donde la tarde se recostó con calma (…)” (p. 130). Empecemos por aclarar que no se trata de una narración lineal. Arranca con el exilio de la familia Campomanes a Cuba, quienes despojados de gran parte de sus bienes, no tienen más remedio que abandonar Orizaba, “se parece a La Habana”, donde Esther, la madre, había vivido toda su vida, no así Amador, su esposo, por hoy arrepentido simpatizante de la monarquía, quien años atrás había salido huyendo de esta misma isla. Las hijas, Carmen y Juana –madre de la autora- se dejan llevar por la curiosidad y el sentido de aventura propios de las muchachas, pero no tardarán en verse sumidas en la misma melancolía de la madre que no hace sino mirar al horizonte, enferma de nostalgia: “Su madre no volvió a pronunciar palabra. Se había quedado enredada en sus adioses (…) El corsé descansaba sobre las losas del cuarto, como una muñeca rota.”
El corsé, junto con el rebozo de aromas, es la prenda más significativa de la novela. No es accesoria, no se le nombra como un adminículo de la época y ya. Esther le brinda un sesgo harto significativo; le brinda incluso cierta humanidad… humanidad de torturador, “(el) corsé había encajado sus varillas en la piel, de tal manera que parecían marcas de latigazos”. No es que las personajes, desde la bisabuela Ludegarda hasta Juana, a quien le tocará prescindir de la prenda por derecho histórico y la bendita introducción de los brassieres durante la Primera Guerra Mundial, estén demasiado conscientes de la opresión, pese a no ser mujeres tan subyugadas como la mayoría. Quien lo tiene muy presente es la narradora, quien al respecto nos dice: “Las mujeres creemos que nos liberamos de una prisión cuando en realidad solo cambiamos de aparato de tortura. El corsé del siglo XX es la anorexia. A las mujeres siempre se nos ha exigido demasiado, cada vez más.”
Las mujeres de Rebozo de aromas, se entregan sensualmente a los placeres carnales y culinarios, sin culpa… con inocencia… para posteriormente pagarlo con partos y una opresión cada vez mayor del dichoso corsé, esa bestia que dejaba sin habla a las mujeres. En el caso de Ludegarda, a quien le toca vivir el efímero cuento de hadas del imperio de Maximiliano de Hamburgo, Europa en México, damas de honor, carruajes magníficos y perfumes franceses, sufre una gradual metamorfosis de la que ella misma no se percata hasta que hacerse evidentes las consecuencias de sus múltiples embarazos y su afición al chocolate. La hermosa y coqueta muchacha “ojos color uva moscatel” que era al principio, termina odiándose ante la traición de sus carnes, algo no tan común en una época en que imperaba la gordura, artificialmente controlada por la bestia de los latigazos. Se nos ha dicho ya que Ludegarda no es una mujer prototípica de su tiempo… las insustanciales charlas de las demás señoras la hacen bostezar, y sin embargo, la pérdida de la belleza resulta una verdadera catástrofe. Es ella la primera en descartar la intimidad conyugal. Teófilo, habituado al ardor de su mujer, empieza a padecer un verdadero infierno pues tampoco él es un macho prototípico de su época y la idea de acudir a un burdel no termina de gustarle. Ante este dilema, Teófilo comete un acto que el lector nunca hubiera esperado: cede al impulso animal ante una muchacha inocente, Cósima, la sirvienta de confianza de Ludegarda: “El relato que haces de los abuelos es distinto al que haces de los padres- me explica Esther cuando le pregunto si no sintió escozor de describir la canallada de su bisabuelo-. Con los padres siempre tenemos cierto elemento de juicio, con los abuelos ya se tamiza, como que los justificas. Mi abuelo sí violó Cósima, la sirvienta… sí la arrastró de las trenzas por las escaleras y tuvo una hija con ella. Quien sabe qué tanto le puse de mi imaginación, pero lo saqué directamente de mi recuerdo.”Esther reconoce que ni siquiera tenía intención de centrar la historia en Teófilo, al que llegó a ver dos, tres veces cuando mucho, “un viejito precioso de barba blanca y ojos azules”, que se la llevaba preguntando hasta el delirio, “¿Qué fue de aquella?, acaso un poco avergonzada de su hazaña, y sin embargo “se me coló. Dicen que la inspiración existe, pero te tiene que pescar trabajando y en ese momento estaba ya trabajando en la novela y no podía dormir porque me venía a la mente Teófilo y lo dejé que se adueñara de la novela. Nunca tuve la intención de que tuviera ese papel tan preponderante. Y sí, se llamaba Teófilo. De hecho todos los personajes conservan su nombre real, como Ludegarda.”
En las escenas eróticas sale a relucir de nuevo el corsé que terminará por silenciar a Ludegarda para siempre. Tras hacerle el amor a su mujer por primera vez, Teófilo le aplica aceite de romero sobre las pequeñas estrías dejadas por las varillas que cada vez serían más acendradas y menos tolerantes a tan amoroso tacto. Los hombres de Rebozo de aromas, desde el mismísimo Teófilo, con todo y su arranque de animalidad, hasta Pablo, el guapo maquinista que porta una estrella en su uniforme y padre de la autora, llegan a resultar asombrosamente amorosos con sus mujeres e hijos de ambos sexos. Teófilo querrá, incuso, a la hija concebida con Cósima, “rubia como una ascua de oro”, a la que nunca olvida cuando juntas desaparecen como si se las hubiera raptado la Virgen… incluso el tolerante esposo de la altiva Carmen, hermana de Juana, sobre quien Esther planea escribir una novela, y con quien ésta se casa por despecho, solo vive para cumplir sus caprichos: “Toda novela es una obra de ficción, pero aquí tiene un fundamento real. Lógicamente hay muchas cosas que son más bien de relatos de lo que me han contado, pero así de minuciosas para narrar eran mi madre y mi tía y eso fue abriendo mi imaginación respecto a objetos que ya para entonces habían desaparecido. De la historia de ellos yo hice una versión personal porque no podía captar los hechos tal como eran, pero los fui llenando de mis sentimientos, de aromas. Pienso que la literatura tiene un ritmo, pero también un perfume.”
Otro de los detalles dignos de destacarse es la ambientación histórica. Esther no presta tanta atención a los acontecimientos que sirven de marco a su narración como a los usos y costumbres, las modas, las marcas comerciales, los hábitos de cortejo, etcétera. En efecto, una de sus nietas puso a su disposición una asombrosa biblioteca donde localizó cada detalle que requería para “amueblar” la obra, pero su afición precoz a determinadas lecturas contribuyó a exacerbar su imaginación: “Puedo decirte que estoy muy familiarizada con la historia de Francia porque me leí todo Alejandro Dumas, luego la historia de España con Benito Pérez Galdós. Me acuerdo de unas novelas antiquísimas de Pedro Mata que leía mientras mis hermanas dormían y en épocas sucesivas leí lo tradicional: Carlos Fuentes, García Márquez, que es increíble… ¿de dónde sacará tantas cosas maravillosas? Me gusta también Ángeles Mastretta, a la que además adoro como persona y ahora estoy muy contenta con Mónica Lavín y El evangelio según Jesucristo, de Saramago.”
Ludegarda, Esther y Eloísa, mujeres que vivieron intensamente, cada en la medida de sus posibilidades… Eloísa algo más entregada a labores pías, a sanar con el toque de sus dedos sin cobrar un centavo, aunque dicho poder no pudiera ser empleado sobre su propia persona: imposible ir contra los designios del Señor, parece decirnos. A Esther, la abuela materna, no consigue sanarla de lo que parece una demencia porque ya su espíritu ha abandonado su cuerpo y permanece en Orizaba, aguardando por ella. Tres mujeres amortajadas en un rebozo de aromas que impregna la narración. Esther Rizo declara, no sin orgullo, tener ya listo su propio rebozo acanelado para perpetuar la tradición:

….A medida que el cuerpo se convertía en polvo, empezó a inundarse el aire con los olores que habían sido mezclados y todos los aromas con los que había sido confeccionado el rebozo (…) del verde ocre al café de la canela, el amarillo intenso del pericón, el azul violeta de la salvia, el giro pálido del paztle, el rojo intenso de la manzana, el marrón oscuro de la estrella de anís, el intenso rosa y amarillo de la flor de castilla y el morado de la lavanda….” (p. 306)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me alegra mucho ver que mi tía abuela aparece en esta excelente página.
Estoy orgullosa de ello.

atte

Paulina Mastretta

Elena Méndez dijo...

Bellísima doña Esther, qué delicia haberla conocido personalmente.

Anónimo dijo...

y nos hacemos luz y nos hacemos letra, escribir es eso