
J.W
El inicio de El castillo de cristal (Suma de Letras, México, 2008, traducción de Pablo Usabiaga) es impactante: Jeannette Walls, periodista de renombre, se dirige a bordo de un taxi rumbo a una de esas fiestas VIP que hacen arder el corazón de Manhattan. En medio de un embotellamiento, la distinguida mujer reconoce a su madre hurgando en un basurero de Central Park. La imagen golpea, tanto a la narradora como al lector. Jeannette pide al chofer que la lleve de regreso a casa, no enfrenta a su progenitora, no en ese momento. Saber que se trata de una experiencia autobiográfica incrementa el impacto.
El castillo de cristal ha vendido, al momento de escribir estas líneas, unos 4000000 ejemplares en todo el mundo. Es lo que vulgarmente se conoce como best seller y, conjuntamente, un éxito de crítica. Ganadora de los Premios Readers 2005 y American Library Association 2006, algo casi incompatible. Se le ha comparado con Frank McCourt, autor de Las cenizas de Ángela, y con Charles Dickens, por su descarnada descripción de la miseria, tema nada vendible.


“(…) La gente siempre me recomendaba que, si me robaban, tenía que entregar el dinero y no arriesgarme a que me mataran. Pero ni hablar de darle a un extraño los billetes que tan duramente me había ganado, tampoco quería ganar en el barrio fama de blanco fácil, así que siempre me defendía (…)” (p. 371).
Lo último que imaginó aquella joven que vivió en calidad de apestada gran parte de su vida, fue que terminaría cubriendo la sección de alta sociedad para New Yorker Magazine, encomienda que Jeannette acepta sin pestañear, no obstante verse obligada a guardar un gran secreto que era ella misma. Afirmar que su madre era pintora y su padre empresario e inventor, no era más que la verdad. Nunca renegó de ellos, solo se ahorraba detalles que no venían al caso, por ejemplo, que hasta hacía relativamente poco ella se alimentaba de sobras, escarbando en las papeleras de la redacción de la revista, y que sus padres no disponían de domicilio fijo. Quien vea su maravillosa sonrisa no creería que ella se hizo su propia ortodoncia, sirviéndose de algo tan simplón como un viejo calcetín y unas ligas.
Jeannette Walls nació en Phoenix, Arizona, el 1 de enero de 1960. Segunda de cuatro hijos de Rex y Rose Mary Walls, no conoció otro estilo de vida que la adrenalina (a la que su madre se dice adicta) y el movimiento constante, algo que no la abandona a estas alturas: todavía suele dar largas caminatas nocturnas por Park Avenue… no por nada se arrojó a las mismísimas fauces del lobo cuando se le comisionó para cubrir las actividades de la gente bonita… ella, a quien segregaron siempre por llevar ropa vieja y rota, perseguida por la inefable señora armada con spray aromatizante… lo mismo que su madre quien, hippie por naturaleza, se lo tomaba con filosofía. Bañarse, como comer, era un lujo que no siempre se podían dar. Más cotidiano que el alimento y el baño era el riesgo, parte inherente a su formación y lo que, a fin de cuentas, la llevaría tan lejos como se lo permitieran su inteligencia y su ingenio nato que, quién lo duda, heredó de sus padres: “A la hora del almuerzo, cuando los otros niños sacaban de sus envoltorios los sándwiches o compraban comida caliente, Brian (mi hermano) y yo cogíamos nuestros libros y leíamos (…) empecé a esconderme en el baño durante la hora de comer. Me quedaba en uno de los compartimentos con la puerta cerrada y mis pies apoyados contra la puerta para que nadie reconociera mis zapatos (…) Cuando entraban las otras niñas y arrojaban en los cubos de basura sus bolsas de comida, iba a rescatarlas. No podía concebir cómo era posible que las niñas tiraran aquella comida en perfecto estado (…)” (pp. 261 y 262).

En medio de la escena idílica de los miembros de la familia leyendo a pierna suelta, palpita la zozobra de si en las próximas horas no aparecerá algún policía o trabajador social que amenacen la unidad familiar y los fuerce a dejar atrás el hogar temporal, que lo mismo puede ser una casa heredada que una casucha abandonada, dependiendo la posición de los astros. Buenos guerreros, los Walls poseen sofisticadas estrategias de dispersión. Como cuando a los tres años, Jeannette sufre un accidente asando salchichas y termina en un hospital con quemaduras graves en los muslos. A los médicos no les sienta nada bien que una niñita ase salchichas y empiezan las sospechas de negligencia paterna, por lo que Rex habrá de sacar clandestinamente a la niña del hospital. Contrario a lo esperado, nadie prohibirá a Jeannette asar salchichas de nuevo, más aún, se le animará a continuar haciéndolo para que supere su miedo. Quedará tan fascinada por el fuego que, entre juegos, provoca un incendio en un hotel donde los Walls están de paso…. Para variar. Los incendios parecen perseguir a esta familia itinerante, que se las ingenia para salir siempre ilesos y ponerse a salvo en el poblado más próximo, no importa sea, literalmente, el más miserable del país. Y ellos la más miserable familia del más miserable pueblucho. Lo importante es empezar de nuevo: “Me pregunté si el fuego habría salido a buscarme; si el fuego que me había quemado el día que cocinaba estaba conectado, de alguna manera, con el fuego que había ahogado tirando de la cadena del inodoro y con el que quemaba el hotel. No tenía las respuestas a estas preguntas, pero lo que sí sabía era que vivía en un mundo que en cualquier momento podía incendiarse (…)” (p. 61). Dicho accidente dejará a Jeannette una cicatriz que, cosa curiosa, desencadenará la ternura del que será el hombre de su vida, tras haberle acarreado momentos de horror y humillación.

Conforme crecen, los niños Walls adquieren conciencia de que su existencia no es, como se los han hecho creer, una larga y divertida aventura. Aman y admiran a sus padres… pero de ellos han aprendido a pensar por sí mismos y sus espíritus autónomos les indican que no pueden permanecer inmersos en esa dinámica que les impide crecer: “(…) Mamá tenía treinta y ocho años, no era joven pero tampoco vieja. En veinticinco años, me dije a mí misma, tendría su edad. No tenía ni idea de cómo sería mi vida entonces, pero mientras reunía mis libros escolares y salía por la puerta me juré a mí misma que jamás sería como ella, que nunca estaría llorando a moco tendido en una casucha sin calefacción en alguna carretera rural de mala muerte de los Apalaches.” (p. 313). Uno a uno desertan de la aventura, sin que los padres opongan resistencia. Lori, la mayor, es la primera en partir rumbo a Nueva York, también con aspiraciones artísticas pero una idea más concreta de lo que quiere y cómo lograrlo. Apenas concluir el bachillerato, Jeannette sigue a su hermana… y Brian sigue a Jeannette… y Maureen, de apenas doce años, a Brian. Una vez solos, Rex y Rose Mary optan por seguir a sus hijos hasta Nueva York, aunque imponiéndose la no dependencia de ellos. Se convierten primero en homeless, posteriormente “ascienden” a squakers, lo que en México conocemos como “invasores”, es decir, indigentes que se apoderan de edificios abandonados. Los hijos tardarán en aceptar el estilo de vida que sus padres quieren, porque ni Rex ni Rose Mary conciben llevar vidas tranquilas y seguras: “(…) Visitaron varios comedores de beneficencia, para hacer una selección, y ya tenían sus preferidos. Sabían en qué iglesias repartían bocadillos y cuándo. Localizaron las bibliotecas públicas con buenos servicios en los que uno se podía lavar meticulosamente (…) Rescataban periódicos y buscaban espectáculos gratuitos. Iban a obras de teatro, a óperas y a conciertos en los parques, escuchaban cuartetos y recitales de piano en vestíbulos de edificios de oficinas, veían películas y visitaban museos (…)” (p. 383)
El castillo de cristal, ciertamente, es una novela dickensiana, tan dolorosa como entrañable, a través de la cual presenciamos el relativo éxito de una familia viviendo a contracorriente de una sociedad materialista, racista y conservadora. Lo más loable es que Jeannette Walls la relata con excelente sentido del humor, sin compasión y sin pudor, pero llena de amor no solo por sus padres y hermanos, sino por todos aquellos marginales –negros, mexicanos, ex presidiarios y prostitutas- que la acompañaron en esta aventura donde sobrevivir, ya no digamos, crecer, resulta particularmente difícil.
Jeannete y su madre
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