La canción incómoda




…pienso que en la medida en que la gente se encuentra frente a lo incomprensible está más cerca de una posible comprensión.
Eugene Ionesco
No ha habido Nóbel de Literatura menos celebrado ni menos comentado –con seriedad, al menos- que el otorgado este 2009 a la autora de origen suabo, nacida en Rumania, Herta Muller. Fuera del inicial desconcierto –al parecer ningún lector no experto en literatura alemana la tenía incluida en su particular terna de candidatos; el año anterior el nombre de Le Clezio, desconocido para muchos, fue sugerido en un par de ocasiones-concluí que la culpa era mía, o de los críticos que se aprestaron a afilar sus garras para justificar su desconocimiento de esta autora, heredera espiritual de Ingeborg Bachmann –aunque ella afirme considerarse más rumana que alemana-, suponiendo que el simple hecho de no ser conocida por ellos no la hacía digna de tal distinción. Además, según lo señala la propia Herta, ya en años anteriores le sugirieron la posibilidad de resultar galardonada, a lo que ella respondió: “No lo creo, siempre se lo menciona a uno, pero este año no lo harán”.

El tibio rechazo de quienes sí la conocían, por otro lado, puede deberse, como en el caso de Elfriede Jelinek, cuya designación produjo revuelo y enojo, a que Herta escribe sobre lo que todos preferirían ignorar… u olvidar, en el caso de los implicados. Pero mientras Jelinek pone el dedo en la llaga a través de un lenguaje que se flagela a sí mismo, Herta nos recuerda más a la poeta Wislawa Szymborska, pues aunque lo suyo sea la prosa, Herta ha elaborado toda una poética del terror, del asco, de la incertidumbre, de la miseria, de la impotencia… en fin, todo aquello que caracteriza a las dictaduras… y la de Nicolae Ceausescu se cuenta entre las más cruentas de las que se tengan memoria. Se lee en La piel del zorro: “El mechón en la frente brilla. Y observa el país todos los días. El espacio reservado al dictador en el periódico cada día es tan grande como la mitad de la mesa. Bajo el mechón en la frente, la cara es como las dos manos de Adina cuando las junta apoyadas sobre la frente, fija la mirada en el vacío y vuelve a tragarse el propio aliento.” (Plaza & Janés, Ave Fénix, Serie Mayor, traducción de Juan José del Solar, Barcelona, 1996, p. 27). Herta, además, pertenece a la misma minoría emblemática que escritores como el mismísimo Paul Celan y Oskar Pastior.
El mundo descrito por Herta –porque su mundo literario es uno: la Rumania bajo el régimen de Ceausescu- es uno donde la gente cría gansos en vez de gallinas porque los graznidos de estos opacan el de los balazos por la noche; un mundo cuyos habitantes contemplan con hambre el horizonte más allá del Danubio, ese que desemboca en los orígenes mismos de la propia Herta –la Selva Negra Alemana- preguntándose más de dos veces al día qué vale más la pena, seguir viviendo muertos o atreverse a cruzar y morir en el intento, que es lo más seguro. Como Herta niña, que veía pasar los trenes que nunca harían parada en ese pequeño pueblo que ni siquiera amerita un nombre como quien ve alejarse un sueño:


Y me quedaba de pie junto al tren trepidante y miraba sus ruedas, y tenía la sensación de que ese tren salía de mi garganta y no le importaba destrozarme las vísceras y dejarme morir. Él lleva a sus mujeres bonitas a la ciudad, y yo me moriré aquí, junto a un montón de estiércol de caballo sobre el cual zumban las moscas.
Me fui a buscar algún lugar con hierba y sin guijarros. Quería caer de espaldas para no rasguñarme la cara. Quería enfriarme en la sombra y ser una muerta hermosa. (En tierras bajas, Siruela, traducción de Juan José del Solar, Barcelona, 1990, p. 97).


Y si bien la vigilancia constituye la bota agigantada del dictador, constituida por policías que pudieran estar esperando que salgas de tu casa para invadirla como si tal cosa –no era raro retornar tras la jornada de trabajo y encontrarte colillas de cigarro flotando en el excusado, el refrigerador prácticamente saqueado-los habitantes parecen haberse amoldado a la bota como figuritas de arcilla. Ellos no comen: distraen el hambre con pipas de girasol y fruta al borde de la putrefacción. Café Jacobs,margarina, Nutella, chocolate Alpenmilch… lujos a los que pocos pueden aspirar. Las mujeres parecen –o están- forzadas a ejercer una prostitución soterrada, no obstante la exagerada modestia rayana en la mojigatería con que visten las suabas y la mano dura con que las niñas son castigadas por los curas que golpean sus manos con una regla hasta dejárselas medio muertas, “Las mujeres flotan macilentas en sus largos jubones por las calles del pueblo”. Las obreras creen que ceder a la lujuria del gerente de la fábrica –otro representante terrenal del Gran Padre-, especie de Pedro Páramo que ha poblado aquel lugar con réplicas suyas que más tarde ocuparan el lugar de sus madres ante las máquinas, forma parte de sus obligaciones. Las mujeres, nos dice Herta, hablaban en susurros, ocultas tras sus pañuelos, mimetizándose, “De tanto susurrar la voz se les ponía ronca como la de los hombres, y se les endurecía la cara.” (p. 53). Viven, pues, el imperio de la muerte sobre lo vivo del que hablaba Martin Buber, citado por el también rumano Ionesco.

Las verrugas son el distintivo de los moradores, desde los burócratas de pajarita hasta la viejecita que emplea un bastón “con truco” para hurgar con mayor efectividad en la basura. Sin embargo, en quienes se hacen más evidentes es en los niños, a quienes les basta compartir el lápiz- algo a menudo necesario- o tomar el borrador de la maestra para transmitírselas como una maldición. El gran acontecimiento consiste en mudar de dientes, aunque no todos sean lo bastante afortunados para obtener unos nuevos, lo que pudiera explicar la obsesiva alusión a los “dientes de oro” que portan militares y burócratas. En aquella región, los niños también invocan al ratón de los dientes, pero en vez de juguetes ruegan por un diente que sustituya al que se ha caído… pero la ausencia de calcio vuelve ardua la labor de los mágicos roedores: “T sólo cuando el diente se ha perdido entre la hierba, en algún punto indeterminado, ellos vuelven la mirada y llaman infancia a todo aquello” (La piel del zorro, p. 52)


Este es el mundo que le tocó vivir a Herta, la niña que tenía prohibido pintarse los labios y hoy fuma con una boquilla color nácar y se atavía con un abrigo de piel de conejo. Mundo de niña abofeteada a la menor provocación; hija de un militar alemán que sirvió durante la Segunda Guerra Mundial en las Waffen-SS y de una mujer deportada a la Unión Soviética en 1945, antes de conocer al que sería su esposo, donde, como el escritor Oskar Pastior, pasó cinco años en un campo de trabajo de Ucrania. Nacida el 17 de agosto de 1953, lo que hace de ella uno de los escritores más jóvenes distinguidos con el Nóbel, estudió Filología germánica y rumana en la Universidad del Oeste de Timisoara entre 1973 y 1976. Fue parte del Aktionsgruppe Banat, tertulia de escritores idealistas rumano-alemanes. Durante dos años (1977-79) se desempeñó como traductora técnica en una fábrica de maquinaria, de la que fue despedida por negarse a colaborar con la policía secreta del régimen comunista. Consiguió subsistir como maestra de una guardería –como la Adina de La piel del zorro, o Amalie, en El hombre es un gran faisán en el mundo-; vigilada y cercada de manera permanente por los mismos con quienes se negó a colaborar, llegando a ser interrogada más de cincuenta veces… y leyendo sus novelas es fácil concluir que no se conformaron con hacerle preguntas. Con todo y esto, consiguió publicar en Rumania su primer libro, una colección de cuentos titulada Niederungen (En tierras bajas), en 1982, aunque en una versión censurada. En Alemania se publicó intacta. Dos años más tarde publicó un libro todavía más crítico, Druckneder tango, no lo bastante espulgado al parecer, pues el dictador le prohibió volver a publicar en su país, mientras que en Alemania y Austria su obra era objeto de elogios y premios, entre otros, el Ricarda Huch Preis en 1989 y el Kranichsteiner Literaturpreis en 1991. En 1987 logró huir hacia Alemania junto con su esposo, el también novelista Richard Wagner, fijando su residencia en Berlín. En 1997 abandonó el PEN Club a manera de protesta por la reunión de las asociaciones de Alemania del Este y del Oeste tras la caída del muro de Berlín y en 2008 redactó una extensa carta abierta a Horia-Roman-Patapievici, presidente del Instituto Cultural Rumano, contra la financiación de una escuela rumano-alemana donde trabajaban dos ex informadores de la Securitate a los que conocía muy bien.

Se la ve reflejada en Amelie, una de las protagonistas de El hombre es un gran faisán en el mundo (1986), una de sus primeras novelas, cuyo padre, Windisch, reprocha a menudo a su mujer que haya recurrido a la prostitución durante su estancia en Rusia, no obstante que, según se explica, las rumanas tienen que pasar por la cama de algún burócrata de medio pelo para concretar cualquier trámite, y en aquella Rumania cualquier trámite era cuestión de vida o de muerte. A Windisch le atormenta la idea de que Amelie, su única hija, quien es maestra, llegue a verse obligada alguna vez a cumplir algún “trámite”:


“El guardián nocturno le contó una vez a Windisch que el cura tiene una cama de hierro en la sacristía. En esa cama busca las partidas de bautismo con las mujeres. “Si todo va bien”, le dijo (a Windisch) el guardián nocturno, “busca cinco veces los partidos. Cuando hace su trabajo a conciencia, las busca diez veces. El policía, por su parte, pierde y traspapela hasta siete veces las solicitudes y los timbres fiscales en el caso de algunas familias y los busca con las mujeres que quieren emigrar sobre un colchón guardado en el almacén del correo.” (...) Y el guardián nocturno añadió riendo: “Tu mujer ya es demasiado vieja para él. A tu Kathi la dejará en paz. Pero ya le tocará el turno a tu hija. El cura hará de ella una católica y el policía, una apátrida. La cartera le deja la llave al policía cuando tiene faena en el almacén.” (El hombre es un gran faisán en el mundo, Siruela, traducción del alemán de Juan José del Soler, Libros del Tiempo, Ediciones Siruela, Barcelona, 3era edición, 2009, p.p 58 y 59).



Vergüenza. Parece mentira que predomine por encima del miedo, aunque la pequeña Herta siente su corazón palpitar de miedo aun en medio de la alegría, “(…) miedo de no poder seguir alegrándome, de miedo de que el miedo y la alegría sean la misma cosa” (En tierras bajas, p. 95). Pero en hombres y mujeres, ni héroes ni heroínas, la vergüenza se impone al miedo. Vergüenza no siempre soterrada. Tan intensa que a veces es necesario revestirla de cinismo, como Mara, la obrera, que exhibe la huella de los dientes de su jefe en un muslo…o la jactancia de otros ante los pequeños triunfos que representa haber burlado a algún policía o cura, conscientes de que un movimiento en falso equivale a muerte. El empleo que los rumanos dan a los periódicos que invariablemente exhiben en primera plana el rostro del “Padre de la Patria” y las cancioncillas burlonas que algún borracho se atreve a entonar ante los policías… porque la vergüenza a veces pesa como un fardo y algunos optan por morir para no sentirla más. Vergüenza infinita de fingir amor y respeto hacia el ser más odiado del mundo. Vergüenza que algunos creen congénita: el mero hecho de ser rumano –o suabo, el grado más ínfimo- y no gritar por eso; vergüenza apenas discernible del odio.
Pero Herta no escribe con odio. Tampoco con compasión. Uno de los aspectos más destacables de su escritura es que logra poner distancia entre ella y la persona que fue, más aun, entre ella y los personajes contaminados de maldad que formaron parte de su mundo y junto con los que experimentó el terror. Porque Herta, sin duda, debió sentir la mordida de Mara… o tener la impresión de ser un vestido flotante en el que se alojaban apenas unas cuantas costillas… o la necesidad imperiosa de pintarse los labios aunque el cura afirmara que los lipsticks están hechos con sangre de pulga y recibir una retahíla de bofetadas por sugerir que la imagen de la Virgen María tenía los labios pintados: ¿será por eso que en cada foto se la ve con labios impecablemente rojos, delineados en forma de cuernitos? Herta sabe lo que es ser despojada del último gramo de dignidad y que a nadie le importe. Los personajes parecen demasiado ensimismados en su pequeña sobrevivencia como para experimentar escrúpulos ante las tragedias ajenas. Torturan a los pequeños seres como ellos mismos pueden llegar a serlo como una forma de continuar una cadena que creen natural. No es sino hasta que surge la esperanza de derrocar al dictador, como en La piel del zorro, que los pobladores cobran dramática conciencia de que la vida no tiene por qué ser así: la muerte del egoísmo antecede a la vergonzante caída de Caecescu, quien corrió junto con su esposa suerte semejante a la de los gatitos recién nacidos del pueblo, que son sumergidos en agua hirviente en verano, y en agua helada en invierno.


Ciertamente, sin ese elemento poético tan característico de la bellísima prosa de Herta Müller, sus novelas serían anecdóticas; serían crónicas. Imposible negar que se trate de novelas y relatos costumbristas donde, sin embargo, la presencia del elemento supersticioso característico de la región que la vio nacer se convierte, por obra y magia de su palabra contundente, en terroríficos cuentos de hadas donde los árboles se comen a sus propias manzanas, haciéndolas gritar de dolor. Pero los detalles de las costumbres ancestrales de su pueblo no están allí, como parecen entender algunos, a manera de cuadro de costumbres o de souvenir o apunte cultural. Cada descripción está cargada de simbolismo, más aún: de sangre. Nada aquí es metafórico: es un sangrante trozo arrancado a la memoria. Lejos de ocultar la atrocidad tras palabras bellas, Herta destaca el espanto vivido con la belleza oculta de la verdad y que solo los poetas alcanzan a advertir: “¿Es un dictador clínicamente explicable? ¿Está en el cerebro, en el estómago, en el hígado o en el pulmón? Paul se tapó los oídos con sus uñas lustrosas, el dictador dormita en el corazón como en tus novelas, exclamó.” (La piel del zorro, p. 230)
En su más reciente novela, todavía no publicada en castellano, Atemschaukel, narra la historia de un adolescente llevado a un campo de reconstrucción en la Unión Soviética. Se trata de una recreación ficticia de la experiencia del poeta Oskar Pastior, junto al que Herta tenía planeado escribir sobre la real experiencia de este en dichos campos, pero la muerte sorprendió al escritor dejando a Herta sola en su misión –a la que, por otro lado, parece ya habituada- de narrar la verdad, solo la verdad y toda la verdad.


1 comentario:

Antoaneta dijo...

Muchas gracias por este articulo tan cuidadoso y bien documentado.