Ningún neón como el crepúsculo

Tocadlo. Esto es China. Jardineros de todo el mundo han venido a estudiarlo, pero nadie ha podido explicar por qué sus ramas crecen como un tirabuzón, del mismo modo que nadie ha podido explicar China. Pero ahí está, igual que ése árbol: vieja, tenaz y extrañamente grandiosa…
A.T

La extranjeridad no necesariamente se relaciona con la situación geográfica: la mayoría de las veces es un estado físico y/o mental. Todos, en mayor o menor grado, somos extranjeros con respecto a algo o a alguien. Nacer en un país que no es el de tus padres y asimilar una cultura paralela a la que se respira en casa, vuelve extrema la experiencia. Es como partirse en dos: la asimilada a un núcleo social específico, que en la domesticidad perpetúa las tradiciones inculcadas por los padres, ergo, un extranjero de sí mismo. El forcejeo entre lo privado y lo público afecta a ambos, especialmente en lo concerniente a las relaciones entre madres e hijas, transmisoras y depositarias de la tradición.
Este es el tema recurrente de la obra novelística de la estadounidense de origen chino Amy Tan. Nacida el 19 de febrero de 1952, en Oakland, California, tiene un historial familiar semejante al de June, conocida también como Jing Mei Woo –“se está poniendo de moda entre los chinos de Estados Unidos usar sus nombres chinos”- principal narradora de El club de la buena estrella, colección de relatos que componen una novela, o novela coral. Tán Enméi, su nombre original, es hija de un ingeniero eléctrico que llegó junto con su mujer a América, huyendo de la cruenta guerra civil. La lengua primaria de la pequeña Tán fue el chino, pero dejó de hablarlo a los cinco años, apenas ingresar a la escuela. Todavía a los ocho, su madre le leía cuentos de hadas en chino, hasta que advirtió que la niña no experimentaba ninguna emoción por esa lengua que le era extranjera. Crecería deseando ser como Laura Ingalls, la heroína de su libro favorito, Little house in the praire. A los quince ya se había leído a escondidas Madame Bovary, en francés, aunque en su casa no encontrara un solo libro que no estuviera en chino: “Las cosas prohibidas tuvieron una gran importancia en mi vida, especialmente El guardián en el centeno”, confiesa riendo, remarcando con toda intención esa palabra favorita de las madres chinas. En las escuelas estadounidenses nada enseñan sobre China. Cuando se aborda el episodio de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, se menciona el paso de los Flying Tiger por aquel territorio, solo porque el nombre suena romántico.
El padre y hermano mayor de Tán/ Amy murieron prematuramente a consecuencia de un tumor cerebral. Al perder a su único hijo varón, la señora Tan volcó en la niña sus ambiciones maternas, lo que originaría un perpetuo conflicto entre ambas.Como la madre de June, la de Amy soñaba con hacer de ella una pianista de fama mundial, mínimo una neurocirujana acreedora al Nóbel, pero Amy optó por ejercer como reportera, cosa que instó a su madre a retirarle el habla durante seis meses. No obstante, y gracias a sus diversos empleos –llegó también a redactar discursos para vendedores y ejecutivos- Amy ahorró el dinero suficiente para regalarle a su inconforme progenitora una casa propia. Como Ruth, protagonista de La hija del curandero, ingresó en el mundillo editorial como “escritora fantasma” o “médico de libros”, auxiliando en la redacción de libros de autoayuda a una serie de gurús de quienes reconoce abiertamente haber aprendido “tácticas de supervivencia”: “A los ocho años escribí un ensayo titulado “Lo que la Biblioteca significa para mí –declara en entrevista -. Con ese ensayo gané diecisiete centavos en un concurso escolar. No escribí ficción sino hasta los treinta y tres años.” Sus novelas son catálogos de conocimientos diversos, nada desdeñables, que van desde la botánica hasta la zoología, pasando por la filosofía práctica, producto de los diversos estudios universitarios que emprendió para satisfacer a su madre, dejándolos sin concluir. Su último intento fue estudiar lingüística en la Universidad de Berkeley, a donde llegó siguiendo a su novio, Louis DeMattei, con quien se casaría en 1974, graduado este como abogado fiscal. En 1976 Amy abandonó también estos estudios para consagrarse a un diplomado para brindar terapia a niños lisiados. Su madre cayó gravemente enferma y la hija, desesperada, le prometió que si se aliviaba viajarían juntas a China. La señora Tan sanó como por encanto y en 1987 madre e hija emprenderían el viaje de sus vidas que transformaría la existencia de esta al darle forma a los relatos de El club de la buena estrella, publicado en 1989 y traducida, a la fecha, a cerca de 30 idiomas. Entre las “travesuras” de esta simpática autora, consta haber formado parte de los Rock Bottoms Remainders, una banda conformada exclusivamente por escritores, entre otros, su gran amigo Stephen King, Dave Barry y Barbara Kingslover.El que las madres en la novelística de Amy sean inmigrantes chinas, cuyas hijas son ciudadanas estadounidenses, exacerba los roces intergenéricos. Las madres, a su vez, narran la experiencia propia como hijas, circunstancia por lo general desgraciada pues el hecho de nacer mujer es percibido en China como una tragedia. Estas madres enfrentan la ambivalencia de ambicionar para sus hijas un mundo mejor al vivido por ellas y contemplar horrorizadas una libertad absoluta que ellas no soñaron siquiera. Su amor maternal no las salva de envidiar en cierto modo la posición de sus hijas. Como las madres de sus heroínas, la de Amy insistía en dirigir el destino de su hija, sin darle tiempo al resuello para pensar por sí misma: “(…) Ven a sus propias hijas reflejadas en mí; las ven tan ignorantes, tan olvidadizas de las verdades y esperanzas que sus madres trajeron a Norteamérica como yo. Las ven impacientarse cuando sus madres hablan en chino, considerarlas estúpidas cuando intentan expresarse en un inglés chapurreado. Advierten que la alegría y la suerte no significan lo mismo para sus hijos, que el concepto de “buena estrella” no existe para sus mentes, por completo americanas (…)” (Debolsillo, Plaza & Janés Editores, Barcelona, 2001, traducción de Miguel García Solá, p. 48).
La idea de la madre migrante que se rehúsa adoptar la cultura del país que la aloja e insiste en hablar un inglés “chapurreado”, aprendido en Hong Kong, pareciera, para avergonzar en público a sus hijas rebeldes, se repite en La hija del curandero y en numerosos relatos de Amy Tan. El que las mujeres que conforman “el club de la buena estrella” en una de tantas casas del barrio chino de San Francisco, lleven vestidos de cuellos rígidos con maravillosos bordados y se comuniquen en su lengua de origen, sugeriría que son más renuentes que sus maridos a asumirse americanas: los señores se retiran para hablar de negocios, sin hacer de lado sus atavíos occidentales, en los que lucen particularmente cómodos, mientras fuman cigarrillos estadounidenses. En San Francisco, sin embargo, hay clínicas exclusivas para chinos donde los médicos y enfermeras se comunican en mandarín y/o cantonés, “En los sesentas (…) la gente despotricaba contra los servicios asistenciales destinados a razas concretas, aduciendo que propiciaban la creación de guetos. Ahora algunos los reivindicaban como un signo de sensibilidad cultural (…)” Esa nada sutil presión cultural ejercida sobre las hijas… ese autoritarismo que pudiera ser producto del miedo a lo desconocido… o a que sus hijas no sepan aprovechar las bondades del sueño americano, pudiera explicar que Amy haya descubierto tan tardíamente su vocación literaria: : “(…) Quería escribir una novela al estilo de Jane Austen, un libro sobre las costumbres de las clases altas, una historia que no tuviera que ver con su vida. En un pasado lejano había soñado con escribir cuentos como medio de evasión. Podría repasar su vida y convertirse en otra persona. Podría estar en otra parte. En su imaginación, podía cambiarlo todo, su personalidad, a su madre, su pasado. Pero la idea de rememorar su vida también la asustaba, como si al basarse exclusivamente en la fantasía fuese a condenar lo que no le gustaba de sí misma o de los demás. Escribir lo que uno deseaba era la forma más peligrosa de hacerse ilusiones vanas.” (La hija del curandero, Debolsillo, Random House Mondadori; Barcelona, 2002, traducción de María Eugenia Ciocchini, p. 48)El párrafo anterior expone espléndidamente el carácter volátil de la escritura de Amy Tan, una escritura picaflor que toma de aquí y de allá, de lo bueno y de lo malo, haciendo gala de sus dones de observadora. Extranjeros, al fin y al cabo, los chinos de América tienden a identificarse más con otros extranjeros (judíos, latinos, árabes, italianos… incluso japoneses) que con los nativos, por lo que no resulta raro, como se observa en El club de la buena estrella, que adopten platillos kosher, por ejemplo. La novelística de Amy, por tanto, se centra en los extranjeros, en el sentimiento de extranjeridad; en los excéntricos, los ajenos, los disidentes: “los otros” No han faltado quienes la acusen de racista, como el novelista chino, también afincado en California, Frank Chin. Creo, más bien, que Amy le devuelve al mundo, a la manera de Perseo, el reflejo que tienen de sí mismos. Ella es espejo de los prejuicios occidentales. Sus personajes, más que estereotipos raciales, son conmovedoramente cotidianos. Un lugar llamado Nada, su más reciente novela traducida al castellano, pudiera leerse como una sátira de “el-modo-de-ser” del estadounidense tipo, particularmente en su actitud frente a los extranjeros, que en esta novela alcanza el delirio, particularmente cuando uno de los personajes, empujado por su próstata, no tiene más remedio que orinar sobre la reliquia de un templo que confunde con urinario, ganándose con ello la maldición eterna del custodio. La narración corre a cargo de una migrante china de nombre Bibi Chen que en este caso cuenta con un atributo extra que justifica su omnisciencia: ha trascendido la vida material para convertirse en espíritu errante, un nat, dirían los birmanos.
Los fantasmas no le son ajenos a Amy Tan. Varias de las madres de sus relatos creen firmemente en ellos. Algunas, como la madre de Lena St. Clair (de madre china y padre irlandés), de El club de la buena estrella, logran transmitir su dominio del mundo paranormal a sus hijas. En Un lugar llamado Nada (2005), el fantasma de Bibi, propietaria de una tienda de antigüedades, parece la reencarnación misma de la lucidez, todavía más de lo que era en vida que ya es decir. Nadie se explica como una mujer famosa por su sensatez y su actividad filantrópica, pudo haber sido asesinada con tal saña y ella contempla su propio cadáver sin conmoverse más de lo que le hubiera conmovido el de un buen amigo. Justo cuando se disponía a acompañar a su grupo de entrañables amigos en un viaje por China y Birmania, y quienes si bien ya no desean seguir adelante con sus planes tras lo ocurrido con su querida amiga, tienen que hacerlo porque han firmado un contrato con la agencia de viajes donde se estipula que esta no se responsabiliza por la devolución de su dinero. Empiezan, pues, su viaje con el pie izquierdo. Bibi no puede hacer otra cosa que narrar los pormenores y, eventualmente, intervenir en el sueño de alguien para comunicarle algo importante que los salve del apuro. De alguna manera, estos despistados turistas estadounidenses experimentan la presencia de Bibi, quien al tiempo que desarrolla las peripecias de sus amigos, habla de sí misma: “Así que allí estaba yo con mi familia, a punto de huir (de China) en medio de la noche, con oro y diamantes disimulados en el cuerpo de trapo de mis muñecas, y allí estaba el broche para el pelo de mi madre. Lo había robado del tocador de Dulce Ma y me lo había cosido al forro del abrigo.” (Planeta, Barcelona, 2006, traducción de Claudia Conde, p. 40)
Bibi pertenece a la generación de las madres de las novelas de Amy, aunque se le identifique más con las hijas. Más aún: Bibi es una mujer muy adelantada a su tiempo, liberada de prejuicios aunque no de supersticiones, que decide no casarse nunca y disfrutar una libertad que no tuvo durante su desdichada infancia como hija de una concubina, adoptada por la esposa legítima de su padre, caballero de Shanghai que hablaba inglés con acento de Oxford. Bibi es un poco Jane Eyre, aunque jamás toleró la invasión de un Rochester en su intimidad. Como la propia Amy, descubre en la adultez que vale más ser inolvidable que sosa, “aprendí a transformar mis imperfecciones en golpes de efecto.” Con su madrastra, Bibi sostiene una relación equivalente a la de las jóvenes personajes de Amy Tan con sus madres, aunque, obviamente, más enconada y más patológica. Marlene, única descendiente de chinos en el grupo de turistas, en sí mismo variopinta de inmigrantes, representa a la madre contemporánea, divorciada, que tiene con su hija adolescente, la encantadora Esmé que se confunde entre las niñas chinas, conflictos, sí, de tipo cultural, pero también de tipo moral: a Esmé no le parece digno que su madre mantenga una aventura con “la estrella de televisión” del grupo, un entrenador de perros llamado Harry. Odia, además, que su madre se refiera a ella como wawa, “bebé”, en chino. Esmé es, dentro del grupo, con quien más se identifica la narradora. Como buenos estadounidenses, no falta la señorita que gustosa viviría en una burbuja de plástico para no ser tocada por los gérmenes y carga consigo una asombrosa dotación de desinfectantes y medicamentos que de bien poco servirán… y también la rotunda mujer de color que en cierto modo llena el hueco de Bibi con su vozarrón… y la parejita calenturienta que no vacila en profanar lugares sagrados… y el jovencito nerd que los karen (refugiados en Nada) confunden, gracias a su destreza con las manos, con el muy esperado Hermano Menor Blanco.
Esta vez serán los estadounidenses quienes queden a merced de los prejuicios, particularmente al cruzar la frontera entre China (Ruili) y la antigua Birmania, hoy llamada Myanmar (aunque la gente insista en nombrarla Birmania), donde el uso del Internet está prohibido: “(…) la señorita Birmania está casada ahora con un déspota lunático, que le ha cambiado el nombre por el de señora Myanmar (…)”. Y Bibi no está ahí para explicarles que lugar nada tiene que ver con el idealizado Shangri-La de James Hilton en Horizontes perdidos. Llegará el momento en que los desbalagados no sepan que es peor, si mostrar su pasaporte estadounidense u ocultarlo: “(…) Las personas apasionadas crean demasiados problemas. Son imprudentes. Ponen en peligro a los demás cuando van detrás de sus fetiches y obsesiones (…) Por eso algunos consideran que Shangri-La es importante como antídoto. Es una actitud mental para las masas. Se podría embotellar con el nombre de Sublime Indiferencia, la poción que induce a seguir el camino más seguro, que naturalmente es el del statu quo, el de la anestesia para el alma. En todo el mundo pueden encontrarse numerosos Shangri-Las. Yo he vivido en algunos. Infinidad de dictadores los usan como instrumentos para controlar a las masas.” (p. 55). Aunque el nudo de la novela transcurre en el lugar aludido en el título en español, que sí existe, Nada, donde se esconden los perseguidos por el SLORC, nos muestra a la China clandestina, la frontera donde abundan “salones de belleza” donde se ejerce la prostitución solapada; karaoke y masaje, $40, incluido cordero de primera calidad: “En las ciudades fronterizas, todos esperan. También es así en Ruili. Los vendedores de gemas falsas esperan clientes ansiosos de comprar jade. Los hoteleros lustran los suelos esperando a los huéspedes. Los traficantes de armas y de drogas buscan a sus contactos.” (p. 131).
La postura de Bibi es abiertamente crítica. No solo contra la imprudencia de los estadounidenses, también contra las contradictorias posturas ideológicas de los chinos, particularmente en el aspecto religioso. El título original de la novela, Saving fish from drowing, alude lo mismo a las prácticas “humanitarias” de los estadounidenses permanentemente en guerra para salvar al mundo, que al enigmático postulado budista de “salvar al pez de ser ahogado”. Los estadounidenses, se lee en esta novela, simpatizan con el budismo porque solo conocen el zen, una forma de no pensar, de no moverse, de no comer nada que tenga vida, “Ese budismo de mente en blanco es el que practican las personas acomodadas de San Francisco y Marin County, que compran almohadones de alforfón orgánico para sentarse en el suelo (…)”. No profundizan, no ven más allá de la ventaja que tiene el que el infierno cristiano sea idéntico al chino. Los estadounidenses corren en busca del ideal, del estereotipo y los chinos les tienden la red haciéndoles creer que son lo que ellos quieren, porque su budismo, lejos de despreciar lo material, lo busca tan desesperadamente como los turistas norteamericanos los buscan a ellos: “(…) Con nuestro tipo de budismo, nosotros lo deseábamos todo: riqueza, fama, buena suerte en los juegos de azar, muchos hijos varones, buenos platos confeccionados con ingredientes poco corrientes de sabor delicado y el primer puesto en todo, en lugar de una simple mención de honor (…)”
Nada como no pertenecer realmente a ninguna parte para mirar el mundo sin velos nacionalistas o afectivos. De ahí la deliciosa irreverencia de Amy Tan. De ahí que resulte divertida sin estridentismos, aunque su delicadeza, su exquisita sensibilidad, su humor compasivo y no negro, no la haya salvado de la crítica. Amy se divierte a costa de todo y de todos, sobre todo de sí misma, de su otredad, de su dualidad, de su debilidad que es su fortaleza. Actualmente, Amy Tan vive con su esposo entre California y Nueva York y ha escrito libros para niños, que se le dan maravillosamente. Ha sido la única escritora que se ha ganado con creces su aparición en un episodio de Los Simpsoms titulado “Insane Clown Poppy”.
¿Qué mejor premio que ése?
Entrevista con Amy Tan
Escenas de la película El club de la buena estrella (Wayne Wang, 1993)

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