Gritos para bocas pequeñas

Jennifer Clement escribe a mano. En unas libretitas de aspecto endeble que consigue en Texas, muy prácticas, papel resistente. Las carga todo el tiempo, de a dos, de a tres, y al momento de este, nuestro breve encuentro, me confía que asiste eventualmente a la cárcel de mujeres de Santa Martha Acatitla. Lo más sorprendente, me dice, abriendo mucho sus ojos de un azul con destellos de diamante, es que ni en las más exclusivas fiestas de Nueva York ha visto mujeres más acicaladas: miradas que son tortura envuelta en magia; uñas que atrapan mariposas milimétricas… Jennifer aplica apenas un ramalazo de máscara en las largas y expresivas pestañas. Hasta la pizarra de la directora del reclusorio es un poema, asegura, y me muestra una de sus libretas en la que ha anotado una serie de estadísticas que, en efecto, suenan a poema tal cual las va leyendo.
Pero Jennifer no me dice qué hace en la cárcel, como tampoco revela el año de su nacimiento, ni el lugar preciso donde tuvo lugar. Soy mexicana, dice, nací en territorio estadounidense un 23 de abril de cualesquier año, pero recién nacida me habían traído ya. La cosa está terrible, me dice, pero por nada del mundo me voy en México, y me lo dice así, tiempo presente, sutilísimo acento británico. Británico porque, aunque hija de estadounidenses y mexicana por derecho propio, cursó sus estudios básicos en un colegio inglés, el Edron, y se casó con el descendiente de una familia que sigue siendo inglesa aunque lleven varias generaciones en México, “son la misma familia que trajo el fútbol a México, Percy C. Clifford y Robert J. Blackmore”, me explica: pero ya no estoy casada, eh. De cualquier manera, es madre de hijos que estudian también en el Edron y sienten mucha curiosidad por esas raíces inglesas que reposan en cierto cementerio de la avenida México Tacuba. De ahí que su madre escriba novela sobre ingleses-mexicanos, algunos de los cuales, como Emily y Santiago Neale de El veneno que fascina, insistan, como la propia Jennifer, en asumirse mexicanos.
Jennifer, por cierto, escribe en inglés, entre otras cosas porque, si bien ha vivido en México la mayor parte de su vida, se educó en un colegio donde se hablaba exclusivamente inglés, cosa que obstaculizó la revalidación oficial de sus estudios en este país y por la cual se le mandó como interna a Nueva York. En la universidad de aquella ciudad cursó Literatura y Arqueología y conoció a Suzanne, a Basquiat… ¡y a Madonna!, “¡cuando tenía el pelo negro-negro y era bar tender!, recuerda Jennifer, riendo… pero a este episodio regresaremos más tarde.
El caso es que Jennifer, rubia como un ángel, también es mexicana –“vivo en la ciudad de México, muy al sur”- y como tal, aún escribiendo en inglés, se hizo acreedora a una beca del Sistema Nacional de Creadores. En el prólogo de su libro de poesía The next stranger, el poeta W.S Merwin escribe algo que ella avala con una de sus pequeñas sonrisas: “Jennifer Clement escribe en inglés… pero sueña en español…”
El libro por el que se le conoció en México –yo le llamo “novela” pero ella me corrige: “memoria”- es La viuda Basquiat (Plaza & Janés, 2000, traducción de Guillermo Sánchez Arreola) donde, más que plasmar su propia experiencia en la fascinante Nueva York de las buhardillas, los aromas a tintura y algodón del Soho y los extravagantes genios que pululan por sus callejones, nos presenta a un personaje excepcional y no obstante secundario por vivir a la sombra de un genio: la pequeña Suzanne, quien así firma sus pinturas: Suzanne. La portada de la primera edición del libro, que alguien tuvo la “genial idea” de reemplazar por una fotografía de Jean-Michel Basquiat, representa a la infortunada mujer de William Burroughs al instante de recibir el disparo de aquel que iba dirigido a la manzana puesta en su cabeza. Dice la propia Suzanne en la página 175: “Vendí todos los cuadros, excepto el retrato de Joan Burroughs, que le regalé a Jennifer…” (cursivas del original).
Suzanne, por cierto, sigue gran amiga de Jennifer. Cómo no continuar siéndolo tras compartir la experiencia caminar ataviadas en trajes de noche y largos tacones entre redes y toneles llenos de pescados, sin que los pescadores dieran crédito a sus ojos. Tanto, que el hijo mayor de la escritora, que estudia en Nueva York, se aloja con la llamada “Viuda Basquiat”, según decreto del poeta Rene Ricard. No estudió, sin embargo, pediatría como señala al final del libro, sino medicina, especializándose en psiquiatría, “corregiré este detalle en ediciones posteriores”, me aclara Jennifer.
En la contratapa de la primera edición de esta memoria, Carlos Monsiváis equipara a la frágil Suzanne con la arpía anoréxica, viuda de Kurt Cobain, la actriz Courtney Love, o la muñequita ultra yonqui Nancy Spungen, de Sid Vicious: nada más alejado de la realidad, al menos si nos atenemos a la narración de Jennifer. Suzanne era poco menos que una niña aprendiendo a lidiar con amores callejeros. Suzanne –que nunca usa su apellido-, mostraba para con el Rimbaud negro de finales del siglo XX, obsesión erótica del misógino Andy Warhol, una abnegación más propia de una Sofía Tolstoia o de una Vera Nabokov, con la diferencia de que, por sí misma, y como bien muestra Jennifer, Suzanne es un personaje extraordinario:

Siempre guarda la heroína en su peinado de colmena. El polvo blanco escondido en el crepé; los policías no pueden encontrarlo, los drogadictos tampoco. Suzanne mantiene la cabeza en alto, carga un mundo sin esquinas, sostiene el cielo. Lo suficientemente delgada como para deslizarse por chimeneas, Suzanne luce como una niñita ataviada con los vestidos de su madre. Usa lápiz labial Love-That-Red, de Revlon; tiene el pelo negro azulado y la piel blanca. Se abrocha todos los botones de la camisa.

Vemos en acción a la mismísima Jennifer, que acude casi a diario a la cárcel a observar a las presas arregladas como reinas de belleza. Una mirada que traspasa apariencias y peinados altos y encuentra niñas agazapadas que tiemblan de miedo ante la acechanza del padre… niñas de closet como la mismísima Suzanne, que conocía el nombre de cada hueso fracturado por la ira paterna: eso tenía en común con Basquiat, que durante una convalecencia infantil por atropellamiento recibió de manos de su madre, un manual de Anatomía de Gray, para saber cómo nombrar cada huesecillo que se dijera “presente” a través del dolor. Saber nombrar sus huesos rotos haría de Basquiat el artista que vestía de Armani para pintar y que acudía a las fiestas con un overol salpicado de pintura… y de Suzanne –labios rojos, zapatos enormes y bufanda “Audrey Hephrun”- criatura en extremo sensible al dolor de los demás, incluyendo el de la señora Burroughs.

Conocí a Jennifer cuando yo misereaba en un restaurante mexicano. Ella hablaba español puesto que se había criado en México. Tenía el cabello muy rubio y era poeta. Establecimos un nexo muy fuerte desde que nos conocimos. Pasábamos horas tomando Remys en un bar después del trabajo y hablando sobre cosas oscuras, intensas, anheladas (…) Nos tomábamos de la mano y paseábamos de noche por las calles. Nos queríamos, nos reíamos como hienas. Entendía mi amor por Jean. Escribió poemas sobre ello. Mi amor por Jean la hizo quererme más… (Cursivas del original)

Amar a alguien como Basquiat que era la inestabilidad misma… que incluso le transmite una enfermedad pélvica que la imposibilita para la maternidad, pensará algún lector-lectora, no puede ser “sano”. Para otros podrá, incluso, resultar incomprensible. Pero Jennifer, decíamos, siempre está mirando más allá de uno: donde la mayoría ve unos labios rojos, ella ve días de vino o rosas. Pájaros cantando. Tú hablas y ella te descifra, qué más da: ya vio en mí a la niña “normal” que soñaba ser de una flacura extrema y tener el pecho plano. A Basquiat, Suzanne la une algo mucho más poderoso que una enfermedad venérea, que un orgullo: un pasado compartido de discriminación. El niño negro y raquítico. La niña árabe, Mallouck, tan huérfana como los niños que su madre acarreaba como gatitos y perritos. En la cárcel de mujeres, Jennifer no ve delincuentes sino niñas crecidas a destiempo. Quizá por ello ni siquiera Andy Warhol nos resulta tan odioso… y hasta el señor O’Conner de Una historia verdadera basada en mentiras -¡qué título maravilloso!- nos llega a enternecer con todo y que ha “pisado la sombra” de la pobrecilla Leonora… como un niño que oculta el arma con que ha matado un pajarillo en el bolsillo trasero del pantalón.
Finalista del prestigiado Premio Orange de Ficción, Una historia verdadera basada en mentiras es el mejor ejemplo que se me ocurre para demostrar que una historia mil veces contada puede, a través de una pluma llena de ojos, adquirir tintes prodigiosos. Consciente de que en nuestro medio las anécdotas sobre chicas de servicio doméstico violadas y/o seducidas por los patrones o los hijos de estos, actos que culminarán casi siempre en un embarazo, son parte de la cotidianidad y hasta explotados en las peores telenovelas, Jennifer intercala su versión con historias reales a manera de coro en torno a Leonora, a quien una dama de alcurnia de ascendencia irlandesa extrae de un orfanatorio para que se haga cargo de sus hijos pequeños. Lo que más le gusta de Leonora a la tristísima señora O’Conner, cosa curiosa, es que es bonita, lo que de entrada se granjeará la confianza de los chiquillos. Más adelante descubriremos que la principal causa de la mueca en los labios rojos de la hermosa señora que prefiere dormir a estar despierta, es el señor O’Conner: un buen padre, ni duda cabe… un patán sensible y muy aficionado a los líos de faldas. La historia, por cierto, es narrada por Aura, la hija más pequeña de los O’Conner y favorita de la silenciosa Leonora, que le se bebe sus lágrimas. Aura será testigo de la compleja amistad entre la criadita y la señora de la casa:

-No es que las infidelidades lastimen tanto y nos rompan el corazón (…) Son las células de todas esas mujeres que se meten en mi cuerpo. Andan en mí, de un lado a otro, como peces. Nadan dentro de mí y me hacen olvidar lo que soy (…) Tu voz (Leonora) es tan distinta a la de otras mujeres. ¿No te parece extraño? Al principio la escuchaba como un arañazo o como un rasguito. Ahora es una voz muy hermosa (…)” (p. 122 y 123, Plaza & Janés, 2002, traducción de Guillermo Sánchez Arreola).


La prosa eminentemente poética –aunque Jennifer aclara que en español se pierde la estructura original de endecasílabos y rimas-; los personajes construidos más como metáforas que como seres de carne y hueso, son la huella dactilar de esta autora que no se había atrevido a explorar la perversidad y las patologías del ser hasta El veneno que fascina (Emecé, México, 2009, traducción de Anuska Moracho), cuya versión inglesa se granjeó estupendas críticas, como ésta de Allan Sillitoe: “Una novela sorprendente. Cada pieza de esta trata está viva y nos conduce sin darnos cuenta hasta un clímax increíble.”Emily Neale, que tiene el pelo negro como Suzanne… como Leonora (“Jennifer” significa “morena” en galés, aunque nuestra Jennifer sea una versión angelical y no teñida de Jane Mansfield, la sex symbol que murió decapitada en un accidente de tránsito), lleva ese nombre, nos revela en secreto la autora, en honor a sus dos autoras favoritas: Emily Brontë y Zora Neale Hurston, “quería tenerlas juntas”. Pues Emily es una joven estudiante de historia que trabaja una tesis sobre la vida de los santos y paralelamente colecciona notas de mujeres asesinas. También Emily es hija de un inglés y de una irlandesa literalmente desaparecida, pero vive en una casa de Coyoacán donde a diario se dejan oír –como en Una historia verdadera…-los silbidos del señor de los camotes-; una residencia que es casi una reproducción de la isla de la nostalgia donde, no importa que se mantenga intacta la habitación de la costura, no parece haber vivido ahí una irlandesa de larga cabellera negra a la que todos dan por muerta desde que Emily era una niñita. Desaparecida. “(…) como las mariposas, los escarabajos y los telegramas”.
Paralela a su vida universitaria y a su excelente relación con el padre que vive anhelando cosas que ya no existen, como los telegramas, Emily se hace cargo del orfanatorio fundado por otro ancestro, dirigido por una religiosa alta y fornida, toda bondad y sabiduría: la Madre Ágatha. La tierna mujerona presta particular atención a casos dolorosísimos que portan el sello de la impunidad tan propia del sistema mexicano… casos, afirma Jennifer, tan verídicos como los de la criminal negligencia que mató a 48 niños el 5 de junio de 2009 en Hermosillo, Sonora, cuyo solo recordatorio la hace cerrar los ojos con fuerza: unos primitos japoneses que llegan en lamentable estado tras sufrir en plena carretera la embestida de la limusina de un político que ni siquiera se molestó por resarcir el daño producido a dos chiquillos cuyos padre perecieron en el choque…o Angélica, la niñita quemada de la que le cuesta un poco de trabajo hablar a Jennifer –y a mí también-, “la pequeña tirana”, como la nombra: “Angélica fue el único miembro de su familia que sobrevivió. La empresa PEMEX, propiedad del gobierno mexicano, nunca le dio ninguna ayuda ni indemnización. Una vez sanadas las quemaduras en una clínica estatal, vivió unos meses sola en los restos calcinados de su casa. Sobrevivió hurgando en los cubos de basura de la calle y mendigando en las esquinas. La madre Agatha oyó hablar de ella y la llevó al orfanato.” (p. 51)
Transcurren las vidas de Angélica… las de los primos hermanos que terminan por volverse un solo ser y aquellas que la Madre Ágatha recorta de los periódicos para contárselas a manera de cuentos a la muy crecidita Emily: la pareja de hermanos que la policía encuentra sepultados bajo un montón de basura que ellos mismos acarreaban a su apartamento: coleccionistas de a de veras… María Félix, la más hermosa actriz del cine mexicano de quien todavía se rumora cómo introducía sus dedos en la boca de su hermano Pablo, quien terminó suicidándose. María, la japonesita, que también introduce sus deditos en la boca sumisa de Hipólito, su primo… y luego la súbita aparición en la casa de Coyoacán de Santiago, el casi mítico primo hermano de Emily, hijo del hermano prófugo de su padre, recién llegado de Chihuahua, con quien Emily compartirá manzanas trituradas como si de un par de pajarillos se tratara: “Te estoy rompiendo poco a poco para reconstruirte a mi manera…”
Jennifer, que se declara influida por Shakespeare y los cuentos de hadas, revela sin pudor el “truco” de su novela: las asesinas cuyas anécdotas Emily atesora funcionan como el coro en las tragedias griegas. Sí: nada en El veneno que fascina es gratuito y estas mujeres menos que nadie: la supersticiosa Brynhild Paulsdatter Starset que creía volverse tan fuerte como un hombre con cada uno que envenenara; Myra Smith, que soñaba emular a la Bonnie de Clyde pero no encontraba un cómplice que le dijera: “Bonnie, cielo…”; Marybeth Tinning que “perdió” a cada uno de sus nueva hijos sin permitirse una lágrima que arruinara su maquillaje; Debra Sue Tuggle, quien cuestionó a sus acusadores respecto a si tenían idean de lo irreprimible que puede ser el impulso de matar… como comer y dormir… ¿y qué se hace con eso?... La madre de Emily, a través del ronco pecho de la Madre Ágatha, deja dicho a su hija: solo dos actos justifican que mates, que te escupen… o te mientan.
No puedo evitar preguntarme: ¿Lucirían hermosas estas asesinas el día de su detención, más aún, de su ejecución? ¿Largas pestañas? ¿Uñas decoradas? ¿Labios rojos?
¿Luciría especialmente hermosa Emily en el momento en que se pregunta si un cuchillo para abrir ostras…..?
Final abierto, le sugiero a Jennifer. No, me replica: sí, lo hizo:
Lo hizo.

Quiero recordar todas las canciones que sé.
Las mujeres en el río golpean las piedras y lavan la ropa.
Latidos contra las piedras. La tela sangra en el agua.
Azul, anaranjado, rojo en el agua y el corazón sangra
en el río. Trapo y blusa, el trapo y el latido de la
piedra en el río.
Brazos en el río. Trenzas en el río.

(Fragmento de un extenso poema incluido a manera de epílogo en Una historia verdadera basada en mentiras, “Algunas cosas que se sabían de oídas y hay quienes dijeron que todo era un rumor”. Cursivas del original).

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