El misterio del perfume

Nunca he visto nada más solitario que tener una idea original y nueva. No hay apoyo de nadie y uno apenas cree en si mismo….
C.L
Gonzalo Celorio me compartió una anécdota que, de entrada, me maravilló: el autor favorito de Juan Rulfo, según le confió el propio autor de Pedro Paramo a su entonces joven discípulo Celorio, no era, como se ha dicho hasta la saciedad, William Faulkner. Se trataba de una autora: Clarice Lispector, la brasileña. El dato me sacó de balance ante el machismo imperante dentro del llamado Boom Latinoamericano que nunca reconoció oficialmente a una sola mujer como parte del mismo… aunque en el fondo no debiera sorprenderme tanto dados los temperamentos afines entre estos dos escritores silenciosos, enigmáticos, auto eclipsados. “No soy del dominio público”, escribiría tajante esta autora, en apariencia, mucho más prolífica que Rulfo, aunque, como en el caso de este, forjadora de una obra a la que caracteriza una blindada intimidad que el lector más curioso no se atrevería a profanar…como si el misterio que nimbara la figura de Clarice fuera inherente a su escritura, cosa que ella confirma en sus crónicas periodísticas reunidas en Revelación de un mundo, donde casi nunca se refiere a sí misma como escritora; en todo caso como si la actividad literaria fuera secundaria –o complementaria- a otros terrenos de su vida como la maternidad, su vida doméstica y, principalmente, su fuerte conciencia social que la llevó a denunciar innumerables injusticias cometidas por el gobierno brasileño contra los ancianos, las mujeres y los estudiantes. Algunas de sus reflexiones de tipo social son absolutamente brillantes, escandalosamente francas (sí, ella que procuraba pasar inadvertida) y, por supuesto, polémicas: “(…) el problema de la prostitución es obviamente de orden social. Pero, detrás de él, también, hay otro profundo: es que muchos hombres prefieren pagar, precisamente para no tener afecto ni sentimiento, precisamente para humillar y ser humillados. Huirle al amor es un hecho. Se paga para huir. Hasta el hombre casado quiere, a veces, sostener la casa para transformar a la esposa en objeto de pago.” (Revelación de un mundo, Buenos Aires, Segunda Edición, 2002, p. 77) Mujer secreta, más que discreta, que sin embargo reveló el más poderoso secreto de una mujer seductora: la marca de su perfume, el Scandal de Lanvín que se pasaba por los rubios cabellos. El secreto es algo construido a conciencia y ofrendar pedacitos del mismo forma parte de su cultivo. Una fortificación del propio corazón hecha ladrillo a ladrillo, lágrima a lágrima. La discreción es una virtud casi nata, apreciada apenas por quienes tienen un conocimiento profundo de aquel que la practica.
Clarice Lispector se tituló como abogada de la Facultad de Derecho de la Universidad de Río de Janeiro en 1939, de la que sentía orgullosa, hasta que se empezaron a realizar prácticas que ella consideró discriminatorias, como aplicar un difícil examen de admisión a todos los aspirantes. Un momento que no olvida es el de un grupo considerable de jóvenes de ambos sexos abrazándose entre sí –aunque no se conocían- ante la desgracia de no ver sus nombres en las listas de “agraciados”, y ella misma uniéndose a la repartición de abrazos de mutuo consuelo para luego escribir una furibunda diatriba sobre lo que consideró una canallada. Clarice ejerció por muy poco tiempo su carrera. La abandonó al casarse con el diplomático Maury Gurgel Valente (al que nunca menciona por su nombre en sus crónicas), a quien conoció en la misma facultad, para dedicarse al hogar. Hay quienes afirman que lo hizo porque invariablemente salía llorando de sus entrevistas en prisión con las pobres mujeres a quienes defendía de tremendas injusticias. Clarice publicó su primera novela, Cerca del corazón salvaje, que había empezado a escribir a los diecinueve años, contando veintiuno, universitaria aún y poco antes de casarse. No hay indicios de que su esposo se haya opuesto al libre ejercicio de su escritura, lo cual no significa que haya sido miel sobre hojuelas pues en medio de una estancia europea, en 1959, Clarice rompió con él para regresar a Río donde buscó independizarse a través del periodismo. Al año siguiente publicaría su primer libro de relatos con relativo éxito, Lazos de familia, pero sería hasta 1963 que publicaría la novela destinada a convertirse en su obra maestra, La pasión según G.H, que, se cuenta, escribió en un rapto de lo que pudiera llamarse “inspiración”
Curiosamente, aunque habla poco de sí misma en sus crónicas conocemos lo más íntimo de una mujer: su tierna relación con sus dos hijos varones, su tendencia a besarlos cuarenta veces a cada uno como buena madre de origen ruso. Episodios dolorosos de su adolescencia que dieron lugar a relatos como “Felicidad clandestina” (que es también el título de su tercer libro de cuento, publicado en 1971), la escritora brasileña Clarice Lispector plantea una circunstancia que pudiera interpretarse como una alegoría del despertar sexual de una adolescente, uno de los temas más recurrentes –y más infortunados para las personajes-en su narrativa. Si nos atenemos a una anécdota casi idéntica que aparece en su compilación de crónicas periodísticas, Revelación de un mundo (Adriana Hidalgo Editores, Buenos Aires, 2005, 2da Edición) y al hecho de que la protagonista posee las mismas características físicas de la autora -alta, delgada y rubia- pudiéramos suponer que se trata de los pocos relatos autobiográficos de una mujer que hizo de la palabra misterio su premisa literaria y acaso vital. La protagonista de “Felicidad clandestina”, tiene una amiga envidiosa cuya única gracia consiste en ser hija del dueño de una librería. Esta chica sin nombre mantiene en vilo a la jovencita rubia con la falsa promesa de prestarle, ¡algún día!, un libro titulado El reinado de naricita, de Monteiro Lobato, autor brasileño para niños y uno de los favoritos de Clarice, junto con Dovstoievsky y Hesse. Tras someterse a una cadena de humillaciones a manos de la hija gorda del librero, la protagonista es rescatada por la madre de la malvada que termina prestándole indefinidamente –esto es: regalándole- el libro en discordia. La frase final, como toda frase que cierre un relato de Clarice, arranca al lector algo más que el aliento: “Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante.”
Clarice Lispector, cuya enigmática mirada encierra la semi sonrisa de la Gioconda, es la más brasileña de los escritores brasileños no obstante haber nacido en Chechelnyk, Ucrania, el 20 de diciembre de 1920, y pertenecer a una ortodoxa familia judeo rusa con la emigró a Recife, Pernabumco, contando la futura escritora solo dos años. A los catorce, tras la muerte de su madre que la dejó dolorosamente tocada, Clarice y su padre emigraron a Río de Janeiro y la lectura se convirtió en su refugio a una pérdida que nunca consiguió superar.
En alguna de sus crónicas –“Restos de carnaval”-, incluida también en Revelación… narra su infortunado debut en el tradicional carnaval donde le ilusionaba vestir su disfraz de rosa y estrenar un lanzaperfume y arrojar confeti por tres días consecutivos, con tan mala suerte que su madre, convaleciente por el momento, empeoró y ella tuvo que correr a comprarla la medicina, arruinándose en el ínter, y los estrujones de la multitud que danzaba en las calles, el delicado disfraz de papel, “(…) en medio de las preocupaciones por mi madre enferma, nadie en casa tenía cabeza para el Carnaval de una niña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que enrulara mis cabellos lacios que me disgustaban tanto y tenía entonces la coquetería de ser dueña de cabellos ondulados al menos durante tres días al año. En estos tres días, además, mi hermana accedía a mi intenso sueño de ser una muchacha – casi no podía esperarse por la salida de una infancia vulnerable-y me pintaba la boca con rouge bien fuerte, pasándome también rubor por las mejillas. Entonces me sentía linda y femenina, y escapaba de la infancia.” (p. 62-63).
La mayoría de los personajes de Clarice Lispector, sin embargo, son exactamente lo opuesta a ella, que pertenecía a una clase, digamos, algo más que pudiente; madre de dos niños inteligentísimos, ama de casa que no tenía reparos en emplear como sirvientas lo mismo a muchachitas a semi salvajes, que a señoras humildes de pomposo vocabulario que insistían en leer sus libros. La más exacta antítesis de Clarice, sea, probablemente, la conmovedora “Macabea”, protagonista de la novela publicada casi post mortem en 1977 La hora de la estrella (hecha película en 1985, dirigida por Suzana Amaral y actuada espléndidamente por Marcélia Cartaxio), una muchachita feúcha, tonta y analfabeta, de dudosos hábitos higiene. Clarice, nos dice su devota secretaria Olga Borelli, no salía de su casa sin estar perfectamente acicalada, “el rímel negro, colocado con sutileza, aumentaba la oblicuidad y hacía resaltar el verde marítimo de sus ojos”, aunque la propia Clarice, en inusitado acto de generosidad para con sus lectoras –y algún lector curioso de los rituales de tocador de las damas- eleva sus propios secretos de belleza a rango de género literario. Cuando Clarice empezó a colaborar con el Jornal do Brasil, donde se publicaron aquellas crónicas, corría el año 1967 y ella acababa de sufrir el célebre accidente cuando, tras quedarse dormida con un cigarrillo encendido provoca un incendio que devora gran parte de sus libros, lesiona su mano derecha –que corre el riesgo de sufrir una amputación- y la fuerza a someterse a una serie de injertos de piel en una porción de su cuerpo, incluido el rostro. Esto debió resultarle devastador, aunque el hecho se mencione como un incidente doméstico en alguno de sus escritos.
Durante siete años, Clarice hizo las delicias de lectores y lectoras que la abrumaban con cartas casi siempre amorosas, hasta que un día, tras siete años de ininterrumpido trajinar en dicho diario –de 1967 a 1973- sin decir agua viene, su última colaboración le fue devuelta con una escueta carta donde se le despedía sin explicación. Para entonces ya Clarice había trascendido las fronteras de América Latina y era la autora, entre otras, de una novela entrañable que tuvo enorme éxito en su país, La pasión según G.H. Le gustaba departir con sus amigos, que eran pocos pero muy selectos –muy presentes todos en sus amorosas crónicas- pero rehuía casi con espanto a la vida social y a la celebridad: “(…) Estoy feliz de pertenecer a la literatura brasileña por motivos que nada tienen que ver con la literatura, pues ni siquiera soy una literata o una intelectual. Feliz solo de “ser parte”.
La pasión según GH es una novela sencilla en apariencia que sin embargo parece haber sido escrita por alguien versado en la reflexión del mundo y en un dolor de vivir tan hondo que despierta una violeta curiosidad por la muerte. La protagonista es un artista plástica, escultora al parecer, que llega al que parece ser un departamento de su propiedad abandonado durante mucho tiempo y su inesperado encuentro con una cucaracha desata una profunda indagación en su propia naturaleza. Inevitables las reminiscencias kafkianas. La compenetración de la narradora con aquel insecto al que llega a mirar a los ojos y con el que establece una peculiar intimidad, induce a preguntarse si asistiremos a otra metamorfosis literaria…y en efecto: la mujer no vuelve a ser la misma después de compartir su soledad con un insecto al que ha intentado matar y opta por dejar agonizante, como para conservar al último escucha que le queda. El insecto representa algo más que un estado de ánimo o un objeto de curiosidad artística: es una nueva forma de comprender y asumir el dolor y la soledad: “(…) Todo caso de locura es que algo ha regresado. Los posesos, a ellos no les posee lo que llega, sino lo que regresa.” (Muchnik Editores, Barcelona, 2001, traducción de Alberto Villalba Rodríguez, p. 63) Contrario a Clarice, esta mujer tan atormentada como sosegada es una artista realizada, sola, que acarrea la cicatriz de un aborto como Clarice la de una cesárea, y, sobretodo, el sabor de la sal de las lágrimas de un amante. La abrumadora soledad de GH poco tendría que ver con la casa por donde entraban y salían sirvientas, amigos suyos y de sus hijos, lectoras que acudían a obsequiarle a Clarice pasteles y suéteres tejidos exclusivamente para ella, etcétera. Y sin embargo la soledad interna de la autora pareciera reproducir la desolación de G.H. Su matrimonio con el diplomático, sin embargo, le permitió viajar y escribir páginas brillantes acerca de esos viajes. Su hijo menor, Paulo, nació en Berna, Suiza.
Clarice, pues, centró su interés en las mujeres que nada tenían, ni siquiera la ilusión de comprarse un labial; vamos: si no tenían ni para una dentadura postiza; las que padecían la marginación social en mayor o menor grado –y ya sabemos que el catalogo de razones para marginar a una mujer es inabarcable-, y a través de esas personajes estableció una visión crítica del mundo al que pertenecía, esforzándose en sonreír dentro y fuera de sus muchas veces dolorosas líneas, o en medio de cenas diplomáticas. Probablemente haya sido la primera escritora latinoamericana que cobró conciencia del discurso misógino de sus contemporáneos y se dispuso a contrarrestarlo sin alharacas, con la sutileza del rasguño accidental, del “usted perdone”, lo que obliga a establecer comparaciones entre ella y otra subversiva poco aspaventosa pero algo más incisiva: Virginia Woolf. “Más que una influencia-nos dice Rosario Castellanos –(son) perspectivas comunes e instrumentos de trabajo semejantes”. En una tradición inequívocamente woolfiana, Clarice fue capaz de elevar a rango de heroína a una señora acarreando una bolsa de huevos rotos: Ana, la protagonista de “Amor”, cuento incluido en Lazos de familia (1960), que Erico Verissimo saludó como “la más importante colección de historias publicada en la era posmachadiana”:

Abrió la pierta de su casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban de limpios, los vidrios de la ventana brillaban, la lámpara brillaba. ¿Qué nueva tierra era ésta? Y por un instante la vida sana que hasta entonces había llevado le pareció una manera moralmente loca de vivir.

Y si bien afirma saber poco del oficio de escritora –y su tono no insinúa que se trate de una pose, sino de algo asumido al pie de la letra; o quizá porque asocia dicho oficio con una nutrida vida social que ella ha descartado sin más- y hacerlo solo como un impulso vital, uno de sus últimos libros, Un soplo de vida, iniciado en 1974 y concluido en 1977, muy poco antes de su muerte, expone con admirable nitidez la vivencia de un escritor cuando se encuentra en el momento álgido de la cohabitación con sus personajes, en este caso, con un único personaje sin historia, una mujer llamada Angelan Pelegrini. El dilema del escritor me recuerda a El libro vacío, de la mexicana Josefina Vicens –que también tenía muchos puntos coincidentes con Rulfo-en cuanto a que se trata de un escritor varón- que contrario al de Vicens parece tener claro que lo es –va exponiendo trozos de su vida; de una esposa que “no vale para conversar”, por lo que a diario toma notas que en realidad son preguntas y respuestas formuladas a sí mismo. Su lucha, contrario al José García de Vicens, no es contra la ausencia de tema, sino contra un personaje del todo incomprensible –pero fascinante –no solo por ser del sexo opuesto, sino por ostentar una libertad de la que él no goza. Ángela se ha apropiado virtualmente de sus noches y sus días y él busca desesperadamente la reconstrucción de la historia de esa hermosa mujer acompañada por un perro. Por algún motivo, me parece ver a Clarice en ambos personajes, como en una especie de desdoblamiento; tanto en el escritor agobiado como en la inasible personaje que termina por obsesionarlo, incluso, eróticamente.
Dice el escritor –algo que nunca explicita la propia Clarice, a la que nunca percibimos como marginal pero sí como alguien que ejerce una vocación contra la, al mismo tiempo, lucha para que no se apropie de su existencia-: “(…) Sólo yo, a pesar de mi mujer y de mis hijos, soy marginado, marginado porque escribo. Porque en vez de seguir una carrera ya abierta me interné por un atajo.” (Siruela, traducción de Mario Merlino, España, 2003, 3er edición, p. 30). Por su parte, Ángela, el personaje surgido del soplo desesperado del escritor, y por completo ajena a la presencia de este (del mismo modo que nosotros somos ajenos a nuestro creador, en el que Clarice se manifiesta una firme creyente) habla desde su perspectiva de personaje literario, de la sensación de ser susceptible a evaporarse; que de ese vivir dosificadamente, que sin duda resulta muy verosímil si nos introducimos en un personaje literario que no sabe que lo es y, sin embargo, los sospecha…como cualquiera de nosotros. Por lo que su discurso podría muy bien aplicarse a un ser de carne y hueso que es finalmente la jerarquía que alcanza el personaje literario una vez formado: “Cuando me miro de fuera hacia dentro, soy una corteza de árbol y no el árbol. Yo no sentía placer. Después de recuperar mi contacto conmigo me fecundé y el resultado fue el nacimiento alborotado de un placer en todo diferente a lo que llaman placer. “ (p. 46 y 47).
Alfaguara reunió en un solo tomo sus seis volúmenes de cuentos que incluyen las mejores traducciones al portugués: las de Cristina Peri Rossi, Juan García Gayo y Marcelo Cohen. Tener entre las manos la obra total de Clarice es algo así como un banquete bizarro al que están invitadas las gallinas que simbolizan el destino de las mujeres sumisas (experiencia también autobiográfica y traumática de la infancia de Clarice, según se lee en Revelaciones…); tríos sexuales donde de pronto alguno sale sobrando y solteronas inglesas que hacer el amor con extraterrestres y terminan prostituyéndose en Picadilly Circus. Clarice recurre a la parodia de la pasividad femenina en sus primeros escritos para, en los últimos, incursionar en el discurso juguetonamente reivindicador de los estereotipos. Nos dice Miguel Cossío, en el prólogo de la antología: “(hay) una ruptura general con las convenciones sociales, un corte con las formas aceptadas de las relaciones amorosas y sexuales; con la técnica narrativa (ahora más apegada a la concisión periodística) y la compartimentación de los géneros, en una interesante evolución hacia el plano fantástico.”
Clarice murió de cáncer ovárico en Río de Janeiro, el 9 de diciembre de 1977, a los 56 años y al poco de publicar la que sería su última novela (y mi favorita), La hora de la estrella, tomada de la mano de su inseparable Olga, cuando previamente sobrevivió a un incendio (que ella misma relata en sus crónicas) que consumió gran parte de sus libros y quemó su mano derecha. Pero Clarice, la que vertió a raudales los pensamientos que se leen en sus ojos enigmáticos, no dejó de escribir bajo ninguna circunstancia.

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