Flores en tu pelo

Para Nadir Chacín

Margaret Mead creció creyendo que la escritura era como la jardinería… como jugar con su hermanita Priscilla. Todo el tiempo veía a su padre y a su madre sacudiendo la pluma sobre el papel y en consecuencia, ya a los nueve planeaba escribir una novela. Fue en la secundaria que se descubrió excepcional, no nada más en esto sino en otras muchas cosas. Ninguna de sus amigas tenía una madre con grado de doctora, mucho menos una abuela licenciada, en una época en que a las mujeres les bastaba con saber leer y escribir. Tampoco tenían un padre excéntrico y divertido para quien la norma eran las mujeres inteligentes. Tampoco contaban con permiso para llevar pantalones, cosa que Margaret estaba lejos de considerar un privilegio pues adoraba las faldas.
Si bien no le gustó nada descubrirse distinta a las demás niñas, ese sería su sino hasta el fin de sus días. Sería la primera mujer estadounidense en obtener permiso para filmar su propio parto, asistida por su tercer marido, el también antropólogo Gregory Bateson. También la primera, en mucho tiempo, en amamantar a su hijo, algo que no era bien visto en la década de los treinta. Además, exigiría parir sin anestesia “ese invento de los hombres”). Después de todo no se trataba de cualquier mujer, sino de una destacadísima antropóloga, filmadora de tantos otros partos en mundos primitivos y avalada, nada menos, que por el también reconocido pediatra Ben Spock.

En mi familia me trataban como persona, nunca como una niña que no comprende. Mi abuela me contaba de sus preocupaciones por mis padres mientras me peinaba el cabello. Mi madre me llevó al trabajo de campo con los inmigrantes recién llegados. Mi padre me enseñó a mirarlo a los ojos cuando recitaba un poema para una audiencia. Para ellos yo era un individuo (…)” (Experiencias personales y científicas de una antropóloga, p. 239, Paidós Básica, 2da edición en España, 2004, traducción de Claudia S. Serbert de Yujnovsky)

Nacida en Filadelfia, Pensilvania, el 16 de diciembre de 1901, Margaret Mead no supo que su signo astrológico era sagitario hasta que cumplió dieciséis años: alguien que va tan lejos como los demás pero apuntando más lejos aún. No se lo dijo una matrona lectora del tarot, sino el esposo de una amiga de su madre, que era físico. Aunque los Mead vivían en perpetuo movimiento, poseían lo indispensable: un lugar para el retorno y el descanso, una linda casa en Hammonton, New Jersey, si bien lo primero que Maggie aprendió fue que “el hogar puede estar en cualquier parte”.
Primogénito de una pareja de especialistas en ciernes sociales –economista, el padre, arqueóloga la madre- no solo creció escribiendo sino observando. No era raro que los adultos se sintieran incómodos bajo el escrutinio de los enormes y redondos ojos azules de aquella niña que parecía más impertinente que lista. Todo sujeto era digno de atención para la pequeña Maggie. Ella, al menos, siempre encontraba algún rasgo cautivador, hasta en el ser más anodino. A cada uno de sus tres hermanos menores –un chico y dos chicas –los sometió a concienzudos exámenes, no exentos de amor maternal atípico en una jovencita de su edad: “(…) Tenía muñecas, pero no me importaban: prefería los bebés verdaderos. Tampoco me gustaban mucho los animales, perros o gatos, porque los bebés eran tanto más interesantes. Siempre había bebés: los nuestros o los de otra gente y yo me encargaba de alzarlos, cuidarlos, jugar con ellos y observarlos.” Esto, y no otra cosa, la sensibilizaría al máximo respecto a las virtudes de los varones que la rodeaban y harían de ella una mujer enamoradiza pero voluble en ese cuestiones del corazón y de la piel.
Contrario a lo que pudiera pensarse, Margaret podía parecer muy tradicional: asistía puntualmente a misa, por gusto, más atraída por los cánticos que otra cosa. A los once años se hizo bautizar, cosa que en su autobiografía señala como una simbólica mayoría de edad. Pese a su buena relación con su padre, profesor de la Universidad de Pensilvania, llegarían a tener graves conflictos, ¿la razón?, la proverbial tacañería del señor Mead, a la que su hija alude como “tendencias conservadoras”. Esto y no otra cosa –hemos dicho ya que lo común para el señor Mead eran las mujeres con grado universitario- puso en peligro el soñado ingreso a la universidad de la joven, quien llegó a contemplar la posibilidad de fugarse de su casa y trabajar como cocinera, inspirada en sus propias empleadas domésticas, quienes eran a su vez esposas o hijas prófugas. Margaret no tenía empacho en reclamarle a su padre que gastara en mujeres y le escatimara la educación a su hija, a lo que el caballero correspondía con una sonrisa displicente. Entre toda la gente que había analizado, su padre era para Margaret el más transparente: “Aprendí a valorar las habilidades masculinas que él no tenía y por lo cual se sentía disminuido. Desde el principio repudié su temerosidad y con toda determinación le permití a mi pequeña y emprendedora hija subirse al pino más alto.”Por fin, Margaret ingresó a la Universidad de De Pauw, en Indiana, para estudiar psicología. Ahí conocería el sentimiento de discriminación, algo totalmente nuevo para ella y a lo que la mayoría de las chicas de su círculo parecían aclimatadas. Discriminación no solo de sexo, sobre todo de clase. En realidad había muchos pretextos para discriminar: “En esa época – cuenta Margaret- estaba de moda entre las muchachas lo que se designaba trajes Peter Thompson. Se trataba de trajes marineros de lana oscura o hilo color pastel. En la primavera, cuando me compré una de esas prendas, una famosa joven theta, al verme en la universidad, se acercó bruscamente para dar vuelta al cuello y mirar la etiqueta, esperando seguramente encontrar que mi nuevo vestido no era auténtico, pero lo era (…)” Se le discriminaba también por su gusto por los colores fuertes con que decoraba su cuarto, por trasladar hasta el campus un juego de té algo abollado, por no mascar chicle (algo por entonces considerado “chic”), por su acento… y por no pertenecer a la religión evangélica, lo que resultaba impedimento para ingresar a la prestigiada YMCA (Young Women´s Christian Association). A todo esto, Margaret reaccionó con un encogimiento de hombros. Poco a poco fue detectando otras chicas marginadas –pero talentosas- con quienes conformó una pandilla que se hizo llamar, en burlona respuesta a los “elevados ideales” de sus segregadores, Gatas de Basural.
Entusiasta escritora de poemas y cartas –su novio, Luther, quien castamente aguardaba por ella en Daleystown, era su principal destinatario – Maggie, que eventualmente se forzaba a do it the right, optó por ingresar al taller literario de su facultad para encausar su afición a la escritura. Habituada a la alabanza unánime, reaccionó incrédula cuando el profesor, un tal Billy Brewster, sentenció sin pestañear: Usted nunca será escritora. El temperamento de la joven, orientado más hacia el vaso medio lleno y no medio vacío, se repuso del inicial desánimo. No corrió a romper sus poemas, pero terminó aceptando que la creación literaria no era su fuerte, lo cual no significa que dejara de escribir poemas, práctica común en su grupo de amigas de las cuales solo Léonie Adams (1899-1988), quien seguiría a Margaret hasta Barnard, destacaría como poeta: “(…) Mi decisión de ser antropóloga se basaba en parte en la convicción de que un científico, aunque no tuviese un talento especial como debía tenerlo un gran artista, podía realizar una contribución útil al conocimiento.”
En posesión plena de su libertad, Margaret tomaría la decisión de casarse con Luther Cressman, en septiembre de 1923, poco antes de su ingreso a Barnard donde cursaría un posgrado en antropología. Temeroso de que su hija echara por la borda un prometedor futuro profesional, el señor Mead volvió a la carga y la chantajeó con un viaje alrededor del mundo a cambio de que rompiera su compromiso. O eso, o le retiraba su apoyo financiero para continuar sus estudios. Margaret, en efecto, soñaba con recorrer el mundo… pero no sola. Sola no le traía chiste. Así que se casó con Luther, aunque ello significaría trabajar muy duro para permanecer en Barnard. No menciona haberlo hecho por amor. Sus razonamientos son perfectamente racionales y lúcidos, pudiera decirse incluso, materialistas: “Con Luther llevábamos el matrimonio ideal de estudiantes, libre del miedo al embarazo. La presión por tener hijos no era tan grande para hacernos vacilar en nuestra determinación y descuidarnos, cosa que pasó en la década de 1950 con tanta frecuencia. Ambos disfrutábamos de los estudios de posgrado. Luther no se sentía traicionado en su masculinidad si me ayudaba con las tareas de la casa y ambos contribuíamos con nuestro dinero para los gastos.”Cuando Margaret se enamoró de otro hombre, compañero en una de sus expediciones, al poco de que los médicos determinaran que le sería casi imposible lograr un embarazo, volvió a anteponer el raciocinio al sentimentalista (o quizá tuviera una forma muy racional de justificar sus arrebatos): “Luther y yo habíamos pensado en tener muchos hijos, hasta seis, pensaba yo. Nuestro plan era vivir con gran frugalidad en una parroquia rural de gente que nos necesitara y tener una casa llena de hijos propios. Yo sabía que Luther iba a ser un buen padre (…) Uno de mis principales motivos para no casarme con Reo era mi sensación de que no sería el tipo de padre que yo quería para mis hijos. En cambio, si no los íbamos a tener…”
Hasta aquí, pareciera que hemos leído las experiencias de una joven del siglo XXI y no de una de las década del veinte del siglo XX. Su discurso sugiere un mundo hecho a su medida. Ningún obstáculo, visible al menos, la hace trastabillar y no tiene duda de ejercer su vocación: observar. Casarse, lejos de representar un lastre, le permitiría andar el camino tomada de la mano de alguien que compartía su fascinación por la vida. Esa pareciera ser la única debilidad de Margaret Mead: la soledad, acaso porque el resto del mundo no presentaba garantías para una mujer sola. El interés original de la muchacha era estudiar a los grupos de inmigrantes de los Estados Unidos. Le intrigaba que sus medios para subsistir, directamente relacionados con la cultura, fueran más estáticos y duraderos que las prácticas religiosas y sociales. Deseaba por tanto establecer una clara significación entre integración social y percepción de lo sobrenatural. No obstante, Franz Boas, su mentor, vio en ella un potencial muy particular para explorar un tema hasta entonces insondable: “Para mí había elegido la adolescencia, la joven adolescente. Debía probar en qué medida los problemas de la adolescencia dependían por una parte de las actitudes de una cultura dada y por otra, de las particularidades inherentes al desarrollo psicológico de la adolescencia en todas sus discrepancias, crecimiento disparejo y nuevos impulsos.”
Margaret elegiría Polinesia como campo de acción, inspirada acaso en las rapsodias de Stevenson. Estaba por descubrir que, en gran medida, lo que tenemos por conductas inherentes a “la naturaleza”, a la biología, son en realidad un constructor social: aprendidas. Los resultados darían pie a aquel primer libro que haría de ella una polémica celebridad: Adolescencia y cultura en Samoa. Centró casi todo su interés en las reacciones de las jóvenes ante las restricciones de las costumbres, ella, que desconocía lo que era una restricción. Algo que la maravilló respecto a las chicas de Nueva Guinea fue que sin tener una concepción occidental del amor y del romance, manifestaban reacciones y emociones del todo correspondientes con el amor romántico. Para llegar a esta y otras tantas conclusiones asombrosas, la joven Mead aplicó tests sobre conducta, diseñados por ella misma con base en sus intereses y analizó tanto el contexto individual como el social: “(…) No cometimos el error de pensar (como Freud, por ejemplo) que los pueblos primitivos que vivían en islas remotas, en lugares desérticos, en el medio de la selva o en el Ártico, eran equivalentes a nuestros antepasados…”
En el caso concreto de las jóvenes samoanas, pues no siempre correría la misma fortuna en todas sus expediciones, Margaret estableció un vínculo perdurable. La presencia de la dama de tez lechosa, estatura pequeña, escrutadores ojos azul celeste y sí, las piernas gruesas por las que se idealizaba a las mujeres blancas, y atrajeron hasta su cabaña al jefe de la Samoa Británica que acudía expresamente a pedirle matrimonio, transformó sus existencias. No tardó en verse rodeada de muchachas floridas y, en menor medida, jovencitos algo más hoscos. A cada una de las niñas las entrevistó y evaluó por separado y al cabo de un rato logró filtrarse al seno de sus familias donde, por lo general, era bienvenida. Mantenerse a raya del devenir político de la aldea contribuyó a generar confianza entre todos los bandos. En una de sus cartas, dirigidas a una de sus preceptoras, la doctora Ruth Benedict, narra:

El momento más agradable del día es el atardecer. Acompaña de unas 15 jóvenes, paseamos por el pueblo hasta el final de Siufaga (…) A veces, cuando suena la campana, ya estamos de vuelta en mi habitación y entonces la Oración del Señor, la decimos en inglés mientras nos quitamos las flores del pelo e interrumpimos loas otras canciones. Cuando suena de nuevo la campana se diluye la solemnidad, que nunca alcanza grandes profundidades, se vuelven a colocar flores en el cabello de las niñas, la canción siva reemplaza al himno y comienzan a bailar en un estilo nada puritano (…) y la danza es sumamente individual.

Margaret no imaginaba –o quizá sí- estar aprendiendo a ser madre de una hija poco común. Su devoción por los infantes, acentuada durante el proceso de aceptación de una maternidad negada, debe haber contribuido no solo a su involucramiento emocional con sus sujetos de estudio, sino también al empeño de volver accesibles sus descubrimientos para lectores no especializados, cosa que le acarrearía el repudio de ciertos académicos. Consideré menester que la gente supiera que nada hay escrito en cuanto a crianza de bebés, mucho menos a características sexuales secundarias. Y si bien este trabajo da fe de instantes gozosos, la haría conocer también el horror, como cuando junto con su segundo esposo, Reo Fortune, enfrentó la cultura de los Mundgumor, donde los niños son tratados con desprecio. Fue en medio de estas madres que daban la espalda a sus bebés cuando lloraban por hambre, donde se cuestionó respecto a la naturaleza del llamado “instinto maternal”: “(…) Las mujeres querían hijos y los hombres hijas. A los bebés del sexo no deseado –ojo: podían ser varones o hembras- se las tiraba al río, vivos, envueltos en láminas de corteza de árbol. Alguien podía sacar el paquete del agua, inspeccionar el sexo del niño y volver a arrojarlo a la corriente. Me produjo una reacción tan fuerte contra esa cultura que allí mismo decidí tener un hijo, aunque significara muchos sacrificios (…)”
Aunque Margaret logra que los más agobiantes trámites burocráticos y los más azarosos cruceros de un continente a otro parezcan amenos, lo cierto es que el camino hacia la escritura de libros tan extraordinarios como Sexo y temperamento, estuvo sembrado de minas, empezando por el recalcitrante machismo de sus colegas que, o la subestimaban o la ridiculizaban. A la “civilizada” gente americana no le gusta que le digan que no son los primeros, mucho menos los únicos… que esos a quienes denomina “primitivos” carecen de los prejuicios que tanto han perjudicado a nuestra sociedad, lo que no quita que incurran en prácticas tan bárbaras como las antes descritas. Entre otras muchas conclusiones galiléicas, Margaret señala que más que rasgos biológicos de carácter, lo que hay son temperamentos: “(…) En una sociedad en que se pretendía que los varones fuesen audaces, valientes y de gran iniciativa, y en cambio las niñas tenían que ser recatadas y pasivas, ciertos hombres y ciertas mujeres no se ajustarían a las expectativas requeridas. Eso no se debe a que los hombres sean menos masculinos o las mujeres menos femeninas, sino a que el temperamento innato del individuo está reñido con las pautas de su respectivo sexo en dicha sociedad.”Sexo y temperamento se publicó en 1935. Las feministas celebraron la conclusión de Margaret Mead respecto a que las mujeres no aman “naturalmente” a los niños, mientras que los críticos la acusaron de saber muchos de “primitivos” y nada de hombres y mujeres civilizados. Cuando catorce años después escribió El hombre y la mujer, replanteó al detalle las diferencias culturales y temperamentales que determinan las vidas –y los estereotipos- de hombre y mujer. Esta vez, tanto feministas como críticos se manifestaron agraviados: “(…) Las mujeres me acusaron de antifeminismo y los hombres de feminismo excesivo y todos sostenían que yo negaba la belleza de ser mujer.”
Independientemente de que las conclusiones de Margaret Mead podrán inquietar o disgustar a algunos y algunas, su forma de ser mujer y de ser feminista era única, muy cercana a la de las jóvenes actuales que no tienen tanta dificultad en conciliar lo uno con el otro. Los últimos capítulos de sus memorias están consagrados a sus experiencias como madre y abuela de dos niñas muy semejantes a ella. Su hija, Mary Catherine Bateson, seguiría sus pasos como antropóloga, aunque resulte difícil sobrellevar la sombra de la antropóloga más famosa de todos los tiempos. Su nieta es la actriz Sevanne Martin. Una madre y una abuela tres veces casada, a la que siempre se le veía cargar bebés para revisarlos y, posteriormente, estrecharlos contra su corazón. Una antropóloga que no tenía inconveniente en arrastrarse por el piso y embadurnarse de lodo para estar con niños. Hasta el final de sus días habitó una oficinita decorada con esterillos de Samoa en el Museo Norteamericano de Historia Nacional en Nueva York. Murió en esta misma ciudad el 15 de noviembre de 1978.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Como siempre, uan trenza magnifica, cuatita! He leido las tres ultimas de un tiron y siempre me admita tu habilidad para dar la esencia de las autoras en uans pocas lineas, es como si se les viera en persona. Y desde luego, lso videos son un regalo extra, Siguele, manita!!

Nadir dijo...

Gracias Ev.
Genial tu trenza de la antropóloga Margaret Mead. Honor a quien honor merece.
Besos,
Nadir