En México, “Patagonia” es metáfora recurrente del lugar más remoto al que es posible escapar; ése donde nunca nadie te encontrará. Pocos saben que la Patagonia existe, y se encuentra no en Oceanía –como llegué a creer cuando niña- sino acá mismo, en América…y para ser más precisos, justo en medio de Argentina y Chile. Hay, de hecho, una Patagonia chilena y otra argentina. En esta última se localiza un pequeño pueblo llamado Las Heras que tiene solo dos aspectos de interés: pertenecer a la provincia de Santa Cruz, gobernada entre 1991 y 2003 por quien sería presidente de la Argentina, Néstor Kirchner y por ser abundante –o haberlo sido- en petróleo. La información que sobre esta localidad está disponible internet es realmente escasa. Alude apenas a comercios y agricultura.
La periodista argentina Leila Guerriero, nacida el 17 de febrero de 1967 en Junín, provincia de Buenos Aires, nunca imaginó que terminaría escribiendo un libro en verdad apasionante –periodístico, aunque se lea como novela policíaca- sobre lo que en este pueblo yace a mayor profundidad que el llamado oro negro y rebasa la imaginación de cualquier novelista latinoamericano: Los suicidas del fin del mundo, Crónica de un pueblo patagónico (Tusquets, Argentina, 2005) y que a más de cinco años de su publicación comienza a llamar la atención en México a raíz del otorgamiento a su autora del Premio García Márquez, gracias a su crónica “El rastro en los huesos”, publicado en la revista Gatopardo, y donde describe el admirable trabajo emprendido por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) desde 1984 para localizar entre los restos de la masacre producida por la dictadura militar de la década de los 70 en la Argentina, a aquellos cuyo rastro parecía haber desaparecido de la faz de la tierra: “El trabajo que hace esta gente es increíble desde muchos puntos de vista: por poner toda una batería científica al servicio de devolver un nombre y unos huesos a un familiar que nunca supo dónde estaba el cuerpo de su muerto, y porque han seguido juntos desde el 83, cuando sus integrantes que eran unos niños de 20, 21 años ”, explica Leila para el portal Noticias Urbanas de Buenos Aires. Leila recibió este galardón internacional el pasado 21 de septiembre de 2010, en Monterrey, Nuevo León, México, sede de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Refiriéndose al citado reportaje, Leila ha señalado para El Clarín: “Yo traté de volverme invisible y ese es el momento en que empiezan a pasar las cosas. Sos una especie de perchero.” El escritor mexicano Juan Villoro la define como “el ornitorrinco de la prosa”, un animal cuyo equilibrio biológico depende de no ser como los otros animales que podría ser.
Y si bien Leila es una periodista muy prestigiada en su país, la concesión de este premio permite a los lectores mexicanos acercarnos a su extraordinario trabajo que, en efecto, encaja en ese nuevo híbrido entre periodismo y literatura del que el polaco Ryszard Kapuscinski hizo toda una escuela, si bien ella señala como principal influencia al periodista –y novelista- argentino Martín Caparrós . “Yo veo el periodismo como una forma de arte, de ninguna manera una escritura de bajo voltaje o pensar “si hago periodismo me darán permiso de hacer literatura”, yo no lo veo así. De chica me encantaba escribir cuentos, pero posteriormente nunca he querido hacer otra cosa. Me encanta esta materia, ni siquiera he sentido la tentación de escribir otra cosa que no sean reales. La realidad ofrece todas las explicaciones necesarias para que uno pueda construir historias fantásticas.”, me confiesa.
El cronista, definitivamente, no puede tomarse la libertad de inventar las cosas porque sienta que con ello redondeará su historia, “Eso se llama ficción y no periodismo”, señala, tajante. El cronista no puede darse el lujo siquiera de adornar el relato con cosas que no estaban allí. Los hechos deben ser respetados hasta donde la subjetividad del periodista lo permita, y puede ser muy difícil pues “la mirada siempre será subjetiva. Entonces, hay que recurrir a la honestidad…ser tan honesto como sea posible”.
Como bien señala el título de uno de los libros del propio Kapuscinsky, el oficio periodístico no es para cínicos, y Leila no se pudo permanecer impertérrita después de recibir un correo electrónico de una ONG donde se anunciaba la implementación de un Plan de Jóvenes Negociadores, desarrollado en Harvard para ayudar a resolver conflictos sin violencia en el interior de la provincia de Buenos Aires, puntualizando que Las Heras, en particular, era un pueblo con una violencia social de altísimo grado, así como alarmantes cifras de desempleo y también de violencia intrafamiliar e, incluso, entre alumnos y profesores…además venían suscitándose en esa ciudad una ola de suicidios de jóvenes en la que, hasta el momento, se contabilizaban 22 en breves y sospechosos intervalos. Leila no pudo permanecer indiferente ante aquella situación tan terrorífica como -¿por qué no decirlo?- fascinante con cualquiera con olfato literario y periodístico:
“Hay como tres localidades de la Argentina que se llaman las Heras –explica la autora- Una cerca de Buenos Aires y otra en Mendoza. Tuve que buscar en un mapa y me di cuenta de que quedaba un poco lejos. El mail también hacía referencia a una gran presencia de iglesias de distintos cultos y muchísimos prostíbulos: típico lugar petrolero. Esta ciudad había sido bastante próspera antes de la llegada del petróleo. La Patagonia es un lugar tradicionalmente ganadero, pero con lo del petróleo la gente se olvidó de las ovejas y se dedicó a hacer pozos de petróleo. Fue como la maldición de la riqueza. Cuando se privatizó la empresa IPF, que fue comprada por REPSOL, se despidió en todo el país a unas 50,000 personas, entonces las ciudades que vivían del petróleo quedaron muy perjudicadas porque no existía un plan B . Y Las Heras fue uno de esos lugares.”
Leila pensó entonces en realizar un reportaje para la revista en la que colaboraba por entonces, Rolling Stone, Argentina…y justo entonces llegó la terrible crisis del 2001, y todos los medios, incluyendo Rolling Stone, recortaron sus gastos y por supuesto no iban a mandar a una persona en avión a la Patagonia. “Pero creí en la historia- continúa la periodista- y decidí investigarla por mi cuenta. Me esperé al 2002, a que la situación se hubiera equilibrado un poquito. Marché a este pueblito tres o cuatro días. Lo primero que hice fue fotocopiar la guía telefónica de que era de tres o cuatro páginas, y empecé a llamar por orden alfabético para explicar lo que pretendía hacer. Intentaba llegar a las familias a los chicos suicidas y en la tercer llamada que hice localicé al hermano de la primera chica que se había matado y se portó muy generoso. Ese primer viaje lo emprendí en el 2002. Llevaba grabadora y cámara. Algunos no quisieron hablar, pero como necesitaba reconstruir todas las historias, si los familiares no accedían a colaborar recurría a amigos de los suicidas. Creo que cuando uno está haciendo un trabajo serio, la gente lo nota, además había una avidez por parte de la gente de hablar porque nunca nadie había ido a escucharlos ni a preguntarles.”
El último suicidio se suscitó el 31 de diciembre de 1999, el último día del siglo. Leila llegó a aquel pueblo sin servicio de internet ni televisión en el 2002, “(…) en Las Heras no hay librerías y para comprar Borges o un auténtico Coelho hay que viajar a Caleta o Comodoro” (p. 201). El clima de la Patagonia es muy hostil. “La gente, dice Leila, es muy de puertas adentro, y eso forma caracteres un tanto hoscos. Pasa lo mismo en la alta montaña en Canadá. Había por parte de la gente una cerrrazón a hablar…el solo hecho de mencionar un psicólogo generaba un prejuicio porque la gente pensaba que insinuabas que estaban locos… había una cosa como desmembrada. Lo curioso es que para reconstruir la historia solo tenía una lista de chicos que no la tenían ni la policía ni los hospitales. No se registran los suicidios como tales, sino como meras descripciones del deceso: asfixia, arma de fuego, etcétera.”
Las Heras es el anti Macondo por antonomasia. Lo más parecido que pueda uno imaginar al purgatorio en la tierra, donde el sentimiento predominante, según se advierte en el discurso de las personas entrevistadas por Leila –que entrevistó desde respetables comerciantes hasta prostitutas “con el culo al aire”- es la indolencia. Aún los que cargan en la espalda el tremendo sufrimiento del inexplicable suicidio de un hijo cuya conducta era perfectamente “normal”, se encogen de hombros cuando mencionan otros sucesos sangrientos del pueblo… o incluso su propio dolor. Es como si nadie existiera para otros, ni siquiera para ellos mismos. Hay casos excepcionales de amistades entrañables, pero los suicidas parecen elegir un día particularmente importante en la vida de ese amigo especial para llevar a cabo su plan; plan, por cierto, que ese gran amigo no imaginaba siquiera, aunque el libro registra un caso de un chico que intentó desesperadamente impedir el suicidio de su mejor amigo, sin conseguirlo.
Los suicidas del fin del mundo no manifiestan los síntomas prototípicos de los suicidas potenciales…o al menos nadie a su alrededor ha sabido detectarlo, quizá a causa de esa indolencia que aplasta los ánimos. “Pueblo chico, infierno grande”, lema que creemos muy mexicano y sin embargo es referido por uno de los entrevistados. Pero aquí el infierno pareciera no tener deseos de nada, ni siquiera de criticar a las señoritas de la vida galante, a los gays o a las madres solteras –increíblemente precoces en este pueblo- que en cualquier otro lugar de características similares serían la comidilla distractora, y aquí, sin embargo, una vez pasada la novedad, pasan a convertirse en parte del desolado paisaje. Y por debajo de esta ausencia de curiosidad, de vida, tan soterradamente como los últimos reductos de petróleo, acontecen crímenes para pararle los pelos de punta a cualquiera, y que hacen posible el único pasquín que se edita en la diminuta ciudad, “La Ciudad”:
(…)En Las Heras todas las semanas había noticias de bebés destrozados y niñas desvirgadas hasta la muerte y la revista La Ciudad contaba esas cosas: las cosas que pasan. Pero nadie contaba lo que había dejado de pasar: los chicos y las chicas traídos de regreso con las venas rotas, enhebrados a sus pequeñas horas y sus modestos días después de un paso breve por la boca tiesa –inolvidable-de una horca.” (p. 184).
Leila Guerriero se propuso desvelar o cuando menos sacar alguna conclusión coherente de los suicidios en masa que, al cabo de unos años, empezaron a suscitarse también entre treintañeros e incluso ancianos, aunque nunca con la alarmante frecuencia con la que morían, uno tras otros, chicos de ambos sexos entre 15 y 20 años. La versión predominante fue la injerencia de las sectas religiosas en estas muertes y la existencia de una lista con los nombres de quienes habrían de matarse, así como el orden cronológico en que lo harían. El hecho de que el último suicidio haya tenido lugar el 31 de diciembre de 1999 podría avalar, al menos, la legitimidad de dicha hipótesis. Resulta muy significativo, asimismo, que el último suicida, Juan Gutiérrez, el que eligió el último día del siglo para colgarse, era hijo de una fanática religiosa, una Testigo de Jehová que creía a ciegas en una “recompensa” que no podía ser otra que la resurrección de su hijo.
Especialistas interesados en el caso, cuyas voces también fueron consignadas por Laila, atribuyen los suicidios en masa al medio ambiente –“la agresión natural del paisaje y la soledad histórica”-y a la carencia de sentido que implica vivir dejados de la mano de Dios: “ (…) Hay un vacío, un dolor, y no hay sentido. Las personas que viven en un lugar como Las Heras están desprovistas de sentido. No hay un sentido de pertenencia. La gente no es de ahí, de esa tierra. Muchos vienen de otros sitios, y se habla del síndrome de la valija: la valija lista detrás de la puerta, para irse.” (p. 165).
Pero Los suicidas del fin del mundo no es solo una estremecedora crónica sobre la realidad de un pueblo que mata a sus jóvenes, cuando no los aplasta y los asfixia al despojarlos de futuro, y que, estoy segura, tendrá sus réplicas en muchas otras regiones de Latinoamérica, particularmente México. Nos permite, además, acompañar a la periodista en su aventura, que puede llegar a ser peligrosa, aunque ella misma reconoce haber corrido muchos más riesgos en su vida privada que como periodista, metiéndose en lugares donde no debía por curiosidad pura. “La he pasado mal, como en Las Heras…pero nada comparado con las cosas que han pasado acá o en Colombia. Lo mío es muy de salón. Aunque tampoco creo que uno se recibe de periodista cuando está en riesgo, como Tom Wolfe, por ejemplo.”
Leila Guerriero inició su carrera periodística en 1991, en la revista Página/30. Desde 1996 es redactora de la Revista del Diario La Nación. Entre las publicaciones internacionales en las que ha colaborado se cuentan Lateral, Letras libres, El País (Montevideo) y la revista del diario El Universal (México). Participó junto con otras escritoras y periodistas argentinas en el libro Mujeres argentinas (Alfaguara, 1998).
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