
Libro rojo
p. 45
El color rosa, en la China de Mao Zedong (1893-1976), era el color del deshonor. ¿El motivo?: ser lo opuesto al rojo de la bandera comunista, ese rojo sangre de lo moralmente aceptado. “Incidente rosa”, aludía a un escándalo carnal. Una pareja sorprendida en plena faena amorosa, no importando fueran marido y mujer –aunque, como apunta Lulu Wang en El teatro de los lirios, no parecía tenerse en consideración las relaciones homosexuales- era duramente castigada. Cualquier muestra de amor era delito, y es que ni una amante, ni una madre… ¡ni siquiera un hijo varón!, ameritaban ser amados. Mao personificaba todo en uno. Era más que Dios, porque no concebía siquiera el más elemental de los amores: el amor a uno mismo. No por nada, durante su régimen las esposas fueron apartadas de sus esposos y los hijos de sus madres. Las familias desmembradas consagraban al Gran Mao cantos que remiten al Padre Nuestro: “Mao Compasiva Estrella Salvadora, / perdónanos de nuestros pecados burgueses de hoy/ y ayúdanos a purificar nuestra alma pestilente/ de nuestras viperinas cabezas capitalistas./ ¡Te damos las gracias por ello!
¿En qué consistía la Revolución Cultural que, pudiéramos denominar también, “Revolución roja”? Básicamente, en borrar todo indicio del pasado imperial, burgués –y amar es un sentimiento burgués, Mao dixit- de la hoy Gran República Popular. Los pocos estantes disponibles al público –la mayoría de las bibliotecas habían sido selladas con clavos, cuando no quemadas- recordaba, escribe Lulu Wang, la boca de un anciano carcajeándose: oscuro agujero con tres dientes solitarios. Apenas cuatro títulos escaparon a la censura: El libro rojo de Mao, ¡cómo no!; la novela El gallo canta de noche, El diario de La Feng y un cómic titulado Liu Wnxue, cuyo héroe instruía a los niños respecto a que es preferible matar antes que traicionar al Partido. Los guardias rojas se habían encargado de incinerar todos los libros anteriores a la R.C, y solo se publicaban cinco títulos anuales: ninguno que alentara a un niño a leer. Y es que en vez de alentar la superación del campesinado (Tercera Casta) y de los obreros (Segunda Casta), se pretendía que los intelectuales (Primera Casta) descendieran al nivel de los primeros y se dedicaran a hacer el trabajo de los primeros y segundos.

Ante tan desolador panorama, a quién sorprende que Lulu Wang, cuyo nombre real es Woong Loow-Loow, radique actualmente en La Haya y escriba en holandés, lengua en la que ha obtenido un éxito casi sin precedentes en su patria adoptiva. Nació el 22 de diciembre de 1960, en Pekín y su biografía guarda grandes semejanzas con las de Lian Shian –la autora invierte los nombres de los personajes a la manera occidental, es decir, primero nombre, luego el apellido).



En un momento en que Mao pugna por abolir la conciencia crítica entre las nuevas generaciones, Lian es un manojito de inquietudes. Tratándose de ella –y de la propia Lulu- Mao llegó demasiado tarde. Lian tiene siete años al instante de estallar la R.C, desapareciendo de un día para otro los seres que intentaban resolver sus dudas: el padre es destinado a otra ciudad. La madre, profesora universitaria, ha de cumplir una sentencia indeterminada en un campo de re educación, tras la clausura del campus. Lian pasa un periodo con sus abuelos maternos que, como la inmensa mayoría de los chinos, atraviesan penurias económicas –los campesinos continúan siendo explotados, cobrando solo una vez al año un salario consistente en las sobras de su cuota anual de producción, destinada al Estado-. Con todo, la famélica Lian, que muere por una galleta, no tardará en descubrir que es un poco más afortunada que otros niños, pues, como historiadora, su madre le es indispensable al Régimen, compuesto en su gran mayoría por brutos analfabetos, para reescribir y remendar la historia oficial, a capricho de Mao, quien, de la noche a la mañana, resulta héroe de seis batallas libradas por otros oficiales, cuyos nombres son borrados. La madre se sabe indigna por esto, pero finalmente goza de ciertos privilegios, como regresar eventualmente a casa y reunirse con su hija. Cuando esta es presa de una sintomatología que parece indicar una enfermedad grave, se le permite a Madre albergar a Lian en el campo de re educación, donde la presencia de una niña entre adultos –cuarenta y nueve mujeres duermen amontonadas- es excepcional. Es durante su estancia allí que la niña recibirá lecciones clandestinas por parte, entre otros, de Qin, un notable historiador, laureado a nivel mundial, reducido a molinero dentro del campo y que la anima a pensar por sí misma; Fu, gran amigo de este, prestigiado psiquiatra, cruelmente humillado por los guardias rojas que ven en su obesidad las huellas de la bonanza (como si el propio Mao no fuera rollizo), y “Caníbal”, un monje que la instruirá respecto a la filosofía budista (y es llamado así por su renuencia a comer carne). Serán las enseñanzas de Qian, sin embargo, las que impactarán el corazón de la niña: “Una condición indispensable para la correcta comprensión de mi lección – dice Qin a Lian- es que te distancies de la propaganda, que dejes de pensar dogmáticamente y que aprendas a razonar por tu cuenta (…)” (p. 58).
(…) “La ciencia es la síntesis de todos los fenómenos del universo y la religión es la síntesis de todas las ciencias (…)
-Pero la religión es opio para el espíritu (acota Lian)
-¿Quién te ha enseñado eso? Karl Marx dijo: “La religión es el opio del pueblo”, cosa muy diferente.
-Pues yo no lo entiendo. ¿Dónde está la diferencia?
-Las palabras de Marx encierran muchos más matices. No juzgan. Lo que él dice, literalmente, es que la religión es como “suspirar” para los que se sufren y se hallan en “un mundo sin corazón”. La religión es indispensable para quienes tienen problemas. Por tanto, su concepto de la religión es muy benigno (…) Hija mía, yo solo puedo darte un consejo: no dejes que nadie te dicte lo que has de pensar. Buda te ha dado la razón; úsala (…)” (p. 121).


El teatro de los lirios es una bildungsroman que hace coincidir los ideales y fantasías de una adolescente, con esa dolorosa realidad que finalmente se impone entre ella y los árboles a quienes les relata cuentos. La exquisita inocencia de la protagonista, lejos de atenuar la indignación del lector, la exacerba: ¡qué no diéramos por que esa niña encantadora, tan encantadora como la propia Lulu Wang, consiguiera derrocar al prejuicio, la intolerancia, la hipocresía y el odio de clases! Solo quedan las buenas intenciones de Lian, los métodos extremos de Kim que termina convertida en una terrorista y esta hermosísima obra que reivindica la ingenuidad de una y la derrota moral de la otra: “China- dice Lulu Wang a – es como una hermosa mujer condenada a permanecer en casa todo el tiempo por un marido celoso, para no atraer la atención de los demás varones…”

Mi querida Eve:
Tu reseña sobre Lulú Woong me hizo pensar mucho. Tanto en la India como en otros países asiáticos existen las "Castas", donde la mayoría de los nacidos en una u otra permanecen ahí toda la vida. En México también tenemos castas, sólo que las llamamos pobreza, marginación, desnutrición, etc. El mundo es muy triste en ese aspecto. Cada vez que escucho "hay que amar a la vida", pienso que es muy fácil amar mi propia vida y disfrutarla, pero ¡cuánta gente la sufre en lugar de amarla! Eso se transluce muy bien en tu reseña, te felicito y te mando mi cariño fiel y besitos para Lulú, (la tuya).
Rosamaría Casas
Tu reseña sobre Lulú Woong me hizo pensar mucho. Tanto en la India como en otros países asiáticos existen las "Castas", donde la mayoría de los nacidos en una u otra permanecen ahí toda la vida. En México también tenemos castas, sólo que las llamamos pobreza, marginación, desnutrición, etc. El mundo es muy triste en ese aspecto. Cada vez que escucho "hay que amar a la vida", pienso que es muy fácil amar mi propia vida y disfrutarla, pero ¡cuánta gente la sufre en lugar de amarla! Eso se transluce muy bien en tu reseña, te felicito y te mando mi cariño fiel y besitos para Lulú, (la tuya).
Rosamaría Casas
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