La muchacha que se negó a aburrirse


En un breve pero delicioso libro titulado Teresa de la Parra, conversación biográfica (Guarimba mayor, Alfadil Ediciones, Caracas 1986), la escritora y principal estudiosa de la citada autora, Velia Bosch, le narra a su sobrina la biografía de Teresa casi como si se tratara de un cuento…no sin razón, porque pese a ser criticada y hasta censurado tras la publicación de su primera novela, Ifigenia, diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba, tuvo una vida maravillosa donde no faltó un príncipe azul –Gonzalo Zaldumbide -, aunque se haya tratado de un amor, aparentemente, realizado esencialmente por correspondencia, lo cual no significa que no hayan tenido contacto físico. Lo sugiere la intimidad con que Teresa se dirige a Gonzalo en sus cartas, donde se autodenomina como blasé, con el frívolo encanto de las señoritas que se aburren…cuando no les permiten pensar: “Te soy fiel por impotencia como una vieja de 75 años, el amor con su inquietud de ansias y celos se ha extinguido en mí (…) en Caracas no me atraen ni el deseo de gustar, los elogios me aburren mortalmente…” (Obra escogida Teresa de la Parra, Tomo II, Tierra Firme, FCE, México, 1992, p.123).
“Fíjate –dice Velia Bosch a su fascinada sobrina pre universitaria, mientras le muestra una foto sepia de la gran escritora venezolana-, llevaba el cabello largo, vestía casi a la gitana con su característica zapatilla en forma T sobre el empeine, posa con una guitarra española, traída desde Valencia (España); observa los labios, parecen acompañarse con el canto íntimo de la garganta a labios cerrados”. La sobrina exclama asombrada, ¡qué moderna!, y no se trata en lo absoluto de una expresión gratuita, porque Teresa de la Parra es –aunque ella, por modestia, me hubiera desmentido- precursora del feminismo no solo en el país, sino en Latinoamérica. Nacida en París el 5 de octubre de 1889, en una mansión situada en una de las grandes calles que desembocan en el Arco del Triunfo, registrada con el nombre de Ana Teresa Parra Santojo, la menor de las seis hijas de Rafael Parra Hernáiz, cónsul de Venezuela en Berlín: se ignoran los motivos por los que tenía su residencia en París- y de Isabel Sanojo Espelozín de la Parra –de quien la escritora tomará el apellido- aunque dos años más tarde del nacimiento de la pequeña de brillante cabellera castaña con toques dorados, la familia Parra Santojo retorna a su Hacienda de caña de azúcar llamado El Tazón (donde ambienta su segunda novela Las memorias de Mamá Blanca) en su país de origen. Teresa siempre proclamó haber nacido en Venezuela y, en efecto, a veces el lugar de nacimiento es un accidente y no un punto de origen.
Tras la repentina muerte de su padre, contando Teresa once años, su madre decide trasladarse junto con su ramillete de muchachas hasta Valencia, España y la pequeña es matriculada en un colegio de monjas de Godella donde empieza a aficionarse a la lectura pero, sobre todo, a la poesía. Sus predilectos –que debe haber leído a hurtadillas de las monjas- son Guy de Maupassant, Catulle Mendes y Ramón de Valle Inclán, quienes, según sus críticos, ejercerían gran influencia en su estilo de escritura. A los 20 años escuchará los primeros aplausos al componer un poema para la beatificación de la Madre Magdalena Barat.

Para 1910, ya Teresa y su familia se encuentran de regreso en Caracas, instaladas en una preciosa casa colonial entre Torre y Veroes. La madre realiza ahí tertulias literarias a la usanza de las grandes madames del siglo XVIII y a la pequeña Teresa siempre se le verá anotando ávidamente en su cuaderno. Lo que más le fascina es el habla caraqueña, que naturalmente apenas comprende, y que incorporará admirablemente a su literatura, pero sin lindar nunca el costumbrismo. A los 25 ya ha escrito sus primeros relatos que, contrario a lo que pudiera suponerse, son de corte fantástico. Es, pues, doblemente excepcional, pues las mujeres de su edad se ocupan poco de la literatura, ya no digamos de la escritura, y menos aún en ese género. Sus relatos verán la luz, bajo el pseudónimo Fru-Fru, en revistas parisinas como París Time y Révue de L’ Amerique Latine, con abrumador éxito, destacando “La señorita Grano de Polvo”. En 1920 publicará en Actualidades, revista dirigida nada más y nada menos que por Rómulo Gallegos su “Diario de una Caraqueña por el Lejano Oriente”. A continuación publicaría un relato titulado MamáX, que en 1922 le valdría el Premio Ciudad Bolívar y del que parte la novela que los críticos calificarían como “volteareano”, “pérfido” y “un peligro para las señoritas decentes”, pero al mismo tiempo sorprendería gratamente nada menos que a Miguel de Unamuno y Juan Ramón Jiménez: Ifigenia (1924), donde, según palabras de la propia Teresa, no es incitadora de rebeldía sino simplemente una descripción de las señoritas de la época:

(…) desde el día en que murió papá a mí no se me había ocurrido todavía pensar que yo era lo que puede llamarse una persona independiente, más o menos dueña de su cuerpo y de sus actos. Hasta entonces me había considerado algo así como un objeto que las personas se pasan, se prestan, o se venden unas a las otras…bueno, lo que he vuelto a ser ahora y lo que somos en general y desgraciadamente las señoritas “bien” (Editorial Surco, Barcelona, 1952, Primer Concurso de autores americanos en París, p. 31)

Esto le escribe María Eugenia Alonso, protagonista de la novela, a su amiga Cristina. Aunque se ha hecho mucho hincapié en que no se trata de una novela autobiográfica porque Teresa nunca se vio forzada a casarse como su heroína, lo cierto es que se advierten muchas semejanzas entre autora y personaje, siendo el más notable su prematura orfandad de padre que a Teresa pudo haberle significado una mayor libertad de acción si no fuera porque, contrario a María Eugenia, que es hija única, era la más pequeña de seis hermanas…aunque al cabo de un tiempo, y contrario a María Eugenia que termina encerrada en una jaula de oro, Teresa se ganará a pulso una libertad casi absoluta gracias al exitoso ejercicio de su vocación literaria. Sin embargo, como bien dice Marina Gálvez en el prólogo a la edición de Las memorias de Mamá Blanca, publicada en la Biblioteca de Escritoras de Editorial Castalia (2003) Teresa decía la verdad cuando afirmó que solo retrató a las chicas de su clase social, pues no estaba hecha para levantar la voz. Ella no pretendía pelear por un derecho, sino hacerle ver a la sociedad que había llegado el momento en que las mujeres obtuvieran ciertas libertades. Lo que ella pide, apunta Marina Gálvez, es justicia, acabar con la opresión, plantear salidas alternativas al matrimonio para sus congéneres. Creo, sin embargo, que mal interpreta a la autora cuando esta escribe que no está a favor del sufragio femenino porque no lo conoce. La conferencia de la que se sustrae esta afirmación, leída completa, sugiere claramente que se trata de una ironía, ese recurso tras el que las mujeres de todos los tiempos se han escudado tan encantadoramente:

“Cuando digo “el trabajo”, no me refiero a los empleos humillantes y mal pagados en los que se explota inicuamente a pobres muchachas desvalidas. Hablo del trabajo con preparación, en carreras, empleos o especializaciones adecuadas a las mujeres y remuneración justa, según sean las aptitudes y la obra realizada. No quisiera, que como consecuencia del tono y argumento de lo dicho, se me creyera defensora del sufragismo. No soy ni defensora ni detractora del sufragismo por la sencilla razón de que no lo conozco. El hecho de saber que levanta la voz para conseguir que las mujeres tengan las mismas atribuciones y responsabilidades políticas que los hombres, me asusta y me aturde tanto, que nunca he llegado a oír hasta el fin lo que esa voz propone. Y es que creo en general, a la inversa de las sufragistas, que las mujeres debemos agradecerles mucho a los hombres el que hayan tenido la abnegación de acaparar de un todo para ellos el oficio de políticos. Me parece, que junto con el de los mineros de carbón, es uno de los más duros y menos limpios que existen. ¿A qué reclamarlo?” (Obra escogida, Tres conferencias, p. 19)
Se trata de una ironía doble que en la dulce voz y no menos suaves palabras de Teresa de la Parra, puede sonar a educada disquisición para cualquiera que no sepa leer entre líneas. Doble porque, por un lado, atribuye a la “abnegación” de los hombres el acaparamiento por parte de estos de la política, una actividad que, deliberadamente (aunque no lo parezca) equipara con aquellos en que los trabajadores se manchan las manos. La considera, pues, algo sucio...pero al mismo tiempo deja en claro que esos mismos varones no han permitido a las mujeres “mancharse las manos”. A sabiendas de que es algo sucio, los políticos han segregado a las mujeres, razón por la cual Teresa no se considera apta para defender lo que “no conoce”. No obstante, al enumerar las injusticias padecidas por las jóvenes trabajadoras y la necesidad de que alguien haga algo para enderezar esa circunstancia, y que no serán los políticos, tan ocupados en otros asuntos, está apelando a lo oportuno de la incursión de las féminas en este terreno, lo que incluye, por defecto, el derecho al sufragio. No obstante lo anterior, no faltó quien acusara a Teresa de ser tibia en su militancia feminista (y, por supuesto, la escritora negaba ser lo que salta a la vista, acaso por un afán lúdico de arrojar la piedra y esconder la mano, sin perder su encantadora sonrisa ni tambalearse en sus altos tacones).
Teresa redactó Ifigenia durante una de sus estancias en París, ciudad a la que amaba aunque renegara haber nacido en ella, y su escritura coincide con el inicio de su relación con el diplomático y escritor ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide. En esa misma coincidiría con la que sería su gran amiga hasta el último minuto de su vida: la escritora cubana Lydia Cabrera. De algún modo todo esto se refleja en el tono festivo y jocoso de Ifigenia, cuyo título ha hecho especular a montones de críticos, pues la heroína no se llama Ifigenia sino Eugenia. Ifigenia, la princesa mitológica ofrendada a los dioses por su padre a cambio de salir victorioso en la batalla, no tiene, en apariencia, relación con la historia de una joven que, para empezar, es huérfana y debe educarse con unas rígidas tías…pero la sociedad funge como ese Armagedón que manipula a sus hijas según convenga, y sin importar el sufrimiento generado en la pieza a sacrificar. La historia de María Eugenia, sin embargo, se aproxima todavía más a la de una contemporánea de Teresa, la poeta uruguaya Delmira Agustini, cuyo final fue tan trágico como el de la propia Ifigenia al ser asesinada por su esposo. Ante esta situación, desencadenadora de tragedias, Teresa consideraba que el modelo ideal a seguir de mujer es Gabriela Mistral, para quien ser una buena cristiana, una luchadora por los derechos humanos y una intelectual, no tienen por qué ser cuestiones antagónicas.
Promotora y reivindicadora de las mujeres, Teresa fue una defensora a ultranza de la tan maltratada por los historiadores (varones) doña Marina, mejor conocida como La Malinche: “…Es absolutamente seguro que la influencia de doña Marina en la Conquista de México fue más importante, su mediación y sus consejos mucho más frecuentes y sutiles de lo reconocido por los historiadores, aun por el mismo Bernal Díaz quien con tanto cariño la trata (….) a su inteligencia natural, unía la amplitud de miras que da el haber viajado y el tacto refinado que da el haber sufrido.” (Obra escogida, Tomo II, p.p 25 y 27)
Cuando escribió su segunda novela, totalmente distante de Ifigenia, Las memorias de Mamá Blanca (1929), la todavía saludable y viajera señorita de Caracas no imaginaba que sería también la última. Y si bien muchos de los enamorados de Ifigenia se desilusionaron con esta novela tan radicalmente distinta, considero, en lo personal, que es esta y no Ifigenia la obra maestra de Teresa de la Parra. Según nos explica Marina Gálvez Acero, aquí la intención de Teresa es “(…) el rescate de los valores culturales cuyas raíces se encuentran para ella en el pasado colonial, aquellos que nacieron de la adaptación al nuevo medio americano de unas formas de vida y cultura importadas de España. Vigentes todavía entre las generaciones anteriores a la suya, le fueron inculcados a la autora durante su niñez, pero se encontraban en grave riesgo de desaparecer como consecuencia de la gran implantación que tuvieron las ideas y desarrollos del positivismo filosófico, de signo muy contrario a los valores autóctonos (…)” Pero es sobre todo la recreación de la vida de la más entrañable de sus amigas, doña Emilia Ibarra de Barrios, viuda de un edecán de Bolivar, a quien conoció –como la primera narradora de la novela que decide editar el diario de Mamá Blanca- siendo muy pequeña. Al morir, doña Emilia, quien no tenía hijos, convirtió a Teresa en su heredera universal, y se dice que una de las condiciones para obtenerla era que no se casara nunca, pero presiento que esta es una leyenda pues Teresa manifestó una y otra vez que no estaba dispuesta a renunciar a la libertad para cumplir un absurdo requisito social. De su entrañable relación con Mamá Blanca, dice la joven editora que se propone componer sus memorias: “…como en todo amor bien entendido, en su principio y en su fin, me buscaba a mí misma”. (p. 67)
En Las memorias de Mama Blanca, Teresa recrea poéticamente el habla caraqueña, y a través de ella recrea la vida de una mujer aparentemente común y corriente con una vida interior que es un genuino paisaje de lucidez y belleza.No se sabe si en realidad doña Emilia llevó un cuaderno-diario. Lo más seguro es que no, que la propia Teresa haya decidido escribirlo por ella, reproduciendo su filosofía, su lenguaje, su amorosa y a veces ingenua visión del mundo. En esta novela, sin embargo, se advierte también una crítica –algo más sutil que en Ifigenia –de una sociedad patriarcal a la que Blanca Nieve, la protagonista, la niña que considera una tragedia haber nacido con el pelo liso, intenta darle algún sentido…sin encontrárselo:

Decididamente entre Papá y nosotras existía latente una mala inteligencia que se prolongaba por tiempo indefinido. En realidad no solíamos desobedecerle sino una sola vez en la vida. Pero aquella sola vez bastaba para desunirnos sin escenas ni violencias durante muchos años. La gran desobediencia tenía lugar el día de nuestro nacimiento. Desde antes de casarse, Papá había declarado solemnemente:
-Quiero tener un hijo varón y quiero que se llame como yo, Juan Manuel.
Pero en lugar de Juan Manuel, destilando poesía, habían llegado en hilera las más dulces manifestaciones de la naturaleza. “Aurora”; “Violeta”; “Blanca Nieves”; “Estrella”; “Rosalinda”; “Aura Flor”, y como Papá no era poeta, ni tenía mal carácter, aguantaba a1uella inundacón florida, con una conformidad tan magnánima y con una generosidad tan humillada, que desde el primer momento nos hería con ellas en lo más vivo de nuestro amor propio y era irremisible el desacuerdo quedaba establecido para siempre.” (p. 83)

Si bien ninguna de las novelas de Teresa es 100% autobiográfica, es posible encontrar rastros de su biografía en ambas…como pudiera ser el asunto del hombre que tuvo que resignarse a nunca tener un hijo varón, que bien pudo ser el propio padre de la autora. Para cuando trabajaba en Las memorias de Mamá Blanca ya Teresa, considerada la gran escritora venezolana junto con Rómulo Gallegos, había mencionado el que sería su magno proyecto literario: una novela sobre Simón Bolivar, el Libertador. Pero los primeros síntomas de la tuberculosis la atacaron por entonces. De la mano de su querida amiga Lydia Cabrera recorrió el mundo en busca de una posible cura, pero la enfermedad iba minando sus fuerzas y el pesimismo inundó a la otrora alegre y bailadora Teresa, quien finalmente murió el 23 de abril de 1936, en Madrid, sin haber dejado de apretar la mano de su mejor amiga.”Mamá tenía que lanzarse a todo correr, memoria arriba, en busca de un cuento enteramente nuevo, al cual se le pudiera enganchar un caballo blanco.” (Las memorias de Mamá Blanca, p. 99).


3 comentarios:

LABERINTO ALADO dijo...

Muchas felicidades por estos nueve años querida Eve. Un gusto leerte y, por supuesto, admirar tu labor en torno a la literatura escrita por mujeres. Un abrazo fuerte y gracias por esta nueva e interesante entrega.

Angélica Santa Olaya

dovalpage dijo...

¡Me imagino que le encantaría eso de que la llamasen “un peligro para las señoritas decentes”¡ Cuántas cosas que no sabía sobre ella, como lo de su amistad con Lydia Cabrera! En las fotos se le ve como una flapper feliz y despreocupada….

Leticia dijo...

Eve, estoy aquí, ya sabes que en las buenas y en las malas. Me da inmenso gusto saber que te sientes mejor y has vuelto a las andadas literalmente.
Un abrazo y mi admiración y cariño por casi una década de mantenernos informados y a la vanguardia no solo de temas de literatura, sino de la huella y obra de las mujeres en el mundo.
Un abrazo y mi cariño de siempre Leticia Garriga.