
D.B
Así como Robin Vote, personaje fetiche de El bosque de la noche (Nightwood), su autora, Djuna Barnes, fue asediada por hombres y mujeres, aunque a diferencia de la enigmática Robin, que no parecía tener más vida que las simbólicas muñecas que pueblan esta novela, Djuna se mantuvo impasible ante cualquier pasión que no fuera la escritura. Lo dejan entrever sus datos biográficos, aunque varios la asocien con la patética enamorada de la propia Robin, Nora Flood, cosa que me permití descartar apenas asomarme a la caótica existencia de esa mujer con tendencia a la crueldad a quien no imagino buscando el hombro de un médico homosexual para llorar su tragedia de amor: Djuna tenía sentimientos encontrados hacia los homosexuales varones. Por un lado los compadecía casi con ternura, por otro, los despreciaba, aunque varios de sus queridos amigos lo fueran.

A la inversa de la Bella Durmiente, y no obstante su inocultable alcoholismo que la puso al borde de la muerte, Djuna permaneció despierta cien años: nació en Cornwall-on-Hudson, Nueva York, el 12 de junio de 1892, y murió también en Nueva York, el 18 de junio de 1992, sepultada entre papeles en un modesto departamento en Patchin Place, en Greenwich Village, a los pocos días de alcanzar el centenario, acompañada, si acaso, por un “hombre joven y ambiguo” y un par de perros. Dependiente toda su vida del mecenazgo de poderosas amigas –con quienes por cierto se mostró poco agradecida- logró sobrellevar la vejez gracias a las regalías que le dejó la ante dicha novela. Nueva York fue su refugio cuando ya demasiado vieja y enferma para continuar el estilo de vida que caracterizó su dorada juventud en París, sin los amigos que la acompañaron en su alocado trayecto, bastante mayores que ella y muertos por ende, experimentó el irrefrenable deseo de ocultarse, “como Greta Garbo”.
Poeta, ensayista y novelista, fue conocida principalmente por El bosque de la noche, a la que T. S Eliot, Graham Greene y Lawrence Durrell dieron en considerar una de las más importantes del siglo XX, llegando a equipararla con el Ulysses de Joyce, con la que guarda paralelismos estilísticos como la densidad discursiva y psicológica de los personajes. Eliot señala: “(…) Decir que El bosque de la noche gustará especialmente a los lectores de poesía no significa que no sea una novela tan buena que sólo una sensibilidad aguzada por la poesía podrá apreciarla plenamente (…)” En realidad este prólogo de Eliot a El bosque de la noche es lo más atinado e inteligente dicho hasta ahora sobre la desconcertante obra de esta autora, sobre la que también se han escrito demasiado tonterías, por lo que resulta imposible no regresar a él más adelante.

(…) Tienes que saberlo todo, y entonces empezar. Tienes que tener una gran capacidad de comprensión, o derrumbarte. Los caballos te alejan corriendo del peligro, los trenes te vuelven a traer. Los cuadros dan una punzada mortal en el corazón: están colgados sobre un hombre al que amabas y a quien tal vez asesinaste en su cama. Las flores entierran al corazón porque un niño estaba sepultado en ellas. La música incita al terror de la repetición. Las encrucijadas se encuentran allí donde los amantes juran su amor, y las tabernas son para los ladrones. La contemplación conduce al prejuicio y las camas son campos donde las criaturas combaten una batalla perdida, ¿Lo sabes, todo esto? (“Aller et retour”, La pasión y otros relatos, Plaza & Janés, traducción de Juan Antonio Masoliver Ródenas y Celia Szusterman, Barcelona, 1999, p.25).

A juzgar por el contenido de una serie de cartas obscenas intercambiadas ya en la adultez de Djuna, los biógrafos han concluido que existió algún abuso sexual por parte de la abuela hacia la nieta, como de hecho lo hubo por parte del padre que, no contento con hacer a sus hijos testigos de sus escarceos con su esposa y su concubina, y manosear a su hija mayor, entregó esta a un hombre que le triplicaba la edad, cuando Djuna contaba apenas dieciséis años, sin que la madre, y al parecer tampoco la abuela, hicieran nada por impedirlo. Aquel acto de crueldad sexual tatuaría sin remedio el alma de Djuna. La Robin de El bosque de la noche se casa con un amanerado barón que le lleva varios años y pone el mundo a sus pies… un mundo, por cierto, falso. Pero ella lo abandona apenas dar luz a un hijo varón. Este dato, ciertamente, no concuerda con lo poco que se sabe del, en efecto, breve “matrimonio” de Djuna. La novela plantea, en cambio, un símil de relación incestuosa entre Robin y Nora, pese a no existir lazo sanguíneo alguno entre ellas: “Tú (Nora), que hubieras debido tener mil hijos, y Robin que hubiera tenido que ser todos ellos (…)” (El bosque de la noche, Seix Barral, Biblioteca Breve, México, 1988, p. 117)
No se le había enviado a una escuela porque los Barnes eran alérgicos a todo lo convencional: el padre dispuso que recibiera instrucción académica en la propia granja lo que, paradójicamente, no la convirtió en un ser solitario ni contemplativo, sino exactamente en fierecilla demasiado despierta. No fue sino hasta los diecinueve años que Djuna acudió al Instituto de Arte Pratt en Brooklyn, donde escandalizó – y sedujo- a medio mundo con un desparpajo tan elegante como primitivo, cabello recortado a la mínima expresión y un rintintín de pulseras y collares, y es que la jovencita había tenido experiencias que pocas chicas de su edad serían capaces de imaginar. Durante esa época, Wald y Elizabeth disolvieron su vínculo matrimonial y la muchacha, “en rebeldía”, interrumpió los estudios para ponerse a trabajar como periodista e ilustradora en diversos diarios neoyorquinos, principalmente The Brooklyn Eagle.

Un montón de libros de medicina y de temas diversos, polvorientos y con manchas de humedad, llegaba casi hasta el techo (…) Sobre un tocador de arce, que no era de factura europea, se veían unos oxidados fórceps, un escalpelo roto y media docena de instrumentos varios que ella (Nora) no pudo identificar: un catéter, una veintena de frascos de perfume, casi vacíos, pomadas, cremas, barrras de labios, polveras y borlas. De los cajones entreabiertos colgaban puntillas, cintas, medias, ropa interior de señora (…) sin embargo, a la habitación no le faltaba cierto aire varonil; un cruce de chambre á coucher y sala de entrenamiento de boxeador (…) (p. 94)
Los hombres “indefinidos” –y hasta el propio Félix lo es- resultan, junto con las mujeres salvajes, especialidad de Djuna Barnes: como la Freda Buckler “empapada de descaro”, protagonista de la que algunos críticos consideran su mejor relato, “Una noche entre los caballos”. Aunque El bosque de la noche aborde una relación patológica entre mujeres, no recuerdo haber leído nada más próximo a la genuina escritura femenina… sabiduría de brujas, por llamarlo de algún modo, y la misma impresión me dejan sus relatos, como el maravilloso “Aller et retour” y, por supuesto, El almanaque de las mujeres –la más reciente edición en castellano, publicada por Editorial Egales, optó por cambiar el “damas” del título original, por “mujeres”- donde las damas enamoradas de otras crean impenetrables vallas de peinetas, abanicos, perfumes, cremas, encajes y trenzas. Se trata de una hagiografía satírica de las santas mujeres que rodean a la papisa Evangeline, las cuales jamás conocerán varón y realizan extraordinarios milagros: “(….) ¿qué le impide a una Muchacha moderna levantarse del Lecho de otra Muchacha igualmente con algo innovador en la Mente y en el Vientre? (…) El amor en el Hombre es Miedo al Miedo. El amor en la Mujer es Esperanza sin Esperanza. El hombre tiene todo lo que se puede arrebatar; el Amor de una Mujer también alberga ese temor, pero aprende a Convivir con él (…)” (Editorial Egales, Col. Otras Voces, traducción de Rocío de la Maya y Anna Sánchez Rué, Edición de Isabel Franc, Madrid, 2009, p. 40)


Su siguiente novela y obra maestra, estuvo a punto de correr con la misma suerte: El bosque de la noche fue rechazada en prácticamente todas las editoriales de EU, hasta que T.S Eliot, personalmente, encomendó su revisión a Faber & Faber. No se trata, es verdad, de una novela fácil, como no lo fue la propia Djuna. A Robin Vote tampoco la conocemos de verdad, ni siquiera el Matthew O´Connor, doctorado no solo en medicina sino en maledicencia y chismorreo, es capaz de definirla con la misma nitidez que a lo demás, al grado de romper en llanto cuando reconoce no saber en realidad quién es Robin Vote, de quien tampoco el lector sabe de dónde viene ni a donde va, ni lo que piensa, ni lo que ama, ni si le remuerde la conciencia por haber abandonado a un hijo enfermo. En cierto modo, los demás personajes son también impredecibles: Félix Volkbein, esposo de Robin, judío avergonzado de serlo, atrapado en un mundo de apariencias con la ridícula indefensión de una mosca en una tela de araña... Nora y Jenny Petherbridge, las amantes antitéticas de la esposa infiel… Matthew O´Connor, el médico en quien los demás ven un parloteador de cantina y dice lo que nadie se atreve… ¡y nadie entiende! Sólo un cínico entendedor de las más bajas pasiones es capaz de depurar la esencia corrupta de cada uno de estos personajes, empezando por la depravada Jenny, a quien describe con la alucinante precisión de una autopsia psíquica: “(…) Era una de las mujeres malas más insignificantes de su tiempo; porque no podía dejar en paz a su tiempo; porque no podía dejar en paz a su tiempo, y sin embargo no podía formar parte de él. Quería ser la razón de todo y no era causa de nada. Tenía la facilidad de palabra y de acción que la Divina Providencia otorga a los que no pueden pensar por sí mismos. Era maestra de la frase melosa y del abrazo apretadísimo (…) no podía participar de un gran amor, sólo podía relatarlo (…)” (p. 83).


POEMAS DE DJUNA BARNES, EXTRAÍDOS DE POESÍA REUNIDA 1911-1982
EL LAMENTO DE LAS MUJERES
I.-
¡Ay Dios míos, qué es lo que más amamos!
¿Ésta carne puesta en nosotros como un guante arrugado?
Huesos tomados deprisa de alguna lujuriosa cama
Y por ímpetu, el empujón del diablo.
Qué es lo que besamos con prisa,
Esta boca que busca la nuestra, o aún más que ése
Pequeño ojo lastimoso en la engañada cabeza,
Como si lamentara aquello que a nosotras nos falta.
Este pálido, ese más que anhelante oído atento
Que oye de la lastimosa boca el suave lamento,
Para marcar la silenciosa y angustiada caída
De aún otra caliente y deformada lágrima.
Brazos cortos y magullados pies muy separados
Para caminar eternamente con nosotros desde la salida.
¿Ay Dios, es esta la razón que amamos
-No son tales cosas golpes mortales al corazón?
OCASO DE LO ILÍCITO
I.-
¡Ay Dios míos, qué es lo que más amamos!
¿Ésta carne puesta en nosotros como un guante arrugado?
Huesos tomados deprisa de alguna lujuriosa cama
Y por ímpetu, el empujón del diablo.
Qué es lo que besamos con prisa,
Esta boca que busca la nuestra, o aún más que ése
Pequeño ojo lastimoso en la engañada cabeza,
Como si lamentara aquello que a nosotras nos falta.
Este pálido, ese más que anhelante oído atento
Que oye de la lastimosa boca el suave lamento,
Para marcar la silenciosa y angustiada caída
De aún otra caliente y deformada lágrima.
Brazos cortos y magullados pies muy separados
Para caminar eternamente con nosotros desde la salida.
¿Ay Dios, es esta la razón que amamos
-No son tales cosas golpes mortales al corazón?
OCASO DE LO ILÍCITO
Tú, con tus largas y vacías ubres
Y tu calma,
Tu ropa blanca manchada y tus
Flácidos brazos.
Con dedos saciados arrastrándose
Tus rodillas muy separadas como
Pesadas esferas;
Con discos sobre tus ojos como
Cáscaras de lágrimas,
Y grandes lívidos aros de oro
Atrapados en tus orejas.
Tu pelo teñido cardado a mano
Alrededor de tu cabeza.
Labios, mucho tiempo alargados por sabias palabras
Nunca dichas.
Y en tu vivir todas las muecas
De los muertos.
Te vemos sentada al sol
Dormida;
Con los más dulces dones que tenías
Y no has conservado
Nos afligimos de que los altares de
Tu vicio reposen profundos.
Tú, el polvo del ocaso de
Un amanecer húmedo de fuego;
Tú, la gran madre de
La gran ilícita;
Mientras las otras se encogen en virtud
Tú has dado a luz.
Te veremos mirando al sol
Unos cuántos años más;
Con discos sobre tus ojos como
Cáscaras de lágrimas;
Y grandes lívidos aros de oro
Atrapados en tus orejas.
Y tu calma,
Tu ropa blanca manchada y tus
Flácidos brazos.
Con dedos saciados arrastrándose
Tus rodillas muy separadas como
Pesadas esferas;
Con discos sobre tus ojos como
Cáscaras de lágrimas,
Y grandes lívidos aros de oro
Atrapados en tus orejas.
Tu pelo teñido cardado a mano
Alrededor de tu cabeza.
Labios, mucho tiempo alargados por sabias palabras
Nunca dichas.
Y en tu vivir todas las muecas
De los muertos.
Te vemos sentada al sol
Dormida;
Con los más dulces dones que tenías
Y no has conservado
Nos afligimos de que los altares de
Tu vicio reposen profundos.
Tú, el polvo del ocaso de
Un amanecer húmedo de fuego;
Tú, la gran madre de
La gran ilícita;
Mientras las otras se encogen en virtud
Tú has dado a luz.
Te veremos mirando al sol
Unos cuántos años más;
Con discos sobre tus ojos como
Cáscaras de lágrimas;
Y grandes lívidos aros de oro
Atrapados en tus orejas.
1 comentario:
esa pasión y esa desnudez me fascinan
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