
…En la actual guerra luchamos por la libertad, pero sólo la conseguiremos si destruimos los atributos masculinos: la violencia y la idolatría del poder. Por tanto, a la mujer le toca conseguir la emancipación del hombre. Esta es la única esperanza para la paz.
V.W
Adeline Virginia Stephen, señora de Leonard Woolf (1880-1969), no sólo se ganó el derecho a un cuarto propio cuando sus congéneres no soñaban privilegio semejante; se ganó también un esposo que gustaba de llevarle el desayuno a la cama. Woolf era, además, de los más reputados intelectuales de Inglaterra de principios del siglo XX, ex diplomático en la India, con una fuerte vena humanística. No un gran partido dada su ascendencia judía, pero casarse con un judío intelectual era lo menos que podía hacer una chica que acostumbraba vestirse como cuadro de Gauguin; “como negra”, decían santiguándose las viejas damas de Hyde Park, con flores de felpa escarlata cosidas al vestido… como mujer que escribía y reflexionaba hasta que la cabeza dolía, cuyos mejores amigos eran, en su gran mayoría, sodomitas, la hija de Leslie Stephen formaba parte de los outsiders y Leonard, en su calidad de judío, lo era también.

De Virginia Wolf puede decirse exactamente lo mismo que sobre Orlando escribe ella: “Ningún muchacho había pedido manzanas como Orlando había pedido papel; ni golosinas como él había pedido tinta.” (Biblioteca Woolf, Alianza Editorial, segunda reimpresión 2003, traducción de Jorge Luis Borges). En aquella máquina de segunda mano y en las uñas en carne viva de la señora Woolf tuvo origen la casa editorial más prestigiada de Inglaterra, en la que, además de la propia Virginia publicarían, entre otros, Tolstoi, Chejov, T.S Eliot, Katherine Mansfield y…¡Sigmund Freud, sus primeras traducciones al inglés! La Hoghart Press se funda oficialmente en 1917, año en que el médico de cabecera de los Woolf desaconseja a Virginia embarazarse –sus Diarios exponen lo mucho que le gustaban los niños, su adoración casi patológica por sus sobrinos, particularmente por la preciosa Angélica, hija menor de su hermana Vanessa, producto de una relación adúltera con el también pintor Duncan Grant-
Lo extraño, al volver la vista atrás, era la pureza, la honestidad de sus sentimientos hacia Sally. No era como lo que se sentía por un hombre. Era un sentimiento completamente desinteresado y tenía, además, una cualidad que sólo existía entre mujeres, entre mujeres que acabasen de superar la adolescencia. En su caso era un sentimiento protector, que brotaba de la conciencia de saberse la aliada de Sally, del presentimiento de algo que estaba destinado a separarlas (siempre hablaban del matrimonio como de una catástrofe), y que desembocaba en aquel sentimiento caballeresco, aquel deseo de proteger, mucho más intenso por parte suya, que por parte de Sally… (p.p 41 y 42, Alianza Editorial, Madrid, 2003, traducción de José Luis López Muñoz)
La Hogarth Press se inaugura oficialmente con un libro de Virginia, La mancha en la pared, cuya venta se efectúa a través de suscripciones entre amigos. Sus Diarios consignan cómo se angustiaba hasta caer en cama, presa de lo que hoy designaríamos estrés pero ella llama “gripe”; consecuencia de la incertidumbre que la carcomía respecto a la recepción de los críticos que no solían ser condescendientes con las pocas escritoras que publicaban obra seria por entonces. Era realmente una mujer afortunada, lo sabía… y acaso se sintiera un poco de culpable por serlo: “(…) Solo pensar en quedar bajo el poder de esos profesores universitarios me hiela la sangre en las venas. Sí, soy la única mujer de Inglaterra que puede escribir lo que quiera. Las otras tienen que pensar en colecciones y en editores (…)” Virginia dudaba. Dudaba siempre. Siempre de sí misma… de su talento… del mundo entero. Excepto, quizá, de Leonard. Esa era su profesión, además de escribir. Pensar, reflexionar, dudar. Le costaba atender los comentarios elogiosos y sufría intensamente con los que no lo fueran lo suficiente, en especial si eran formulados por jóvenes críticas. “(…) todo novelista debería recelar de un crítico que le halagase por la belleza de su prosa.”, escribiría en su ensayo “La prosa en lengua inglesa”. Mucho más tarde escribiría en su Diario: “(…) Yo soy la liebre, que gran delantera a los lebreles, mis críticos.”
Será la propia Virginia quien le encuentre sentido a su escritura por sí misma, quien se entregue a la delicia de escribir sin preocuparse por nada más, cuando poco después de cumplir cuarenta años, un sábado 18 de febrero, escribe con letra no tan hermosa pero trémula de firmeza: “Voy a escribir lo que quiera, y que digan lo que quieran. El único interés que en cuanto a escritora suscito radica, según comienzo a comprender, en una extraña personalidad; no en la fuerza, en la pasión o en algo importante, y entonces, me digo a mí misma, ¿acaso “una extraña personalidad” no es la cualidad que más respeto? (…) Las personalidades así siguen sonando mucho después de que la música vigorosa y melodiosa se haya convertido en banal.” (p. 68, Diario de una escritora, Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja, Col. El oficio de escritor, Traducción de Andrés Bosch, Madrid, 2003). Con todo y esto, la vida llega a resultarle insoportable a la escritora, un poco más cada día. El estallamiento de la Segunda Guerra, la monstruosa aparición en el horizonte de Hitler y su posible injerencia en el destino de Leonard, y por consiguiente en el de ella, hará de su “enfermedad” un calvario. Ya el 2 de abril de 1921 anotaría en su Diario, cada vez más trémula de caligrafía: “Debo fijarme en los síntomas de la enfermedad, a fin de que no me pille desprevenida en la próxima ocasión. El primer día, una se siente desdichada; el segundo feliz.”
Virginia nacería casi inmediatamente después que su adorada hermana, la futura pintora Vanessa Bell (1879-1961), por su matrimonio con el crítico de arte Clive Bell. Mientras que Vanessa, mejor conocida como Nessa, dio muestras de precoz talento, sin contar que, físicamente, era más parecida a su madre, belleza legendaria, modelo nada menos que del pintor prerrafaelita Edward Burne- Jones, Virginia parecía lejos de conseguir emularla.

Empezó a hablar alrededor de los 6 años, y aún tras balbucear sus primeras palabras, no dio muestras de ser muy amiga de ellas. Como intuyendo que serían su gloria y su martirio: “(…) Palabras, palabras y palabras, cómo galopan… Cómo agitan sus largas colas y crines, pero, por algún defecto mío, no puedo entregarme a sus lomos, no puedo volar con ellas, dejando detrás un rastro de mujeres y bolsas vacías. Hay en mí una deficiencia, unas fatales dudas, y si hago caso omiso de ello todo se convierte en espuma y falsedad (…)” (p.p 70 y 71, Las olas, Editorial Origen, 1983, traducción de Andrés Bosch). Virginia llegaría a conocer la fama en vida, mientras que Nessa, con todo y su innegable talento, no viviría para presenciar una exposición individual de sus cuadros, en los que sobresalen espléndidos retratos impresionistas de personalidades de su época, de la propia Virginia entre ellos.
Virginia, alta y flacucha, con el rojo original de su pelo tirando ahora a un rubio desvaído, desea, como cualquier chica de esa edad, brillar en las fiestas, coquetear… cosa que no se le dará, no en Hyde Park. Pronto descubrirá que posee otra clase de virtudes para atraer a muchachos más interesantes de los que suelen frecuentar en las fiestas de las ladys: “Las gentes de mi clase –escribirá en su Diario, ya cuarentona, cuando, afamada escritora, ha posado resignadamente en Vogue y las princesas de Hyde Park se disputan su compañía a la hora del té- no me gustan. Las detesto. Ante ellas, paso de largo. Dejo que se estrellen contra mí, igual que sucias gotas de lluvia.”
Tras la muerte de Leslie, acaecida al poco de la de su amadísima Julia, hermanos y medios hermanos se dispersan. Adrian es el único de los Stephen que decide quedarse a vivir solo, mientras que Virginia, Nessa y Thoby se mudan a un barrio nada elegante en comparación con aquel donde se criaron: Bloomsbury. La nueva casa, sin embargo, es primorosa y lo bastante espaciosa para que vivan cómodamente tres hermanos… más huéspedes esporádicos. A Thoby, como el varón que es, le corresponde asistir al Trinity College, mientras Virginia permanece en casa leyendo y escribiendo y Nessa pintando, lo que no suena nada mal, después de todo. Thoby empieza a acarrear amigos interesantes a casa: muchachos que “tío Henry” –Henry James, entrañable amigo de Leslie Stephen y un poco tío espiritual de los niños- denomina “jóvenes y voraces leones”, Nadie mira con buenos ojos a los calaveras del Trinity, pero a las hermanas Stephen les iluminan la existencia. Casi de inmediato, las hermanas mayores de Thoby –casi tan jóvenes como él- sacaron del baúl de su madre –que tampoco hubiera aprobado a semejantes amistades- el más primoroso mantel de lino color café y su servicio de plata del siglo XVIII. De timidez casi patológica, Virginia habrá, sin embargo, de participar activamente de las históricas francachelas de Bloomsbury, llegando a disfrazarse y a bañarse desnuda en el río Granta, nada más y nada menos que con el poeta Rupert Brooke, a quien Yeats proclamara “el más bello joven de Inglaterra”, pretendiente muy anterior a Leonard que moriría prematuramente, como buen dios viviente.
Virginia, que tuvo su parte convencional, y sintió la obligación social de casarse, estuvo a punto de hacerlo con el también escritor de Bloomsbury, Lytton Strachey, abiertamente homosexual, al que sin embargo admiraba con locura. Si bien ella terminaría cancelando el compromiso, convirtió al ex novio en su más entrañable amigo y hasta se asumiría su consejera sentimental cuando se encontró ante la disyuntiva de casarse con otra mujer a la que adoraba pero por quien no podía experimentar la mínima atracción sexual: la pintora Dora Carrington.
Aunque mucho se murmuró que al interior de la residencia de los Stephen se realizaban orgías y bailaban desnudos (esto último Virginia no lo niega), la posibilidad de lo primero dudosamente involucraría a las chicas y al heterosexual Thoby, según escribe la propia Virginia en “El viejo Bloomsbury”: “Una sociedad de sodomitas tiene muchas ventajas si se es mujer. Es sencilla, es honesta, en algunos sentidos nos hace sentir, según lo anoté, cómodas. Pero tiene sus defectos (…) Algo queda suprimido, ahogado todo el tiempo. Ocurre que ese insinuarse, que no necesariamente significa copular y no del todo estar enamorado, es uno de los grandes deleites, una de las grandes necesidades de la vida. Sólo entonces cesa todo esfuerzo, se deja de ser honesto, se deja de ser listo. Se burbujea hasta llegar a una absurda y deleitosa efervescencia de agua de soda y champaña a través de la cual se ve el mundo teñido con todos los colores del arco iris.” (p. 50, El viejo Bloomsbury y otros ensayos, UNAM, México, 1999, traducción de Federico Patán).
Nunca contó Ginny con que, entre Lytton Strachey, Maynard Kaynes y otros jóvenes intelectuales de orientación homosexual, se colarían muchachos heterosexuales. Ella misma describe el instante en que Clive Bell solicitó la mano de Nessa, y esta aceptó con una su gran sonrisa, como el derrumbe del primer Bloomsbury… aunque poco más tarde ella misma se casaría con Leonard, que si bien no era asiduo a las tertulias de los jueves por su misión diplomática, caía por allí cada vez que andaba de paso por Londres “para saludar a Ginny”.
Una de las razones por las que Virginia gana un lugar privilegiado en el movimiento feminista, es su vehemente defensa de la inteligencia femenina a través de Un cuarto propio y Tres guineas, escrita la primera, originalmente, como conferencia magistral; como carta la segunda. Respecto al origen de Un cuarto propio, escribiría Virginia en su Diario, un 27 de octubre de 1928:
…Acabo de regresar de Girton, bajo la lluvia torrencial. Mujeres jóvenes, muertas de hambre pero valerosas. Ésta es mi impresión. Inteligentes, entusiastas, pobres; destinadas a formar manadas de maestras de escuela. Dulcemente les he aconsejado que beban vino y que tengan su propio piso o habitación…
Hitler quebranta la paz mundial y junto con las invasiones a diversos territorios europeos, se agudizan los síntomas de nerviosidad en Virginia, que la ha llevado a escribir un brillante alegato sobre las mujeres y la guerra que terminaría titulándose Tres guineas –entre otros títulos tentativos se barajó La puerta abierta, y abordaría la vida secreta de las mujeres –que pocos comprendieron en su tiempo, aunque se trata de un libro todavía más feminista que Un cuarto…, donde no solo ahonda en el aspecto de la discriminación contra las mujeres, estadísticas incluidas, sino además indaga incisivamente en el papel que juegan las mujeres en tiempos tan terribles como el que enmarca su escritura. El 15 de febrero de 1941 concluye el que será su último libro: Entre actos. Ya ha dicho que sólo consigue dar unidad a sus pensamientos a través de la escritura; “Cuando escribo, la melancolía mengua. Por lo tanto, ¿a santo de qué no escribo más a menudo? Bueno, mi vanidad me lo prohíbe.” Sortea felizmente el fantasma que la acecha durante la escritura de cualquiera de sus libros, hasta que las voces de su cabeza se tornan anárquicas, se confunden con los bombardeos que destruyen su casa y los obligan a Leo y a ella a buscar refugio en la casita de campo de Rodmell, empiezan a hablarle todas al mismo tiempo. Para empezar, Virginia ha sido arrancada de su hábitat, auténtico motor de su imaginación, fuente de sus historias: Londres. Cuando no logra ya concentrarse, cuando ya no puede seguir escribiendo, cuando la tinta le mancha los labios que no han conseguido extraerle nada más a su pluma, determina desembarazarse del terrible peso que representa no poder entenderse con las palabras. Por si fuera poco, la ausencia de luz la ha dejado sin habitación propia. La enfermedad mortal de Virginia Wolf, nos dice Nadia Fusini, es la guerra. La única curación posible: la muerte.
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