Dominatrix del lenguaje



Ni siquiera la totalidad del arte podrá consolarla, aunque del arte se suelan decir muchas cosas, sobre todo, que es un consuelo. Pero en algunos casos primero provoca el sufrimiento

…el amor hace tiempo que se fue a dormir, nadie puede mantenerse despierto tanto tiempo…
E.J

“¿Por qué no Thomas Bernhardt (1931-1989) o Peter Handke?”, se lamenta el crítico uruguayo, experto en literatura alemana, Héctor Orestes Aguilar, en entrevista con José Luis Espinoza (El Universal, Octubre 8 de 2004, Cultura), refiriéndose, claro, al Nóbel concedido a la escritora austriaca Elfriede Jelinek, a quien, como casi todos los críticos, concretamente críticos de literatura en lengua alemana, consideran una especie de bruja maligna, cacle, cacle. Yo, que no soy experta en nada, me tomo el atrevimiento de responderle que, en efecto, los autores varones por él citados están a la altura del Nóbel de Literatura. Elfriede, de hecho, reconoce la poderosa influencia que Berhardt ejerce sobre su escritura y la afinidad de sus tendencias políticas con las del autor: perteneció al Partido Comunista Austriaco de 1974 a 1991. Pero Bernhardt ya murió, dejando a Elfriede como heredera universal, y Handke, perdón, es maravilloso pero no logra transmitir la rabia, la indignación ni la sórdida elegancia de la prosa de esta mujer que, odiada a muerte por la ultraderecha que se ha visto fielmente retratada en su obra, no tiene la menor intención de dejar su casa en Austria, por más que la hayan instado a ello. El triunfo de Elfriede, más que el de las mujeres y, más específicamente, de las escritoras, es el triunfo de la Verdad: ¡Fuera máscaras!
Nacida en Styrie, Austria, el 20 de octubre de 1946, hija de padre judío checo y de madre de clase acomodada vienesa, su nombre no figuraba en la lista, ventilada a nivel masivo, de féminas candidateadas para ser la décima escritora en obtener el Nóbel del 2004… y soy sincera, la eché de menos en dicha relación sin imaginar jamás que resultaría ganadora. ¡Sencillamente no podía ser! Si un autor impolíticamente correcto hay en el mundo, esa es Elfriede: “(…) en los descansos paula se atiborra de amor; durante el trabajo lo vomita todo (…) cuando se hiere el orgullo de un hombre, es difícil subsanarlo. a una mujer el orgullo no le sirve para nada (…)” (Las amantes, El aleph, Barcelona, 2004, traducción de Susana Cañuelo y Jordi Jané, p.p 33 y 177). Leerla es una bofetada en el propio rostro. Mirar, sí, a través de la cerradura de la sacrosanta intimidad de las buenas familias clasemedieras en cuyo seno se gestan los más abominables actos y se fabrican los más desalmados monstruos, ¡como Hitler! Pero también, como en Bambilandia, asomarte a la enorme ventana del mundo, no otra que el inmenso culo de los poderosos del mundo, los que financian las guerras para hincharse, en desesperado acto de (pretendida) hombría, las braguetas. Algunas de estas visiones ni siquiera la soportan, y es que la verdad es de suyo intolerable. Contrasta con el mundo rosa que a diario vemos por televisión, es su desmentido, pues. El hedor, cierto, es espantoso, pero atenuado por la maestría de la masacre verbal con que la autora hace de George Bush (y su culo-ranura) un impresionante tratado sobre la maldad idiota. Misma que tiene su origen y su centro puertas adentro, como en Deseo: “(…) Con la llave del portal, se adquiere el derecho a la ración diaria, y se puede tirar del clítoris o cerrar de golpe la puerta del water; la patria católico-romana se pliega, pero hace que la gente vaya a los centros de planificación familiar y se case. Y la casa tiene que encender las luces de SOS mientras la mujer es utilizada.” (Destino, México, 2004, traducción de Carlos Fortea, p. 53).
Y Elfriede no le escatima calificativos, ni adverbios ni altisonancias a esa Verdad sobre la que ha erigido una obra portentosa aunque, dicho por ella misma, revuelta de escombros y vísceras. Para Elfriede, bien dice la crítica Konstanze Fliedl, la literatura no es uno de tantos discursos, sino la perturbación y la irritación de todos los discursos: “Yo no le doy tregua al lenguaje- afirma Elfriede- Una y otra vez lo arranco de su lecho (…) uno debe torturar al lenguaje para que diga la verdad.” Leerla, pues, me causa un efecto similar y todavía más incómodo que una lectura del francés Michel Houellebecq: prurito, incomodidad, desagrado... pero aparte me desgarra por provenir de un lenguaje alterno que es el de la que en las novelas de Houllebecq lleva el rol secundario: la mujer. Al igual que Houellebecq y que Louis Ferdinando Céline, otro autor francés, Elfriede goza de la justa habilidad para cimentar sobre reacciones adversas a la apreciación artística una estética purísima, intachable, como de hecho suelen serlo los instrumentos de tortura, bellos mientras no se te incrusten en la carne, mientras no puncen fuera de la mirada. En cierta medida purifica el lenguaje al hacerlo arder en las llamas de su brutal franqueza. Su realismo coloca al lector en el límite de sí pues Elfriede, cierto, escribe como si hurgara en un basurero, removiendo brutalmente las superficies hasta engancharse hambrienta a las vísceras de un gato muerto: “(…) La escritura puede difamar y rabiar y taladrar, pero no puede matar y no puede matársele (…)” (La palabra disfrazada de carne, Gato Negro Ediciones, México, 2007, selección y prólogo de Herwig Weber, p. 62).
Me atrevo a suponer que Elfriede es o se considera feminista (a ella, que ninguna palabra la asusta, “feminista”, que tan fuerte y hasta amenazante resulta a la mayoría, debe dejarla impasible). Pero la presentación que hacen de ella como “defensora de los derechos de las mujeres” me parece limitada y limitante, peor aún: ingenua. La rabia de la austriaca no abarca solo a la sociedad a la que ella pertenece y que los latinoamericanos supondríamos como del primer mundo o hipercivilizada. Ella nos hace ver que no: “(…) en Austria, donde vivo, cuentan mucho más los impulsos al esquiar y las curvas que uno escribe en la nieve (y después siempre cae encima nieve fresca y nueva, dando nuevos impulsos al turismo y borrándolo todo capaz vez) (…) lo que se retiene en este país tuvo como consecuencia muchas veces la proscripción (…)” (“La palabra disfrazada de carne”, p. 65). Elfriede recrea a una Austria compuesta por decidores-de-noes, como en esencia, afirma, es todo patriarcado. “No” es palabra de varón. La mujer dice Sí y Sí. Pero Elfriede les dice que ¡No!, ¡No!, ¡No! Una de sus primeras novelas y su primer éxito de ventas y crítica, Las amantes (1975) rebasa por mucho el discurso feminista que enarbolaban contemporáneas suyas como Erica Jong, Fay Weldon o Edna O’ Brien, niñas de pecho comparadas con la entonces muy joven, medio punk y furiosa Elfriede, quien publicó su primer libro Lisas Shatten, a la edad de veintiuno. Las amantes, más que denuncia es retrato despiadado y cruel de la visión utilitaria que de las mujeres se ha tenido en todo tiempo, espacio y circunstancia y que ellas mismas, imbuidas en el patrón patriarcal, no hacen sino reproducir hasta la náusea, mecánicamente. Es decir, la crítica implícita no solo es contra la sociedad patriarcal pero dejándonos ver que mujeres como paula y brigitte, más que víctimas, son producto de una oscura y pervertida maquinaria social que apenas distingue entre individuos y cosas. No es casual, pues, que los nombres de los personajes estén escritos con minúsculas y de hecho las mayúsculas brillen por su ausencia: “(…) cuando alguien está tan devaluado, los demás inmediatamente se ven un poco revalorizados, la humillación de paula los disculpa de sus humillaciones, muchas veces mucho peores. de repente vuelven a ser personas frente a una no persona.” (p. 141).
Brigitte y paula son solo dos jóvenes costureras que suspiran por un príncipe azul que las rescate de las jornadas laborales y las legitime señoras-de-su-casa. Para lograrlo recurren a lo que muchas en el mundo: embarazarse. ¿Príncipe azul, dije? Fue un decir: cualquiera, aunque no sea azul, está bien mientras sea hombre y trabaje. Al contrario de la mayoría de las escritoras feministas, Elfriede no recurre a la ironía sino a su antítesis: la mordacidad. La ironía atenúa, suaviza, disminuye el impacto de los horrores narrados; los vuelve digeribles al lector y a la lectora que no pueden evitar reír al reconocerse o reconocer su entorno. La mordacidad logra el efecto contrario: agrede, pulveriza, hiere… asusta, a veces. Elfriede dice las cosas tal cual, sin reprimir el desprecio que sus personajes le inspiran… porque Elfriede ¡odia a sus personajes!, y estos sin duda la odiarían si ella les concediera la gracia de abandonar ese territorio de sordos, ciegos y mudos que es peor que la caricatura. Los personajes de Elfriede Jelinek, de tan humanos, están ahí, sin percatarse de que alguien exhibe sus vicios como a bichos exóticos en una vitrina; pasan por la vida (por el relato) como todos los seres de su condición, sin dejar huella en el corazón de nadie, haciendo lo que hay que hacer: “(…) cuando más tarde brigitte tenga a su heinz enterito en la cama, y el olor a cerveza lo rocíe todo, entonces ella experimentará un auténtico sentimiento de gratitud y las ancas de rana se abrirán solas como movidas por la mano de un espíritu.” (p. 106).
No percibo en Jelinek ese “feminismo exacerbado” que han querido hacernos creer y que los críticos, inocentemente o no, atribuyen no a la militancia feminista sino a su violencia verbal: el de Jelinek es el feminismo más fríamente racional y crítico de la literatura contemporánea, y se proyecta en su cruel satirización de la interesada complacencia femenina para con el varón y la burda ingenuidad del explotador-explotado. De cuanto se ha dicho de esta autora, lo poco cierto es que ridiculiza al patriarcado, para lo cual exhibe en toda su crudeza una sexualidad masculina regida por la obsesión con el tamaño del pene y de la cartera, así como la presencia utilitaria de la mujer, nulificada como ser humano, vuelta instrumento ya no de placer, sino receptáculo de la frustación del macho: “En cualquier caso te voy a pegar —le dice el padre de Rainer a Anna a la madre —para que tomes nota y no vuelvas a hacerlo más y en caso de que no lo hayas hecho nunca, también te pego para que no se te ocurra ni siquiera la idea.” (Los excluidos, Mondadori, España, 1992, traducción de Carmen Vázquez de Castro p. 111). A estas actitudes, tanto la del varón como la de la mujer, irá aunada en todo momento la mediocridad, el conformismo y la violencia, sea física, sexual, emocional o psíquica. Aunque país del primer mundo, los del tercero podemos reflejarnos perfectamente en los delirios de la clase media austriaca, en su indiferencia ante todo lo que no sea el status; en su desvalimiento intelectual y moral ante el tejemaneje de la política, en ese tufillo fascistoide que todo lo impregna y hasta en su cotidianidad de tardes frente a la TV o en la puñeta. Definitivamente, la obra de Jelinek no es ajena al entorno latinoamericano como (ingenuamente) alegara uno de sus traductores. En todo caso, la dificultad de confrontarla estriba no en su identidad —finalmente, en tanto seres humanos y occidentales tenemos mucho en común con los austriacos, y los europeos en general—, sino en la forma en que aborda dicha identidad. Tan no es ajena, que una de las voces que más alto se han alzado contra los feminicidos de Ciudad Juárez, es precisamente la suya, inmortalizada ya en el prólogo a la edición mexicana de sus ensayos, La palabra disfrazada de carne, que, a decir de la propia Elfriede, jamás publicaría en su país: “Si yo estuviera en México me ocuparía la mayor parte del tiempo de los horribles asesinatos en Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos (…) Concibo a estas jóvenes mujeres como criaturas desaparecidas , torturadas, desgarradas, me persiguen desde la primera vez que escuché de ellas. Si yo estuviera en México no me ocuparía de otra cosa. Después de todo, ¿qué puede hacer la lengua contra tal realidad? No debe poder hacer algo. Por suerte solo puede causar poco en comparación con lo que pueden causar los humanos. El puño siempre es más fuerte que la pluma, ésta es una verdad tan atroz, que escribir ensayos, da igual de qué traten, es ridículo e inútil, como en el fondo, todo acto de escribir es ridículo (…)” (p. 16).
En el desencantado mundo de Elfriede (Viena) no hay sitio para héroes, ni siquiera para la regeneración o la esperanza, ya no digamos el amor, que se limitará a unas cuantas sacudidas y jadeos. Ni víctimas ni verdugos: aquí los roles se invierten y pervierten. Todos tienen su precio y su desprecio, como en toda sociedad que presuma de capitalista. En Deseo, la esposa sometida, usada y vejada por su respetable marido termina asesinando a su propio hijo: el pez grande se come al chico en interminable (y simbólica) cadena. La intimidad familiar en las novelas de Elfriede no es otra cosa que la metáfora de lo que ocurre en la intimidad de la política. Las anti-feministas heroínas de la muy feminista Elfriede nunca elegirán la salida más inteligente a sus conflictos sino la más bruta y radical, como los gobiernos para quienes la guerra es el mejor remedio. La solución de la hembra gemela del macho. Las manifestaciones amorosas en su novelística son remedos, si, del amor, pero también del sexo: el país de las eyaculaciones prematuras y los orgasmos fingidos, cuando no del sadomasoquismo… en el mejor de los casos.
En Los excluidos, lleva al límite la putrefacción. Sus protagonistas son cuatro muchachos que recién han dejado atrás la adolescencia, y no obstante siguen siendo niños: niños idiotas. Sin embargo, parece decirnos la autora, la inocencia no es sinónimo de pureza, y en el caso específico de Rainer, Anna, Hans y Sophie, la una deviene antítesis de la otra. Tan conscientes están de ello que necesitan mancharse de sangre las manos para no ser más inocentes, y sin embargo lo son todavía más. Mucho se ha hablado de la ilimitada crueldad de los niños que no tienen empacho en señalar burlonamente a un manco o a un loco. Esa es la clase de inocencia que caracteriza a estos personajes, aunada a la inteligencia de Rainer, la fuerza física de Hans, la ausencia de miedo en Anna y el deseo de divertirse de Sophie. Rainer y Anna son gemelos e hijos de un lisiado, veterano de la Segunda Guerra Mundial y representante del nacionalsocialismo, que como el patriarca de Deseo hace fotografías pornográficas de su propia esposa y madre de sus hijos que, por cierto, se deja hacer sin ganas, “A quien, como él, ha visto montañas de cadáveres desnudos, también de mujeres, le excita muy poco su propia mujer.” (p.79); poeta Rainer, pianista Anna (como la Erika de La pianista y como esta, desviada sexual, aunque en distinta forma), representan a esa clase media tan espiada por las ranuras por esta autora. El dudoso privilegio de ser hijos de su padre les ha permitido a Rainer y a Anna estudiar en una escuela para niños bien donde conocen a Sophie, representante de la alta burguesía, mientras Hans, el obrero al que conocen en la calle, es hijo de una fanática comunista. Rainer, el snob, y Hans, el acomplejado, no tardarán en pelearse a la niña rubia, rica y estúpida, en tanto que Hans se inicia sexualmente con Anna y se ejercita con ella para no quedarle mal a la que él dice amar. Anna, pues, es utilizada como su madre por su padre.
Lo único que une a estos seres es un mal entendido ideal anárquico que, suponen habrá de salvarlos de las ideologías de sus respectivos padres, es decir, de parecerse a ellos. ¡Lo que sea con tal de diferenciarse de quienes les dieron el ser, hasta robar, matar sin motivo y regodearse en la ilegalidad, lo que sea!... ¡Matarles incluso! Elfriede pertenece a la misma generación de los protagonistas Los excluidos. La generación de posguerra que requiere arrancarse la herencia ideológica y política como costras, hijos de progenitores ideologizados y politizados a morir; izquierda o derecha, nada de centro. Burguesía o proletariado. El arte… bueno, el arte no basta para curarlos de la repulsión por la sangre que les corre por las venas. El desmedido ejercicio de la violencia es el paliativo alterno para el asco infinito de Rainer y Anna; el complejo de inferioridad de Hans y el aburrimiento de Sophie. “La expresión en su cara (de Rainer) no debe ser simplemente brutal, tiene que reflejar la expresión de un individuo que lee a Camus y que, por el tormento que le produce el mundo, llega al asesinato. Camus es un nihilista existencial, pero cree en Dios, algo en lo que erróneamente también creyó Rainer y sigue analizando aún hoy, pero si también lo analiza un Camus de esas características es que está en buena compañía.” (p. 160).
Pero Elfriede, podrá argüir alguien, no tiene que esforzarse demasiado para mirar la basura debajo de la alfombra. ¡No es así! Reflejar a una Sociedad (en mayúscula, porque no se trata solo de Austria sino de Occidente) exige una mirada que traspase (tasajee) las infinitas capas de lo superfluo. No describe masas amorfas: disecciona a los individuos que la conforman, abriéndoles en canal cerebro, pecho y vientre de los que invariablemente la mierda brotará a raudales: “Las jóvenes dependientas que están en el cine comprimen sus muslos al llorar, de tal manera que las manos del tornero o soldador que los palpan, quedan atrapadas en medio sin espacio para maniobrar. La mano quiere entrar pero sólo consigue entrar en una bolsa de palomitas, recién descubiertas en América, que rebosa abundancia y superfluidad porque está muy llena.” (p. 106).
Aunque esta, su novela sartreana que retrata a una sociedad que pugna por desatenderse de los crímenes del nazismo constituyó todo un escándalo a nivel de crítica, Elfirede alcanzó notoriedad con la espléndidamente adaptada al cine con el titulo The Piano Teacher (con Isabelle Huppert en el rol protagónico y dirigida por el también austriaco Michael Heneke), publicada en español como La pianista (Mondadori, Barcelona, 1993, traducida por Pablo Diener Ojeda). Como las grandes novelas, La pianista cimbra cualquier sensibilidad sin gentilicios. Al igual que el violento París de Houllebecq, donde las mujeres son brutalmente violadas y asesinadas en el metro, Elfriede monta una Viena colapsada por la delincuencia que nos resultará del todo semejante a la ciudad de México. Este es el escenario ideal para un personaje, Erika Kohut, que en sí misma personifica las represiones morales y sexuales que han venido padeciendo las mujeres a través de los siglos, y terminará resolviendo, para variar, de la forma más radical y menos afortunada.
Lo fascinante de la sicología de este personaje es su estar consciente de su propio patetismo. Erika Kohut es una maestra de piano, treintona y dominada por su madre. Aunque el término “solterona” se encuentre totalmente demodé, particularmente en Europa donde las mujeres no se casan —si es que se casan—antes de los 35 años, Erika es—y en ello radica su patetismo—una solterona de vocación, atrapada, acaso a voluntad, en una madeja de frustraciones de todo tipo. Pero esta es apenas una faceta de este complejo personaje: Erika es también una artista frustrada que, suele suceder, deviene en implacable maestra. Al estar consciente de su mediocridad, reconoce esa misma característica en el mundo que la rodea: “El instinto de la manada siempre lleva a valorar muy alto lo mediocre (...) En la mediocridad nadie puede encontrarse a solas con algo, mucho menos consigo mismo.” El ingreso de Walter Klemmer, estudiante de 17 años, a la agreste existencia de Erika, le depara más de una sorpresa. Definitivamente no se trata de la prototípica historia de amor entre un joven y una mujer madura y, con la crudeza que la caracteriza, Elfriede exhibe los sentimientos más bajos de sus personajes. El deseo de Walter por su profesora surge de la curiosidad, la cual se incrementa hasta transformarse en morbo. Si a esto le agregamos que la actitud de Erika hacia la sexualidad no ha sido sana en lo absoluto—ha suplido las relaciones humanas con pornografía—, el lector puede esperar cualquier cosa. A partir de los sentimientos mezquinos de ambos personajes, Elfriede reflexiona acerca del papel de la mujer en la sociedad, y lo hace sin concesiones, con pasmosa llaneza: “De pronto, el adorno de las reinas ha ido a parar a las bragas, y a partir de ese momento toda mujer sabe cuál ha de ser su lugar en la vida. Aquello que inicialmente coronaba la cabeza gratificando el orgullo infantil ha ido a parar donde la leña femenina ha de esperar pacientemente el hachazo.”
Elfriede, que también fue una pianista frustrada (“de ahí mi oído musical para la prosa”, dice), se caracteriza por una repugnancia que se diluye en una prosa formal y hermosa. Repugnancia hacia la naturaleza humana que describe con la maestría de quien ha perdido el miedo a sí misma y no tiene empacho en exprimirse hasta el tuétano. La también dramaturga tuvo prohibido por algún tiempo montar sus obras en territorio austriaco, aunque dicha prohibición se le revocó en 1989, cuando presentó una obra que fue todo un acontecimiento: Ein Sportstück. La asimismo traductora al alemán de Paul Auster y Thomas Pynchon es increíblemente tímida, habla dulce y quedito. Es casi como un pollito, aunque su mirada parezca hecha con esquirlas de hielo y su peculiar copetito rubio le confiera dignidad de transgresora no ridícula. Asegura que ella, menos que nadie, esperaba tamaña distinción como lo es el Premio Nóbel, y es que es una mujer que nunca sale de casa, que padece, según sus propias palabras, “fobia social” (¿le creemos?), razón por la cual envió a un emisario a Estocolmo a recoger su premio: “(…) Para mayor seguridad, no solo para protegerme a mí, mi lengua corre al lado y mío y controla que lo haga también correctamente, que lo haga correctamente falso, describir la realidad, porque ella siempre tiene que ser descrita falsamente –no puede ser de otra forma- pero tan falsamente que, quien la lea o escuche, capte inmediatamente su falsedad. ¡Está mintiendo! Y esta perra, la lengua, que debería protegerme, pues para eso la tengo, ahora intenta morder (…)” (“Fuera de lugar”, discurso del recepción del Nóbel, noviembre de 2004, La palabra disfrazada de carne, p. p 30 y 31).


Escenas de la película La pianista, de Michael Haneke (2001)

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