La elegancia no tiene piedad

…Mi fuerte es ese cúmulo de cosas pequeñas que son más importantes que las grandes ya que forman la vida…
ICB

Numerosas familias eduardianas, sobrellevando la mutua existencia bajo un mismo techo. Abuelos/ Nietos/ Tíos/ Sobrinos. Hermano Jefe de Familia. Hermano (a) solterón (a). Forzados por la tradición… por los atavismos, quién sabe, han de mirarse las caras durante las comidas; hablar un lenguaje de miradas que no pocas veces incluye al mayordomo. Ninguna mansión solariega poseerá las hectáreas suficientes para evitar los roces, las complicidades, los chismes, los amoríos… ni siquiera el incesto, presencia discreta pero constante en la novelística de Ivy Compton-Burnett. Ni siquiera los murmullos de las rondas infantiles serán inocentes. Los bebés balbucientes ya recibieron la información necesaria para albergar prejuicios. Disimulo. Mezquindad. Crueldad. Clasismo: “(…) Debe ser maravilloso tener tanto poder y usarlo con moderación y crueldad. No son frecuentes las ocasiones en que podemos ser indulgentes con nosotros mismos y atraer la admiración ajena al mismo tiempo.” (p. 162, Criados y doncellas, Anagrama, traducción de Valentina Gómez de Muñoz, revisión de la traducción: Sergio Pitol, Barcelona, 1993).
El despiadado retrato que de la sociedad de su tiempo, de su entorno y acaso, ¿por qué no?, de su propia familia realiza esta narradora excelsa, contemporánea de Virginia Woolf y de James Joyce y sin embargo mucho más cercana en temperamento a autores posteriores como Evelyn Waugh, no puede sino hacernos maliciar respecto al malestar que la empujó lejos, muy lejos de casa, a los 28 años, llevándola derecho a casa de su más querida amiga, la afamada decoradora Margaret Jourdain (1876-1951), con quien se quedaría hasta el final de la vida de esta, en 1951, en una relación que la propia Ivy califica como “neutral” (aunque sus comentaristas ya la tipifican como “lesbiana”). Ivy nació el 5 de junio de 1884 en Pinner, Middlesex, hija de un médico homeópata llamado James Compton-Burnett y de Katherine Compton-Burnett, quien fuera su paciente y se convertiría en su segunda esposa. Al convivir forzosamente los hijos del matrimonio anterior del doctor Compton-Burnett con los que habría de procrear con Katherine, los problemas no se dejaron esperar: sus dos hermanas menores, Stephanie y Katherine, realizaron un pacto suicida ingiriendo Veronol en la Navidad de 1917, por motivos no especificados. Sus dos hermanos favoritos, Noel y Guy, murieron demasiado jóvenes, el primero durante su participación en la Segunda Guerra Mundial, el segundo a consecuencia de una neumonía. Quedando hija única del segundo matrimonio de su padre, enfrentada a cinco hermanastros que no parecían muy buenas personas, Ivy optó por huir de la casa paterna. Para entonces, había publicado una primera novela de la que no quería ni oír hablar: Dolores (1911), de la que, se piensa, es la más autobiográfica de sus obras, protagonizada por una joven de la edad de su propia autora, que se inmola frente a su padre. Debutó, pues, muy joven, a los veinticinco años. Con todo, alcanzó a graduarse en letras y humanidades clásicas en la Royal Holloway College.¿Por qué me parece escuchar la voz mesurada pero sin titubeos de Miss Ivy en estas frases de la enigmática Marcia, personaje que hace su aparición casi al final de Una herencia y su historia?

-…No me gustan las cargas y ligaduras. He de sentirme libre y viajar con equipaje ligero…



-Lo que hemos dejado atrás forma parte de nosotros mismos, está enraizado en nuestro ser. Somos resultado de ello. Algo muy profundamente arraigado en nosotros nos los recuerda. En cierto modo, nada hay que se olvide.

-…Quiero un pasado que pueda hacer mío, y al que pueda con sus actos proyectar en el futuro. El tiempo en que esto se podía hacer llegó, pero ahora ya es pasado…

Según Sergio Pitol, el más rendido admirador de la dama de labios crueles –sus fotos de infancia, donde aparece como una hosca niñita de arremolinados cabellos dorados, lo revelan un rasgo nato-, Miss Ivy es la versión “podrida” de Jane Austen, definición que sin duda la complacería. Austen era la única con la que admitía ser comparada… no así con George Eliot, por quien manifestaba una animadversión que se vuelve patente a través de la petulante señora Doubleday, de Criados y doncellas, empeñada en componerle la vida a todo mundo –es, pues, una entremetida-; orgullosa de su enorme parecido con la citada escritora cuyo retrato cuelga de la pared de su sala, como si de ella misma se tratara. Usurpar a alguien importante, aunque –Ivy dixit- no sea lo que se dice una mujer bien parecida, aporta un sentido a la existencia de esta mujer. Pitol, quien se refiere a Ivy como “la mayor novelista trágica de la literatura inglesa contemporánea”, la describe de la siguiente manera:

“…Esos ojos que se fijan con desdén sobre el lente fotográfico, las manos estrechamente unidas sobre el paño oscuro de un vestido obsoleto, y el aspecto de ventosa que reviste la boca nos hacen prever una literatura cerrada, anacrónica, parca de efectos; anal, pues retiene más de lo que concede (…)” (“La señorita Compton Burnett, La casa de la tribu, FCE, México, 2006, p. 88).


Ivy Compton Burnett publicó regularmente entre 1923 y 1963. Los últimos y los primeros se publicó de manera póstuma, en 1971, y en castellano en 1973. Acumuló una veintena de títulos. De esta autora dijo Robert Lidell: “(…) se acerca con serenidad a la violencia (…) El asesinato y el adulterio resultan menos pesados que la diaria crueldad de la mesa durante el desayuno (…)” Tal es el refinamiento de esta prosa, particularmente los diálogos… esos diálogos geniales que componen casi la totalidad de las tramas y que por geniales lindan lo inverosímil y se paladean, sin embargo, casi con saña. Ivy sacrifica -¿sacrifica de verdad?- su involucramiento emocional con sus personajes para diseccionarlos sin misericordia, con un muy efectivo bisturí cuyo brillo encandila, equiparable con la rigidez de su boca solemne. La verdadera elegancia, parece decirnos, es implacable… sin un cabello fuera de la elaboradísima trenza en que peinaba su espesa cabellera entre grisácea y dorada, espalda vertical como un lápiz. De ahí la radical ausencia de adornos superfluos, de elementos que distraigan del conjunto.
Como bien ha observado la no menos implacable Nathalie Sarraute, Ivy mezcla un rasgo a todas luces decimonónico – que, agregaría yo, ella lleva a alturas poéticas-, la descripción detallada, casi melindrosa de la apariencia de los personajes, con otro profundamente innovador: la supremacía de los diálogos, prescindiendo al máximo de las acotaciones y dejando la trama en manos de los personajes. En cada nueva novela se advertía la paulatina supresión de la narración y el incremento de los diálogos: “Para resistir a su presión incesante y para contenerlos –escribe Sarraute- la conversación se estira, se torna petulante y se retuercen en frases sinuosas. Entre la conversación y la subconversación se desarrolla un juego apretado, sutil y feroz.”No describe los rancios hábitos de la aristocracia rural sino que los exhibe a través de cuchicheos, actitudes e indirectas. De todas las influencias reconocidas por Sergio Pitol, la de Miss Ivy es la que más salta a la vista en su novelística, impregnada por la grandilocuencia de las tragedias griegas que lindan la comedia negra; la asombrosa habilidad para corromperlo todo sin mancharse los dedos de tinta… e incluso permitirse probar un bocadillo frío: “El medio familiar de la burguesía rural –abunda el autor mexicano – constituía en tiempos de Jane Austen, un cuerpo orgánico que tendía a proporcionar un sentimiento de plenitud a sus integrantes (…) También la familia que aparece una y otra vez en los libros de la señorita Compton-Burnett lucha -¡y de qué denodada manera!- por mantener su coherencia; pero el amedrentado rebaño que la integra, sometido a la voluntad de un tirano doméstico, si recuerda algo es el universo concentracionario de nuestro siglo.”
En la mayoría de los casos, ese tirano será un padre que ejercerá su dominio con perversa sutileza, como descargando un fuete virtual sobre lomos y conciencias, llevado al extremo en Criados y doncellas, en la que Horace Lamb arruina la vida de cada persona a su cargo o a su servicio, desde el joven aprendiz George, pasando por su estoica mujer, Charlotte, rematando con los hijos pequeños en quienes inculca un terrible complejo de culpa, todo ello bajo la benevolente –y acaso cómplice –mirada del maquiavélico Bullivant, el mayordomo. El tirano también puede estar encarnado en una tía inválida que hace del chantaje emocional todo un arte. A los jerarcas de Miss Ivy les importa más incitar gratitud servil que temor o afecto. En el peor de los casos, prefieren lo primero a lo segundo. Las madres raras veces tienden a la sumisión, a menos que decidan fingirla por diplomacia. Damas astutas, más que bien educadas, estas madres se las ingenian para otorgar la razón al padre sin menoscabar la de los hijos, aunque no es raro –tratándose de los padres casi siempre –que se plantee descarnadamente el carácter utilitario de las relaciones padre-hijos. Es más bien usual que alguno opte de manera voluntaria por la soltería para servir de compañía al padre o madre ancianos –en el mundo de Miss Ivy tiene lugar a edades, digamos, tardías-, aunque la amabilidad recíproca forma parte del protocolo: “(…) Gertrude no amaba a sus hijos menos que otras madres, pero se amaba más a sí misma (…)”
“(…) Edgar no amaba a sus hijos, aunque él creía o más bien suponía, que era así, repartiendo bondad e interés en igual proporción. Sentía por su esposa un afecto teñido de preocupación, un cariño intenso por su hermano y una estimación de sí mismo inferior a la usual (…)” (p.82, Una familia y una fortuna, Editorial del Nuevo Extremo LTDA, Santiago de Chile, 1961, traducción de Valentina Gómez de Muñoz).
La frialdad con que se resuelven los destinos de los hijos durante el desayuno –la mesa, esa plancha de tortura a la que refiere Pitol- le eriza los vellos a cualquiera. Se plantean alianzas matrimoniales con base en fortunas, apellidos… y los intereses más mezquinos que puedan concebirse, como Simon, protagonista de Una herencia y su historia, que considera “oportuno” desposar a Fanny, la hermana de su tía política Rhoda, pues posee una casa lo bastante grande para que vivan en ella el propio Simon con su madre y sus futuros hijos… amén de que Rhoda, quien lleva un “matrimonio blanco” con sir Edwin, el anciano tío de Simon, esta embarazada… de este): “(…) La esposa y los hijos jamás llegarán a significar tanto para mí (como esta casa). Claro que los voy a necesitar, pero sólo para transmitir la casa a unos sucesores. Esta será la que dará primordial valor a mi esposa e hijos (…)” (p. 11, Anagrama, Barcelona, 1984, traducción de Carlos Ribalta). En realidad no se advierte una gran necesidad de casarse, no digamos ya de enamorarse, ni siquiera para cubrir un requisito social...aunque no falta algún hermanito tenido por tonto, como el Aubrey de Una familia y una fortuna, que se imagina los colores de los saltos de cama de sus hijas futuras. El mundo de Ivy Compton-Burnett es un mundo sin amor. Los estallidos pasionales, estallidos son y como tal son tolerados por los encargados de imponer el orden, aún los esposos cornudos. El único tabú es el escándalo. Lo fuera de lugar.
Los afectos y complicidades parecen atañer exclusivamente a los hermanos varones, aunque la también novelista Mary McCarthy encuentra casi anómala esta circunstancia: “(…) A menudo se ve a los dos hermanos que pasean por la avenida del jardín, cogidos del brazo, cuadro que provoca aprobación sentimental en la familia que mira desde la ventana, aunque una relación tan estrecha (…) podría parecer sospechosa para un ojo menos húmedo (…) Los hermanos modelo son en realidad una anomalía: una persona, por así decir, con dos caras distintas, una especie de pareja voltaica (…)” (p. 172, “Más sobre Ivy Compton-Burnett”, Escrito en la pared y otros ensayos literarios, Palabra en el tiempo, Lumen, Barcelona, 1970, traducción de Gabriel Ferrater). El propio Simon de Una herencia y su historia, siente hacia su hermano menor, Walter, un afecto y simpatía que mujer alguna, ni siquiera su madre, le inspiraría. Sir Edwin, el solterón queda devastado tras la muerte de su hermano menor, Hamish. Es posible traicionar al esposo, a la esposa, al tío, al amigo, al primo, incluso al padre… casi nunca al hermano. Mortimer Lamb, quien juega el rol de hermano solterón de Horace Lamb, hijo único, es en realidad su primo hermano. Cada hermano y hermana, por cierto, parece conforme con el sino que le ha tocado en suerte, lo que no significa que no aprecien la oportunidad de desviar el destino, como en el caso de Magdalen Doubleday, que a los treinta y ocho años paladea un fugaz romance sin besos con el mismo Mortimer, secretamente enamorado- o no tanto- de su cuñada-: hasta los pequeños sobrinos malician algo –“los jarros más pequeños tienen las orejas más largas”- no digamos ya el casi omnisciente Bullivant. La Justine de Una familia y su fortuna, una muchacha, refiere casi con ilusión su futuro como “mujer madura” instalada en el trono de la tía solterona.
Pero los diálogos más demoledores corren a cargo de la servidumbre y de los niños. La cocina y el cuarto de juegos son los últimos lugares para ponerse a salvo. La primera es también una especie de cámara de tortura, en la que los criados de alto rango hacen patente su superioridad sobre los aprendices… y hasta sobre uno que otro infortunado visitante, como la señora Buchannan, encargada del correo de Criados y doncellas, que tiene una debilidad secreta que, al quedar expuesta, la vuelve blanco de la refinadísima crueldad de Bullivant y la señora Selden, la antipática cocinera de los Lamb. Los niños, por su parte, odian al padre… sin saber que lo odian, claro. Unos niños tan bien educados jamás reconocerían en voz alta que odian al padre, aunque razones no les faltan: Horace Lamb es un avaro casi patológico que fuerza a los niños a llevar los mismos trajes del año pasado, cuando eran mucho más pequeños. De tal suerte que los pantaloncillos les llegan a los tobillos. Lo mismo para las niñas, ataviadas con ropajes cuajados en remiendos y listones gastados: son, pues, el hazmerreír del condado. Cuando se presentan a misa con esas ropas tan gastadas, procuran abandonar los oficios cinco minutos antes para no dar oportunidad a los feligreses a revisarlos de pies a cabeza. La Navidad no es otra cosa que la hora de disputarse un calcetín con dulces, mientras la hermana les lee el cuento gastado de siempre. Casi no sorprende que los dos hermanitos pequeños consideren la posibilidad de no alertar a su padre respecto al eminente peligro que representa cruzar un puente en construcción que, de desmoronarse, lo dejará en lo profundo de un precipicio.
Qué decir de Simon, que ha criado a sus hijos en la idea de que terminarán sus días en un asilo de beneficencia porque el hijo de su tío abuelo Edwin –que es en realidad hijo de Simon- le ha quitado a este el lugar que correspondía como heredero de los bienes de la familia. Esto no impide que su hija Noami se enamore del primo Hamish, y Simon, en su ambición, llega a considerar la idea de que los hermanos se casen… ¿o es que acaso no hacían eso los griegos?
Miss Ivy Compton-Burnett, que consagró su existencia a la escritura y a pulir su estilo hasta hacer de él el arma blanca más célebre de la literatura de principios del siglo XX, apreciada por los más exigentes lectores y críticos, murió el 27 de agosto de 1969, a la edad de ochenta y cinco años, mientras dormía. Sonriendo.

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