Vértigo de 100 años

Cuando damos una muñeca a una niña le regalamos muerte, es la efigie y el sudario; cuando una mujer la regala a otra mujer, le da la vida que no pueden engendrar; es su vida sagrada y profana…
D.B

Así como Robin Vote, personaje fetiche de El bosque de la noche (Nightwood), su autora, Djuna Barnes, fue asediada por hombres y mujeres, aunque a diferencia de la enigmática Robin, que no parecía tener más vida que las simbólicas muñecas que pueblan esta novela, Djuna se mantuvo impasible ante cualquier pasión que no fuera la escritura. Lo dejan entrever sus datos biográficos, aunque varios la asocien con la patética enamorada de la propia Robin, Nora Flood, cosa que me permití descartar apenas asomarme a la caótica existencia de esa mujer con tendencia a la crueldad a quien no imagino buscando el hombro de un médico homosexual para llorar su tragedia de amor: Djuna tenía sentimientos encontrados hacia los homosexuales varones. Por un lado los compadecía casi con ternura, por otro, los despreciaba, aunque varios de sus queridos amigos lo fueran.Tampoco concibo que la mordaz narradora de El almanaque de las mujeres, quien desde una postura contemplativa describe a las lesbianas más notorias de su tiempo, fustigándose por una mujer que la pisoteara sin misericordia. El que la autora colocara un inviolable sello en sus labios literalmente rojos, aunque dejando entrever terribles episodios de su vida familiar en la obra teatral The Antiphon y en la novela Ryder, ha puesto en apuros a sus biógrafos respecto al pasaje de su vida que inspiró esta novela y cuya única certeza es que está inspirada en su relación de ocho años (1921-1929) con la escultora Thelma Wood, si bien Djuna negó en todo momento ser lesbiana, dejando abierta la posibilidad de ejercer la bisexualidad. A los cuarenta años experimentaría una gran pasión, plenamente correspondida, por un atractivo escritor veinte años más joven que ella, Charles Henri Ford, aunque, para no variar, Djuna pronto se sintió impulsada a buscar nuevas motivaciones. Por desgracia para el talentoso Ford, su amada había sido despojada precozmente, y de la peor manera, del ideal de príncipe azul sobre su caballo blanco.
A la inversa de la Bella Durmiente, y no obstante su inocultable alcoholismo que la puso al borde de la muerte, Djuna permaneció despierta cien años: nació en Cornwall-on-Hudson, Nueva York, el 12 de junio de 1892, y murió también en Nueva York, el 18 de junio de 1992, sepultada entre papeles en un modesto departamento en Patchin Place, en Greenwich Village, a los pocos días de alcanzar el centenario, acompañada, si acaso, por un “hombre joven y ambiguo” y un par de perros. Dependiente toda su vida del mecenazgo de poderosas amigas –con quienes por cierto se mostró poco agradecida- logró sobrellevar la vejez gracias a las regalías que le dejó la ante dicha novela. Nueva York fue su refugio cuando ya demasiado vieja y enferma para continuar el estilo de vida que caracterizó su dorada juventud en París, sin los amigos que la acompañaron en su alocado trayecto, bastante mayores que ella y muertos por ende, experimentó el irrefrenable deseo de ocultarse, “como Greta Garbo”.
Poeta, ensayista y novelista, fue conocida principalmente por El bosque de la noche, a la que T. S Eliot, Graham Greene y Lawrence Durrell dieron en considerar una de las más importantes del siglo XX, llegando a equipararla con el Ulysses de Joyce, con la que guarda paralelismos estilísticos como la densidad discursiva y psicológica de los personajes. Eliot señala: “(…) Decir que El bosque de la noche gustará especialmente a los lectores de poesía no significa que no sea una novela tan buena que sólo una sensibilidad aguzada por la poesía podrá apreciarla plenamente (…)” En realidad este prólogo de Eliot a El bosque de la noche es lo más atinado e inteligente dicho hasta ahora sobre la desconcertante obra de esta autora, sobre la que también se han escrito demasiado tonterías, por lo que resulta imposible no regresar a él más adelante.
Ser libre es algo por lo que Djuna casi no tuvo que luchar, aunque la ausencia de una guía confiable para emprender el vuelo la llevó a estrellarse una y otra vez contra la vida. Libertad, la más grande posesión del ser humano, algo con lo que a veces esta jovencita no sabía que hacer, sería asumido por la futura escritora como un estado de conciencia sin el que no le hubiera sido posible escribir obras tan bellamente heterodoxas. Su infancia, por supuesto, no fue normal… o no fue… como la de la enigmática Sylvia, la niña “adoptada” por la torva Jenny Petherbridge y hacia quien su actitud no es propiamente maternal, algo que inevitablemente invoca la infancia sin inocencia de la autora. Hija de artistas frustrados, su padre, Wald Barnes, era un pintor fracasado que terminó siendo granjero y su madre, Elizabeth Chappel, violinista inglesa poco conocida. Él no tuvo empacho en llevar a vivir a la casa familiar a su amante Fanny Faulkner, vieja amiga de su mujer, quien no puso demasiado reparo en compartir la vida conyugal con aquella, llegando a quedar preñadas al unísono. En medio de tamaña confusión, la pequeña Djuna buscó respuestas en el lecho de la abuela paterna, Zadel, intelectual, inquieta y aficionada al arte, quien transmitió a la niña su pasión por los libros, su refinamiento… y algo más. Me pregunto si las palabras de Madame von Vartmann a su hija, las habrá escuchado alguna vez Djuna en labios de su abuela, que seguramente también pintaba de un rojo quemante. En caso de ser así, Djuna, contrario a la joven Richter, sí aprendió la lección:

(…) Tienes que saberlo todo, y entonces empezar. Tienes que tener una gran capacidad de comprensión, o derrumbarte. Los caballos te alejan corriendo del peligro, los trenes te vuelven a traer. Los cuadros dan una punzada mortal en el corazón: están colgados sobre un hombre al que amabas y a quien tal vez asesinaste en su cama. Las flores entierran al corazón porque un niño estaba sepultado en ellas. La música incita al terror de la repetición. Las encrucijadas se encuentran allí donde los amantes juran su amor, y las tabernas son para los ladrones. La contemplación conduce al prejuicio y las camas son campos donde las criaturas combaten una batalla perdida, ¿Lo sabes, todo esto? (“Aller et retour”, La pasión y otros relatos, Plaza & Janés, traducción de Juan Antonio Masoliver Ródenas y Celia Szusterman, Barcelona, 1999, p.25).

Aprendió también, quien sabe si a través de la abuela o de alguna otra imagen materna -un loco sabio en camisón, por ejemplo- que todas las muchachas están perdidas porque no encuentran al príncipe azul que les prometieron los libros de infancia, por lo que a veces no se percatan de que el doncel bien puede ser otra muchacha: la más dulce de las mentiras.
A juzgar por el contenido de una serie de cartas obscenas intercambiadas ya en la adultez de Djuna, los biógrafos han concluido que existió algún abuso sexual por parte de la abuela hacia la nieta, como de hecho lo hubo por parte del padre que, no contento con hacer a sus hijos testigos de sus escarceos con su esposa y su concubina, y manosear a su hija mayor, entregó esta a un hombre que le triplicaba la edad, cuando Djuna contaba apenas dieciséis años, sin que la madre, y al parecer tampoco la abuela, hicieran nada por impedirlo. Aquel acto de crueldad sexual tatuaría sin remedio el alma de Djuna. La Robin de El bosque de la noche se casa con un amanerado barón que le lleva varios años y pone el mundo a sus pies… un mundo, por cierto, falso. Pero ella lo abandona apenas dar luz a un hijo varón. Este dato, ciertamente, no concuerda con lo poco que se sabe del, en efecto, breve “matrimonio” de Djuna. La novela plantea, en cambio, un símil de relación incestuosa entre Robin y Nora, pese a no existir lazo sanguíneo alguno entre ellas: “Tú (Nora), que hubieras debido tener mil hijos, y Robin que hubiera tenido que ser todos ellos (…)” (El bosque de la noche, Seix Barral, Biblioteca Breve, México, 1988, p. 117)
No se le había enviado a una escuela porque los Barnes eran alérgicos a todo lo convencional: el padre dispuso que recibiera instrucción académica en la propia granja lo que, paradójicamente, no la convirtió en un ser solitario ni contemplativo, sino exactamente en fierecilla demasiado despierta. No fue sino hasta los diecinueve años que Djuna acudió al Instituto de Arte Pratt en Brooklyn, donde escandalizó – y sedujo- a medio mundo con un desparpajo tan elegante como primitivo, cabello recortado a la mínima expresión y un rintintín de pulseras y collares, y es que la jovencita había tenido experiencias que pocas chicas de su edad serían capaces de imaginar. Durante esa época, Wald y Elizabeth disolvieron su vínculo matrimonial y la muchacha, “en rebeldía”, interrumpió los estudios para ponerse a trabajar como periodista e ilustradora en diversos diarios neoyorquinos, principalmente The Brooklyn Eagle.
Inicia su incansable vida bohemia en la aldea Greenwich, donde Djuna maravilló con su atractivo e ingenio a los más excéntricos personajes. Publicó su primer libro, una colección de poesía y dibujos, titulada algo así como Las mujeres repulsivas, en 1915, sin que ocurriera absolutamente nada, excepto su posterior arrepentimiento, pues valoraría que Eliot tenía razón al advertirle que no se atreviera a escribir poesía, que lo suyo era la prosa, lo que no significa que haya abandonado el género. Un tanto temerosa de la página en blanco que la engullía hasta los huesos, llegó a creer que después del Ulysses de Joyce resultaba infructuoso intentar la Obra Maestra, con todo y su inseguridad en el aspecto artístico, había algo que le otorgaba la certeza de ir en pos de nuevos derroteros sin fracasar del todo: su extraordinaria belleza, aderezada con un sex appeal nato. Imposible, otra vez, no asociarla con Robin Vote, “Tenía como un azul fluido debajo de la piel, como si le hubieran arrancado la corteza del tiempo (…) Unas sienes, como las de los venados jóvenes cuando les apunta el cuerno, como ojos adormilados.” (p. 153). Quienes la conocieron describen su cabello de color caoba y sus ojos de un azul entre arrogante y vago. Las fotografías de su esplendorosa juventud nos devuelven a una mujer de labios impecablemente pintados de rojo. Su última entrevistadora, Michelle Cause –quien, por cierto, logró lo que no pudieron Anäis Nin y Carson McCulllers: acceder a la leyenda- afirma que a los noventa y nueve Djuna todavía pintaba sus labios en ese tono, lo que, a diferencia de otras ancianas no le confería patetismo sino una dignidad cuasi funeraria. Otro rasgo impactante era esa desafiante seguridad para la que la pura belleza no alcanza, sino el casi indecente orgullo de ser mujer. Contrario a lo que tiende a creerse cuando se lee que hizo la mayor parte de su carrera literaria al lado de amigas lesbianas como Natalie Clifford Barney y Gertrude Stein, lo desafiante en Djuna, tanto en actitud como en su escritura, era esa feminidad casi vestal que le impedía crear personajes masculinos creíbles para la época –no tanto para la nuestra-, no exactamente mal construidos pero sí peligrosamente cercanos a la parodia. El personaje del doctor Matthew O’ Connor de El bosque…, con su ambigua sexualidad y su fetichismo entre conmovedor y perverso, es de los mejor logrados de la literatura de todos los tiempos. Esta es la descripción de la habitación de Matthew, paño de lágrimas tanto de Nora como de Félix, enamorados ambos de la esquiva Robin:

Un montón de libros de medicina y de temas diversos, polvorientos y con manchas de humedad, llegaba casi hasta el techo (…) Sobre un tocador de arce, que no era de factura europea, se veían unos oxidados fórceps, un escalpelo roto y media docena de instrumentos varios que ella (Nora) no pudo identificar: un catéter, una veintena de frascos de perfume, casi vacíos, pomadas, cremas, barrras de labios, polveras y borlas. De los cajones entreabiertos colgaban puntillas, cintas, medias, ropa interior de señora (…) sin embargo, a la habitación no le faltaba cierto aire varonil; un cruce de chambre á coucher y sala de entrenamiento de boxeador (…) (p. 94)

Los hombres “indefinidos” –y hasta el propio Félix lo es- resultan, junto con las mujeres salvajes, especialidad de Djuna Barnes: como la Freda Buckler “empapada de descaro”, protagonista de la que algunos críticos consideran su mejor relato, “Una noche entre los caballos”. Aunque El bosque de la noche aborde una relación patológica entre mujeres, no recuerdo haber leído nada más próximo a la genuina escritura femenina… sabiduría de brujas, por llamarlo de algún modo, y la misma impresión me dejan sus relatos, como el maravilloso “Aller et retour” y, por supuesto, El almanaque de las mujeres –la más reciente edición en castellano, publicada por Editorial Egales, optó por cambiar el “damas” del título original, por “mujeres”- donde las damas enamoradas de otras crean impenetrables vallas de peinetas, abanicos, perfumes, cremas, encajes y trenzas. Se trata de una hagiografía satírica de las santas mujeres que rodean a la papisa Evangeline, las cuales jamás conocerán varón y realizan extraordinarios milagros: “(….) ¿qué le impide a una Muchacha moderna levantarse del Lecho de otra Muchacha igualmente con algo innovador en la Mente y en el Vientre? (…) El amor en el Hombre es Miedo al Miedo. El amor en la Mujer es Esperanza sin Esperanza. El hombre tiene todo lo que se puede arrebatar; el Amor de una Mujer también alberga ese temor, pero aprende a Convivir con él (…)” (Editorial Egales, Col. Otras Voces, traducción de Rocío de la Maya y Anna Sánchez Rué, Edición de Isabel Franc, Madrid, 2009, p. 40)Djuna marchó a París en 1920, donde conoció a Peggy Guggemhein (a quien dedica El bosque…), que habría de transformarse en su mecenas y mejor amiga. Gracias a Peggy y a Natalie Clifford Barney, quien fuera su amante durante algún tiempo e inspiró a la protagonista de El almanaque…., Evangeline Musset, Djuna jamás pasó hambre ni carencias en París y llevó una vida más que decorosa, casi lujosa. Se codeó con la crema y nata de los expatriados como Gertrude Stein, F. Scott Fitzgerald, Ezra Pound y el ya citado T.S Eliot. Por entonces, joven y bella aún, era ya aficionada a la bebida y a la vida loca. En uno de sus espontáneos retornos a Nueva York conoció y se enamoró de la escultora Thelma Word, y publicó otros dos libros poco afortunados, al menos no en lo inmediato, pues el segundo de estos, El almanaque de las mujeres, donde quedan inmortalizadas, además de la ya citada Natalie, la pintora Romaine Brooks (pareja oficial de Natalie), Solita Solano –la mejor amiga de Djuna-, Janet Flanner, Radcliffe Hall, Dolly Wilde (sí, hermana de Oscar) y hasta la “heterosexual curiosa” que nunca falta en un círculo sáfico, la poeta estadounidense Mina Loy, se convertiría en libro de culto no solo de las lesbianas, sino de las feministas que localizan en él un llamado a la emancipación de la mujer en más de un sentido: “¡Haré sonar las Campanas de todo Basham por este descubrimiento; atronaré con tañidos y repiques mi Ciudad de tal manera, que las Mujeres se desatarán sus corsés y los colgarán en la Ventana en señal de alegría!” (p. 92) La primera edición se imprimió en París, gracias a Robert McAlman, otro compañero de francachela de Djuna, ya que en EU nadie fue lo bastante audaz para publicarlo.
Su siguiente novela y obra maestra, estuvo a punto de correr con la misma suerte: El bosque de la noche fue rechazada en prácticamente todas las editoriales de EU, hasta que T.S Eliot, personalmente, encomendó su revisión a Faber & Faber. No se trata, es verdad, de una novela fácil, como no lo fue la propia Djuna. A Robin Vote tampoco la conocemos de verdad, ni siquiera el Matthew O´Connor, doctorado no solo en medicina sino en maledicencia y chismorreo, es capaz de definirla con la misma nitidez que a lo demás, al grado de romper en llanto cuando reconoce no saber en realidad quién es Robin Vote, de quien tampoco el lector sabe de dónde viene ni a donde va, ni lo que piensa, ni lo que ama, ni si le remuerde la conciencia por haber abandonado a un hijo enfermo. En cierto modo, los demás personajes son también impredecibles: Félix Volkbein, esposo de Robin, judío avergonzado de serlo, atrapado en un mundo de apariencias con la ridícula indefensión de una mosca en una tela de araña... Nora y Jenny Petherbridge, las amantes antitéticas de la esposa infiel… Matthew O´Connor, el médico en quien los demás ven un parloteador de cantina y dice lo que nadie se atreve… ¡y nadie entiende! Sólo un cínico entendedor de las más bajas pasiones es capaz de depurar la esencia corrupta de cada uno de estos personajes, empezando por la depravada Jenny, a quien describe con la alucinante precisión de una autopsia psíquica: “(…) Era una de las mujeres malas más insignificantes de su tiempo; porque no podía dejar en paz a su tiempo; porque no podía dejar en paz a su tiempo, y sin embargo no podía formar parte de él. Quería ser la razón de todo y no era causa de nada. Tenía la facilidad de palabra y de acción que la Divina Providencia otorga a los que no pueden pensar por sí mismos. Era maestra de la frase melosa y del abrazo apretadísimo (…) no podía participar de un gran amor, sólo podía relatarlo (…)” (p. 83).El bosque de la noche es una novela tan revolucionaria, que por momentos no parece novela, quizá por la forma en que los personajes montan y desmontan sus propias emociones e interpretan las de los demás y la acción recae en sus discursos. La estructura literaria, sin embargo, es tan compleja que exige más de una lectura. Personalmente no fue sino hasta la relectura que sinceramente me emocioné con la visión de la vida del doctor y, sobre todo, con la brutal co-dependencia de Nora y la incapacidad para amar de Robin. Es en la escritura donde Djuna no se permite ser libre. La estilización del lenguaje llega a extremos tiránicos, no tanto para con el lector como para con la autora, sin contar la forma en que esta sigue a sus personajes hacia el precipicio, sin imponerles nada, otra virtud alabada por Eliot: “(...) Me parece que todos nosotros, en la medida en que nos aferramos a objetos creados y aplicamos nuestra voluntad a fines temporales, estamos roídos por el mismo gusano de personas como fenómenos de feria no sólo es errar el golpe sino reafirmar nuestra voluntad y endurecer nuestro corazón en una inveterada soberbia.”
Después de esta novela, su último trabajo importante fue la brutal Antiphon (1958), juego surrealista escrito en prosa, alrededor del incesto, situación que persigue varias de sus narraciones. Aunque vivió la Segunda Guerra Mundial, Djuna siempre encontró un amigo o amiga con quien refugiarse, aunque terminaría siendo una anciana lejana a la vulnerabilidad que oscilaría su bastón sobre las cabezas de editores jóvenes que juzgaban “oscura” o “poco comercial” su gran obra. Entre las contradicciones de carácter de esta mujer magnífica, se encuentra haber sido tan ingrata con su mecenas de siempre, como enviarle una puntual felicitación navideña a Berthe, quien fuera cocinera de Natalia Barney, “Con ella –nos dice Michele Cause- la mujer deja de ser una utopía reducida a un tópico. Ya no está conminada a asumir un sentido, uno solo (reproductor), y se deja llevar por el vértigo de su propia materia (…)”

POEMAS DE DJUNA BARNES, EXTRAÍDOS DE POESÍA REUNIDA 1911-1982



EL LAMENTO DE LAS MUJERES
I.-
¡Ay Dios míos, qué es lo que más amamos!
¿Ésta carne puesta en nosotros como un guante arrugado?
Huesos tomados deprisa de alguna lujuriosa cama
Y por ímpetu, el empujón del diablo.

Qué es lo que besamos con prisa,
Esta boca que busca la nuestra, o aún más que ése
Pequeño ojo lastimoso en la engañada cabeza,
Como si lamentara aquello que a nosotras nos falta.

Este pálido, ese más que anhelante oído atento
Que oye de la lastimosa boca el suave lamento,
Para marcar la silenciosa y angustiada caída
De aún otra caliente y deformada lágrima.

Brazos cortos y magullados pies muy separados
Para caminar eternamente con nosotros desde la salida.
¿Ay Dios, es esta la razón que amamos
-No son tales cosas golpes mortales al corazón?

OCASO DE LO ILÍCITO

Tú, con tus largas y vacías ubres
Y tu calma,
Tu ropa blanca manchada y tus
Flácidos brazos.
Con dedos saciados arrastrándose

Tus rodillas muy separadas como
Pesadas esferas;
Con discos sobre tus ojos como
Cáscaras de lágrimas,
Y grandes lívidos aros de oro
Atrapados en tus orejas.

Tu pelo teñido cardado a mano
Alrededor de tu cabeza.
Labios, mucho tiempo alargados por sabias palabras
Nunca dichas.
Y en tu vivir todas las muecas
De los muertos.

Te vemos sentada al sol
Dormida;
Con los más dulces dones que tenías
Y no has conservado
Nos afligimos de que los altares de
Tu vicio reposen profundos.

Tú, el polvo del ocaso de
Un amanecer húmedo de fuego;
Tú, la gran madre de
La gran ilícita;
Mientras las otras se encogen en virtud
Tú has dado a luz.

Te veremos mirando al sol
Unos cuántos años más;
Con discos sobre tus ojos como
Cáscaras de lágrimas;
Y grandes lívidos aros de oro
Atrapados en tus orejas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

esa pasión y esa desnudez me fascinan