Todos los días, a la misma hora- el sol de verano cubre de plomo dorado las cabezas pensativas-un hombre y una mujer se reúnen en la plaza de los Mil Vientos de Manchuria donde, se dice, prácticamente todos los habitantes llevan en sus venas algo de sangre imperial, “(…) Sus rostros parecen proceder de lejanos siglos. Sus rasgos son puros (…) Las mujeres han heredado de las damas de la corte su palidez (…)” No se trata de una ordinaria cita amorosa: entre sus cuerpos media un tablero sobre el que libran una cruenta batalla, no de la una contra el otro, sino contra ellos mismos. Fuera de esa metafórica arena, la amistad, no digamos ya, el amor, es territorio vedado para los contrincantes. Estos, sin saber absolutamente nada el uno de la otra, ni siquiera sus respectivos nombres –el lector, cómplice, ignora el dato también- intuyen que ninguno debería estar allí: “(…) Según la leyenda, China inventó este juego extraordinario hace cuatro mil años. A lo largo de su historia, larga en exceso, su cultura se agotó y el go ha perdido su refinamiento, su pureza de origen. Introducido en el Japón hace unos centenares de años, meditado, perfeccionado, el juego se ha convertido en un arte divino (…)” (La jugadora de go, Booket, Barcelona, 2003, traducción del francés: Manuel Serrat Crespo, p.p 114 y 115). Él, sin embargo, le lleva a ella, “la china”, una ligera ventaja: no existe la menor duda de que bajo la primaveral prenda, cerrada el cuello por dos botones de pasamanería, hay una china. Es el año de 1931.
La jugadora de go, La joueuse de go, su título original, de la pekinesa Shan Sa, es una historia de amor en que las palabras salen sobrando. Y cuando resuenan parecen copas de cristal atravesadas por el viento. Es a través de los dedos, del eco de las fichas, que se transmiten todo lo que importa. Lo que no se explica. Shan Sa se aventura a narrar en primera persona, alternando los puntos de vista de dos callados protagonistas: una adolescente manchú de largas trenzas y un joven y gallardo militar japonés que avanza contra los chinos, cargado de ideales patrióticos, cruzados de espadas y soles sangrantes, convencido de la legitimidad de su misión. A ella poco importa la cultura de los invasores, y así se lo hace saber a su padre, apasionado por las civilizaciones extranjeras: “Odio a los ingleses que nos hicieron, por dos veces, la guerra para vendernos el opio que prohibían a su país. Detesto a los franceses que desvalijaron, saquearon y, luego, quemaron el Palacio de Primavera, perla de nuestra civilización (…) ¡Odio a los japoneses! Mañana habrán invadido el conjunto del continente y os aliviará ver una China aniquilada que se libra al fin del oscurantismo.” (p. 216).El japonés, en cambio, no puede evitar que se le corte el aliento al enfrentar la cultura de los invadidos, aunque intente negarlo. Sus recuerdos relacionados con China no pueden ser más dulces: su muy querida niñera era china. De ella aprendió el idioma que domina y las leyendas que nutrieron su imaginación infantil: “(…) el chino fue mi lengua de consuelo y de ensueño”. Tan bien conoce la cultura que se propone destruir que no duda en disfrazarse de chino para pasar inadvertido en la Plaza de los Mil Vientos: túnica de lino, sombrero panamá, abanico adornado con caligrafías y unas gafas de estudiante. Con el pretexto de recabar información, acude simplemente a jugar go con un contrincante de su talla. No tardará en descubrir que el mismísimo Coronel Nakamura tuvo su propia historia de amor con una china, la cual sale a colación cuando se preparan para someter a las chinas. Los japoneses están allí para conquistar, dividir, vejar, torturar, escupir. La jugadora de go que a diario le aguarda ante el tablero, entre sumisa y demandante, representa a esa nación que él está a punto de rasgar: “(…) ¿Es esa la imagen de la China, el objeto de mi pasión y de mi odio? Cerca de ella, su miseria me decepciona. Lejos de ella, sus encantos me obsesionan.” (p. 208).
Nacida el 26 de octubre de 1972, en Pekín, Shan Sa –cuyo verdadero nombre es Yan Ni Ni y tomó su nombre de pluma de un poema de Bai Juyi, poeta de la Dinastía Tang- debe identificarse, indistintamente, con la princesa manchú y el espía japonés. Huye, por un lado, de un país con enorme tradición de amordazamiento que, para no dejar duda al respecto, masacra impunemente a miles de estudiantes manifestándose en la Plaza Tiananmen, en 1989. Por otro, es una china exiliada en Francia, concretamente en París, nostálgica de una cultura a la que la modernidad, aliada de Occidente, ha soslayado: “Elegí Francia porque es el castillo europeo que resiste a los asaltos del americanismo”, explica, ante una taza de café. Tenía Sa la misma edad de la heroína de La jugadora de go, cuando esta decide escapar de casa: dieciséis años. “Es extraño examinar tu habitación y preguntarte cuáles son los objetos más valiosos de tu vida. A los dieciséis años tengo pinceles, papel bastoncillos de tinta de rara calidad, regalo de mi abuela (…) Tengo uniformes escolares, ropa deportiva, caja de lápices, estilográficas, gomas. Tengo juguetes, marionetas, sombras, animales de porcelana que me hacían llorar cuando los perdía; libros que me hubiera gustado llevarme a la tumba (…) las caligrafías de los antepasados (…) Están los marcos de mis ventanas en los que me apoyaba, las plantas de mi jardín que acariciaba con la mirada (…)” (p.p 255 y 256).
Naturalmente, los motivos de Sa eran harto distintos, pero la experiencia del desmembramiento es la misma: “Quise rechazar China para renacer –explica la autora, sonriendo débilmente, la pudorosa blancura de la sonrisa contrastando con el azul negro de la larga cabellera- Sufrí el exilio con la determinación de sufrirlo, eso fue para mí una operación quirúrgica: corté el cordón umbilical con mis padres, con la pesadumbre de cinco mil años de civilización. Obtuve mi independencia desenraizándome.”Contrario a lo que pudiera pensarse, dada la extrema juventud de Sa al salir de China, a los dieciséis ya era una poeta aclamada en su país, una niña prodigio. A los ocho publicó sus primeros poemas y obtuvo el primer premio nacional para niños menores de doce. Ello le facilitó que, tras graduarse de la secundaria, en 1990, y a raíz de la masacre de Tiananmen, se trasladara a París gracias a una subvención del gobierno francés. Su padre había sido docente de La Sorbona. Terminados sus estudios de filosofía en dicha universidad, en 1994, empezó a trabajar como secretaria nada menos que del pintor Balthus (1908-2001). En París entablaría una entrañable amistad con otro célebre chino exiliado que como ella escribe en francés: el Nóbel de Literatura Gao Xingiang, quien conoció la pesadilla de los campos de re educación para intelectuales, durante la era Mao, “Para Gao y para mí dejar la China fue una traición, una cobardía y una inmensa valentía”, acepta, sin embargo, no haber leído a Xingiang sino hasta 1995, pues la traductora al chino de Montaña del alma era una entrañable amiga de su familia. Desde 1987, Sa es miembro de la Asociación de Escritores de Pekín por su obra poética escrita en chino. Su prosa, desde su novela para niños La puerta de la paz celeste (El Bronce Ediciones, 1997), está escrita en francés. Gracias a aquel primer libro obtuvo la beca Goncourt con la que escribió la que sería un clamoroso éxito de crítica en 2001: La jugadora de go, ganadora a su vez del Prix Goncourt des Lycéens. Su más reciente libro, inconseguible en México pero publicada en España, bajo el sello Emecé (2005), es Emperatriz, novela histórica sobre la emperatriz Wu Zetian, especie de Catalina de Médicis china, experta en intrigar y quitar obstáculos de en medio. Lo que de ella enamoró a Sa, fueron sus extraordinarias sagacidad e inteligencia.Shan Sa es, sin más, la jugadora de go pero también el soldado japonés. Una escritora que si bien escribe sobre la cultura que le pesa como un dulce fardo –como al japonés le pesa el dulce recuerdo de su niñera- recurre, sin embargo a su lengua adoptiva y a la fragmentariedad que hace recordar a Camus y a Duras. La jugadora de go, que en mucho recuerda a El amante, posee asimismo una gran complejidad en todo sentido, excepto, y he ahí su mayor virtud –una muy durasiana virtud, por cierto- de conectar con una maraña de emociones de carácter universal. La autora no se afana en facilitar al lector occidental, a quien está dirigida la novela desde el instante en que se escribe en francés, la comprensión de las costumbres chinas y niponas, antes bien, coloca los hechos sobre la mesa, como cartas del tarot, y los deja marchar hacia un final que tiene la belleza del tiro de gracia: expedito, inextricable. Deja que sus narradores lleguen al límite de sí mismos y de sus circunstancias que de pronto convergen en un espacio sin salida, una trampa de la que solo es posible escapar juntos. Toda guerra es absurda, parece decirnos Shan Sa pero esta lo fue de un modo muy particular: “Los japoneses habían elegido ser gloriosos en la acción y los chinos, en la muerte. La patética grandeza de un suicidio colectivo se ve mancillada por una triste ironía. Matarse demasiado pronto es una vergonzosa captura. La civilización china, varias veces milenaria, ha nutrido un infinito número de filósofos, de pensadores, de poeta. Pero ninguno de ellos ha comprendido la irremplazable energía de la muerte.” (p. 41).
La jugadora de go no es una china cualquiera, como quiere creer su contrincante japonés: pertenece a una familia distinguida, de padres ilustrados (que es casi el equivalente de occidentalizados), que buscan equilibrio, ¿imposible?, en una época, nos dice la narradora, desgarrada entre la tradición y la modernidad. La hermana mayor tuvo oportunidad de casarse con el hombre del que se enamoró, que ella eligió, todo un privilegio. Esto, por desgracia, no significa que la hermana mayor sea feliz: la libertad nunca garantiza la elección afortunada y la situación de las mujeres en China, en general, es bastante desventajosa. La hermana mayor, por ejemplo, no ha conseguido embarazarse. Para colmo, su esposo se ha tomado la atribución, nada condenable por el momento, de acostarse con otras mujeres: “(…) Si tienes un hijo, serás respetada. Si tienes una hija te tratarán como a sus perros o a sus cerdos (…)” (p. 101). A la narradora le indigna la posición de su hermana, que pese a su juventud y belleza se ha venido abajo como una flor marchita. También la de su madre, que no por moderna no ha tolerado en silencio las infidelidades del esposo, que se acuesta con sus alumnas. El caso más extremo es el de Huong, la mejor amiga de la jugadora, quien para su padre representa poco menos que un animal de granja al que hay que sacarle algún provecho: “Descendiente de una nobleza china cuyas mujeres amamantaron a los emperadores manchúes, Madre conoció la aniquilación del fasto y su corazón se endureció. Guarda sus recuerdos en cofres y, ahora, mira cómo se deteriora el mundo con la fría dignidad de una mujer herida.” (p. 236).
Por supuesto, la jugadora desea algo más que casarse con el hombre que ella elija, insospechado privilegio para las mujeres de su tiempo y posición. El matrimonio ni siquiera entra en sus planes. Ni siquiera cuando se cree enamorada de Min, joven guerrillero que la seduce sexual e ideológicamente: “No sé qué hacer. En las novelas de la escuela, Patos mandarines y Mariposas silvestres, la descripción de un joven y de una muchacha en el jardín constituye la escena más turbadora de una historia de amor: tienen mucho que decirse, pero el pudor les impide traicionarse (…)” (p. 89). Un poquito de ingenuidad, otro tanto de curiosidad hacen a la jugadora llegar demasiado lejos en su jugueteo erótico con Ming. Acaso impregnada por las ideologías progres de su primer amante, la muchachita, lejos de experimentar culpa, se siente agradecida con aquel que “la ha convertido en mujer” (sic), aunque siga peinando trenzas y vistiendo uniforme escolar. No parece prever las posibles consecuencias de atiborrarse de fruta en la cama: un destino peor que la muerte, en aquella sociedad donde la sexualidad femenina es propiedad de quien la adquiere mediante matrimonio… o alquiler. Nada más. Otro detalle digno de destacar: la muchacha no se justifica ante sí misma aduciendo estar enamorada de Ming. Ni siquiera comprende lo que siente por él, solo experimenta el placer.
Sus jugadas con el militar japonés disfrazado de estudiante chino –su forma de usar el abanico casi lo denuncia-son paralelas a los pormenores de su efímera relación con Ming. Su contrincante tiene de ella una primera impresión que se irá modificando: una chiquilla de perenne rubor, de mirada directa, “insolente”: “(…) Entre nosotros, cuando las mujeres ríen ocultan su rostro tras la manga del kimono. La china sonríe sin turbación ni artificio. Su boca se abre como estalla una granada.” (p.p 134 y 135). Es como si cada día su contrincante fuera una mujer distinta… un día las trenzas impecables… deshechas al siguiente. Lo único que persiste es la asombrosa velocidad de sus dedos. La jugadora acude cotidianamente a su cita secreta, aún cuando su amante ha sido fusilado por los japoneses… incluso mientras se desangra tras un aborto rústico. Enferma, pálida, ojerosa… tambaleándose: medio muerta. Y sin embargo está allí, el espectro de la muchacha de sonrisa descarada. Puntual. Conmoviéndolo: “(…) Ella, que conoce el peligro de los asedios, que calcula diez movimientos de antemano, para evitarlos, acaba de penetrar en el laberinto de los sentimientos humanos para convertirse en mi prisionera.” (p. 227).
La jugadora no imagina que su contrincante, ese ser que cotidianamente le regala un motivo para no suicidarse, forma parte de aquellos que fusilaron a su amante, que la dejaron sola con su deshonra… deshonra que se manifiesta, a pesar de todo, en debilidad y hemorragias que la fuerzan a usar compensas para camuflajear la vergüenza de la sangre a destiempo. A su madre no le pasa desapercibido el macilento semblante de la hija menor, se angustia, “Tomarás sopas de nido de golondrina. Caldean la sangre y los intestinos”, después la llevarán a revisión médica… al cadalso. Su madre, la misma que le ha preparado amorosamente una sopa, la repudiará entonces para siempre… y hablar del padre, occidentalizado y todo. Quién perdona tamaña ofensa: una virgen desflorada fuera del matrimonio es la peor de las rameras. En vez de probar el caldo de nido de golondrina, la jugadora empaca algunas cosas. Se fugará con Jing, la persona que menos quiere en el mundo pero único que le brinda salvación, aunque sea relativa. Lo que más lamenta la muchacha que se desangra mientras guarda unas tijeras en su bolso, es no ver nunca más a su contrincante, el que no sabe qué hacer con el abanico. Ni siquiera podrá despedirse de él. Lo llora de antemano. Lejos, muy lejos está de imaginar que algo también ha cambiado en él, que ya no mira la matanza con complacencia, que ya no existe ápice de gloria en su pecho, no digamos ya de belleza.
Los caminos de la jugadora y su contrincante coincidirán, sin embargo, en otras circunstancias, representando otros papeles: ahora es ella quien, tras cercenarse las trenzas, se disfraza de muchacho. Él ya no se oculta: viste el inconfundible uniforme de los violadores. Las miradas se reencuentran, se reconocen en el acto… y no hay reproche, a pesar de todo. Queda demasiado poco tiempo: hay que aprovechar los segundos que el destino les concede para, al menos, decirse sus nombres.
¿Qué es el amor, a fin de cuentas, sino un anhelo de muerte?
La jugadora de go, La joueuse de go, su título original, de la pekinesa Shan Sa, es una historia de amor en que las palabras salen sobrando. Y cuando resuenan parecen copas de cristal atravesadas por el viento. Es a través de los dedos, del eco de las fichas, que se transmiten todo lo que importa. Lo que no se explica. Shan Sa se aventura a narrar en primera persona, alternando los puntos de vista de dos callados protagonistas: una adolescente manchú de largas trenzas y un joven y gallardo militar japonés que avanza contra los chinos, cargado de ideales patrióticos, cruzados de espadas y soles sangrantes, convencido de la legitimidad de su misión. A ella poco importa la cultura de los invasores, y así se lo hace saber a su padre, apasionado por las civilizaciones extranjeras: “Odio a los ingleses que nos hicieron, por dos veces, la guerra para vendernos el opio que prohibían a su país. Detesto a los franceses que desvalijaron, saquearon y, luego, quemaron el Palacio de Primavera, perla de nuestra civilización (…) ¡Odio a los japoneses! Mañana habrán invadido el conjunto del continente y os aliviará ver una China aniquilada que se libra al fin del oscurantismo.” (p. 216).El japonés, en cambio, no puede evitar que se le corte el aliento al enfrentar la cultura de los invadidos, aunque intente negarlo. Sus recuerdos relacionados con China no pueden ser más dulces: su muy querida niñera era china. De ella aprendió el idioma que domina y las leyendas que nutrieron su imaginación infantil: “(…) el chino fue mi lengua de consuelo y de ensueño”. Tan bien conoce la cultura que se propone destruir que no duda en disfrazarse de chino para pasar inadvertido en la Plaza de los Mil Vientos: túnica de lino, sombrero panamá, abanico adornado con caligrafías y unas gafas de estudiante. Con el pretexto de recabar información, acude simplemente a jugar go con un contrincante de su talla. No tardará en descubrir que el mismísimo Coronel Nakamura tuvo su propia historia de amor con una china, la cual sale a colación cuando se preparan para someter a las chinas. Los japoneses están allí para conquistar, dividir, vejar, torturar, escupir. La jugadora de go que a diario le aguarda ante el tablero, entre sumisa y demandante, representa a esa nación que él está a punto de rasgar: “(…) ¿Es esa la imagen de la China, el objeto de mi pasión y de mi odio? Cerca de ella, su miseria me decepciona. Lejos de ella, sus encantos me obsesionan.” (p. 208).
Nacida el 26 de octubre de 1972, en Pekín, Shan Sa –cuyo verdadero nombre es Yan Ni Ni y tomó su nombre de pluma de un poema de Bai Juyi, poeta de la Dinastía Tang- debe identificarse, indistintamente, con la princesa manchú y el espía japonés. Huye, por un lado, de un país con enorme tradición de amordazamiento que, para no dejar duda al respecto, masacra impunemente a miles de estudiantes manifestándose en la Plaza Tiananmen, en 1989. Por otro, es una china exiliada en Francia, concretamente en París, nostálgica de una cultura a la que la modernidad, aliada de Occidente, ha soslayado: “Elegí Francia porque es el castillo europeo que resiste a los asaltos del americanismo”, explica, ante una taza de café. Tenía Sa la misma edad de la heroína de La jugadora de go, cuando esta decide escapar de casa: dieciséis años. “Es extraño examinar tu habitación y preguntarte cuáles son los objetos más valiosos de tu vida. A los dieciséis años tengo pinceles, papel bastoncillos de tinta de rara calidad, regalo de mi abuela (…) Tengo uniformes escolares, ropa deportiva, caja de lápices, estilográficas, gomas. Tengo juguetes, marionetas, sombras, animales de porcelana que me hacían llorar cuando los perdía; libros que me hubiera gustado llevarme a la tumba (…) las caligrafías de los antepasados (…) Están los marcos de mis ventanas en los que me apoyaba, las plantas de mi jardín que acariciaba con la mirada (…)” (p.p 255 y 256).
Naturalmente, los motivos de Sa eran harto distintos, pero la experiencia del desmembramiento es la misma: “Quise rechazar China para renacer –explica la autora, sonriendo débilmente, la pudorosa blancura de la sonrisa contrastando con el azul negro de la larga cabellera- Sufrí el exilio con la determinación de sufrirlo, eso fue para mí una operación quirúrgica: corté el cordón umbilical con mis padres, con la pesadumbre de cinco mil años de civilización. Obtuve mi independencia desenraizándome.”Contrario a lo que pudiera pensarse, dada la extrema juventud de Sa al salir de China, a los dieciséis ya era una poeta aclamada en su país, una niña prodigio. A los ocho publicó sus primeros poemas y obtuvo el primer premio nacional para niños menores de doce. Ello le facilitó que, tras graduarse de la secundaria, en 1990, y a raíz de la masacre de Tiananmen, se trasladara a París gracias a una subvención del gobierno francés. Su padre había sido docente de La Sorbona. Terminados sus estudios de filosofía en dicha universidad, en 1994, empezó a trabajar como secretaria nada menos que del pintor Balthus (1908-2001). En París entablaría una entrañable amistad con otro célebre chino exiliado que como ella escribe en francés: el Nóbel de Literatura Gao Xingiang, quien conoció la pesadilla de los campos de re educación para intelectuales, durante la era Mao, “Para Gao y para mí dejar la China fue una traición, una cobardía y una inmensa valentía”, acepta, sin embargo, no haber leído a Xingiang sino hasta 1995, pues la traductora al chino de Montaña del alma era una entrañable amiga de su familia. Desde 1987, Sa es miembro de la Asociación de Escritores de Pekín por su obra poética escrita en chino. Su prosa, desde su novela para niños La puerta de la paz celeste (El Bronce Ediciones, 1997), está escrita en francés. Gracias a aquel primer libro obtuvo la beca Goncourt con la que escribió la que sería un clamoroso éxito de crítica en 2001: La jugadora de go, ganadora a su vez del Prix Goncourt des Lycéens. Su más reciente libro, inconseguible en México pero publicada en España, bajo el sello Emecé (2005), es Emperatriz, novela histórica sobre la emperatriz Wu Zetian, especie de Catalina de Médicis china, experta en intrigar y quitar obstáculos de en medio. Lo que de ella enamoró a Sa, fueron sus extraordinarias sagacidad e inteligencia.Shan Sa es, sin más, la jugadora de go pero también el soldado japonés. Una escritora que si bien escribe sobre la cultura que le pesa como un dulce fardo –como al japonés le pesa el dulce recuerdo de su niñera- recurre, sin embargo a su lengua adoptiva y a la fragmentariedad que hace recordar a Camus y a Duras. La jugadora de go, que en mucho recuerda a El amante, posee asimismo una gran complejidad en todo sentido, excepto, y he ahí su mayor virtud –una muy durasiana virtud, por cierto- de conectar con una maraña de emociones de carácter universal. La autora no se afana en facilitar al lector occidental, a quien está dirigida la novela desde el instante en que se escribe en francés, la comprensión de las costumbres chinas y niponas, antes bien, coloca los hechos sobre la mesa, como cartas del tarot, y los deja marchar hacia un final que tiene la belleza del tiro de gracia: expedito, inextricable. Deja que sus narradores lleguen al límite de sí mismos y de sus circunstancias que de pronto convergen en un espacio sin salida, una trampa de la que solo es posible escapar juntos. Toda guerra es absurda, parece decirnos Shan Sa pero esta lo fue de un modo muy particular: “Los japoneses habían elegido ser gloriosos en la acción y los chinos, en la muerte. La patética grandeza de un suicidio colectivo se ve mancillada por una triste ironía. Matarse demasiado pronto es una vergonzosa captura. La civilización china, varias veces milenaria, ha nutrido un infinito número de filósofos, de pensadores, de poeta. Pero ninguno de ellos ha comprendido la irremplazable energía de la muerte.” (p. 41).
La jugadora de go no es una china cualquiera, como quiere creer su contrincante japonés: pertenece a una familia distinguida, de padres ilustrados (que es casi el equivalente de occidentalizados), que buscan equilibrio, ¿imposible?, en una época, nos dice la narradora, desgarrada entre la tradición y la modernidad. La hermana mayor tuvo oportunidad de casarse con el hombre del que se enamoró, que ella eligió, todo un privilegio. Esto, por desgracia, no significa que la hermana mayor sea feliz: la libertad nunca garantiza la elección afortunada y la situación de las mujeres en China, en general, es bastante desventajosa. La hermana mayor, por ejemplo, no ha conseguido embarazarse. Para colmo, su esposo se ha tomado la atribución, nada condenable por el momento, de acostarse con otras mujeres: “(…) Si tienes un hijo, serás respetada. Si tienes una hija te tratarán como a sus perros o a sus cerdos (…)” (p. 101). A la narradora le indigna la posición de su hermana, que pese a su juventud y belleza se ha venido abajo como una flor marchita. También la de su madre, que no por moderna no ha tolerado en silencio las infidelidades del esposo, que se acuesta con sus alumnas. El caso más extremo es el de Huong, la mejor amiga de la jugadora, quien para su padre representa poco menos que un animal de granja al que hay que sacarle algún provecho: “Descendiente de una nobleza china cuyas mujeres amamantaron a los emperadores manchúes, Madre conoció la aniquilación del fasto y su corazón se endureció. Guarda sus recuerdos en cofres y, ahora, mira cómo se deteriora el mundo con la fría dignidad de una mujer herida.” (p. 236).
Por supuesto, la jugadora desea algo más que casarse con el hombre que ella elija, insospechado privilegio para las mujeres de su tiempo y posición. El matrimonio ni siquiera entra en sus planes. Ni siquiera cuando se cree enamorada de Min, joven guerrillero que la seduce sexual e ideológicamente: “No sé qué hacer. En las novelas de la escuela, Patos mandarines y Mariposas silvestres, la descripción de un joven y de una muchacha en el jardín constituye la escena más turbadora de una historia de amor: tienen mucho que decirse, pero el pudor les impide traicionarse (…)” (p. 89). Un poquito de ingenuidad, otro tanto de curiosidad hacen a la jugadora llegar demasiado lejos en su jugueteo erótico con Ming. Acaso impregnada por las ideologías progres de su primer amante, la muchachita, lejos de experimentar culpa, se siente agradecida con aquel que “la ha convertido en mujer” (sic), aunque siga peinando trenzas y vistiendo uniforme escolar. No parece prever las posibles consecuencias de atiborrarse de fruta en la cama: un destino peor que la muerte, en aquella sociedad donde la sexualidad femenina es propiedad de quien la adquiere mediante matrimonio… o alquiler. Nada más. Otro detalle digno de destacar: la muchacha no se justifica ante sí misma aduciendo estar enamorada de Ming. Ni siquiera comprende lo que siente por él, solo experimenta el placer.
Sus jugadas con el militar japonés disfrazado de estudiante chino –su forma de usar el abanico casi lo denuncia-son paralelas a los pormenores de su efímera relación con Ming. Su contrincante tiene de ella una primera impresión que se irá modificando: una chiquilla de perenne rubor, de mirada directa, “insolente”: “(…) Entre nosotros, cuando las mujeres ríen ocultan su rostro tras la manga del kimono. La china sonríe sin turbación ni artificio. Su boca se abre como estalla una granada.” (p.p 134 y 135). Es como si cada día su contrincante fuera una mujer distinta… un día las trenzas impecables… deshechas al siguiente. Lo único que persiste es la asombrosa velocidad de sus dedos. La jugadora acude cotidianamente a su cita secreta, aún cuando su amante ha sido fusilado por los japoneses… incluso mientras se desangra tras un aborto rústico. Enferma, pálida, ojerosa… tambaleándose: medio muerta. Y sin embargo está allí, el espectro de la muchacha de sonrisa descarada. Puntual. Conmoviéndolo: “(…) Ella, que conoce el peligro de los asedios, que calcula diez movimientos de antemano, para evitarlos, acaba de penetrar en el laberinto de los sentimientos humanos para convertirse en mi prisionera.” (p. 227).
La jugadora no imagina que su contrincante, ese ser que cotidianamente le regala un motivo para no suicidarse, forma parte de aquellos que fusilaron a su amante, que la dejaron sola con su deshonra… deshonra que se manifiesta, a pesar de todo, en debilidad y hemorragias que la fuerzan a usar compensas para camuflajear la vergüenza de la sangre a destiempo. A su madre no le pasa desapercibido el macilento semblante de la hija menor, se angustia, “Tomarás sopas de nido de golondrina. Caldean la sangre y los intestinos”, después la llevarán a revisión médica… al cadalso. Su madre, la misma que le ha preparado amorosamente una sopa, la repudiará entonces para siempre… y hablar del padre, occidentalizado y todo. Quién perdona tamaña ofensa: una virgen desflorada fuera del matrimonio es la peor de las rameras. En vez de probar el caldo de nido de golondrina, la jugadora empaca algunas cosas. Se fugará con Jing, la persona que menos quiere en el mundo pero único que le brinda salvación, aunque sea relativa. Lo que más lamenta la muchacha que se desangra mientras guarda unas tijeras en su bolso, es no ver nunca más a su contrincante, el que no sabe qué hacer con el abanico. Ni siquiera podrá despedirse de él. Lo llora de antemano. Lejos, muy lejos está de imaginar que algo también ha cambiado en él, que ya no mira la matanza con complacencia, que ya no existe ápice de gloria en su pecho, no digamos ya de belleza.
Los caminos de la jugadora y su contrincante coincidirán, sin embargo, en otras circunstancias, representando otros papeles: ahora es ella quien, tras cercenarse las trenzas, se disfraza de muchacho. Él ya no se oculta: viste el inconfundible uniforme de los violadores. Las miradas se reencuentran, se reconocen en el acto… y no hay reproche, a pesar de todo. Queda demasiado poco tiempo: hay que aprovechar los segundos que el destino les concede para, al menos, decirse sus nombres.
¿Qué es el amor, a fin de cuentas, sino un anhelo de muerte?
Japón invade Manchuria
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