La pasión de la reina de hielo

La alegría por el dolor es maliciosa, tiene veneno.
F.G
Leyendo a Fleur Jaeggy me vino a la mente una frase de Jean Baudrillard: “La ausencia seduce a la presencia”. Lo más asombroso en esta autora suiza, nacionalizada italiana, es que sus verdaderas historias están entre líneas. Aunque sus novelas son muy breves, podría escribirse un libro eterno con lo que no dice y que, sin embargo, está allí, como una niña callada. La crítica ha sido muy reiterativa en cuanto al absurdo de la “pasión fría” de Fleur (“Flor” en francés), lo que haría suponer que es la suya una escritura oscilante entre el preciosismo y el laconismo, dispuesta para la intriga y el deleite. Y no es exactamente así. Más que hablar de frialdad, elemento que insisten en emparentar con la perfección -la escritura de Fleur es perfecta, matemática, quirúrgica si se quiere, “concisión de epitafio”, dice la escritora Flavia Company, pero nunca, nunca fría-, yo atribuiría esta extraordinaria veta estilística a una asombrosa capacidad para salirse de sí misma y contemplar el discurrir de la propia escritura, lo que la rescata de la autoflagelación. Algo inequívocamente autobiográfico que pudiera empujarla a ser cruel consigo misma. Pero salta a la vista que deplora la autocompasión.
Nacida en Zurich, en 1940, Fleur rondaba la treintena al momento de publicar su primera novela, Il dito in bocca, en 1968, mismo año en que abandonó su natal Zurich para afincarse definitivamente en Milán. Como detalle curioso podemos acotar que es esposa del afamado escritor y editor Roberto Calasso y escritora favorita de Susan Sontag. Su vida personal, sin embargo, es un enigma —odia ser fotografiada, no obstante haber sido modelo en su juventud—; uno relativamente fácil de resolver si nos apoyamos en sus novelas y las comparamos con los datos sueltos de su vida. Por ejemplo: Proleterka, (TusQuets, 2004, traducción del italiano de Ma. Ángeles Cabré, Premio Viareggio, 2002) es, sin duda, la continuación de Los hermosos años del castigo (TusQuets, Col. La flauta mágica, 1991, traducción de Juana Bignozzi, Premio Bocaccio 1994), cuya protagonista, sin nombre ni apariencia (aunque dice tender a ser “opulenta”) es una adolescente recluida en un internado para señoritas de Appenzel, muy cerca del manicomio donde estuvo recluido Robert Walser durante varios años y el cual murió mientras daba un paseo, sepultado en la nieve. Una de las cosas que más lamenta la narradora es no haberle dejado una flor en su inadvertida tumba. La chica se rebela, entre otras cosas, al idioma impuesto por su madre quien desde Brasil controla su vida: el alemán. Nada le parece más cursi que la compañera de cuarto que le han impuesto, por el simple hecho de ser alemana, y que se arregla el pelo como para ir a un baile cuando se prepara para dormir. Hagamos hincapié en el hecho de que, desde su primer libro, Fleur desdeñó no solo la lengua materna, sino también aquella en la que tan esmeradamente se le educó para optar por el de su patria adoptiva: el italiano. Se le considera, entonces, una escritora italiana. Nada más apartado, sin embargo, de la literatura italiana que Fleur Jaeggy, quien sobria, precisa y contenida, desnuda de metáforas y pletórica en frases incisivas, casi aforísticas, tiene mayor parentesco con Goethe, el propio Walser y, por supuesto, con Kafka. Todavía más semejanza en cuanto temperamento con la austriaca Ingeborg Bachman. Para muestra el siguiente botón: “(...) A todos nos ha sucedido comprar un viejo libro y encontrar en él pétalos que, apenas los tocamos, se deshacen en polvo. Pétalos enfermos. Flores de tumba.” (Los hermosos años del castigo, p. 31). Ella, abiertamente, se reconoce deudora de Herman Melville –a quien cita en Proleterka.Proleterka novela que escribió en la torre más alta de un castillo alemán, que perteneciera alguna vez a Achim y Bettina von Armin y hoy al estado, es narrada por una adolescente que ha vivido recluida en un internado, hija de un padre al que solamente ve durante las vacaciones. Una relación distante, sin curiosidad, sin fuego. Triste. La adolescente de Los hermosos años... describe a su padre de la siguiente manera: “(...) Yo pensaba en mi daddy, en los innumerables hoteles de las vacaciones, de invierno y de verano, en ese viejo señor con los cabellos blancos, los gélidos ojos claros, melancólicos. Que habrían empezado a entrar en los míos.” La joven protagonista de Proleterka, que se nombra a sí misma, en tercera persona, “la hija de Jonahess”, describe exactamente igual al padre con quien habrá de emprender una travesía a bordo de un barco cuyo nombre da título a la novela: “(...) El Proleterka es el lugar de la experiencia. Cuando acabe el viaje, ella debe haberlo aprendido todo. Al final del viaje, la hija de Johaness incluso podrá decir: Nunca más, nunca más.” (p. 95). Hasta aquí, resulta evidente que ambas novelas tienen por protagonista a la misma chica, que quizá sea también la niña repudiada por su madre en El temor del cielo (1998, Premio Moravia 1994), una chica criada originalmente por una abuela materna que parece no tener sangre en las venas y a la que sin embargo “a nada me parecía tanto como a su retrato colgado en el comedor”; hija de un frágil caballero de gélidos ojos azules, inmerso en una cofradía de amigos tan sedentarios y anquilosados como él, y de una señora que queda peor parada en Proleterka que en Los hermosos años..., al desencadenar un desenlace tan catastrófico como inesperado. Una señora que ni siquiera posee nombre y a la que la jovencita nombra como los sellos de las cartas conteniendo instrucciones que eventualmente recibe: Brasil. Odio tibio. Nada parece unir a esta chica con su padre, todavía menos aún, con su madre (por él siente al menos una pizca de compasión, próxima a la ternura); la niña es un ser excéntrico en toda la extensión del término, habitante de un mundo personalísimo donde apenas tienen cabida la literatura, la escritura, Beethoveen y el piano Steinway que recoge sus primeras confidencias y es testigo único de que su omnipotente madre existe...como Dios. Ni siquiera Frédérique (de Los hermosos años...), ni Nikola (de Proleterka), los únicos que de algún modo logran penetrar en su corazón, llegan a conocerla jamás. Ni ella a ellos.La hija de Johaness es la anti-Claudine por antonomasia. Despojada de sensualidad, quien sabe si a la fuerza; invadida por la certeza de no tener sitio en el mundo, mezquina, poco espiritual pero sensible como el filo más ínfimo: cortante. “Ya tenía casi quince años y el libro estaba lleno, sin que yo lo supiera, de una vetusta infancia.” A pesar de haber sido escritas en plena madurez, las novelas adolescentes de Fleur desentrañan espléndidamente a una niña acorralada y ansiosa de reconocerse en cualquier espejo. Tras seis años de soledad en el internado de Los hermosos años..., la protagonista descubrirá en la recién llegada Frédérique a la única amiga que desearía tener y la que no parece simpatizarle a ninguna de sus compañeras...excepto ella, la narradora. Una chica todavía más excéntrica, metódica y ordenada hasta la manía y, no obstante, salvaje. A la narradora su abuela le ha declarado abiertamente su repudio por encontrarla “selvática”, lo que me hace pensar en un jardín a simple vista hermoso, poblado por densas espinas. La amistad entre éstas jovencitas, tan sin confidencias, casi autista, abundante –y redundante- en miradas y complicidades tácitas, jamás se consuma en una relación carnal, no obstante que la protagonista se reconoce enamorada de su amiga. Fleur logra sacarle la vuelta al erotismo implícito en esta peculiar relación amorosa con admirable malicia, por lo que es posible atribuirle lo mismo que su narradora dice de Frédérique: “Ella decía que la inocencia es una invención de los modernos.”En esa escuela palacete donde las niñas pequeñas solicitan formalmente su protección a las mayores y todas pasean en pareja, tomadas de la mano, y la directora parece haber adoptado como mascota a una negrita deliciosa, hija del presidente de un país africano, se percibe la tácita permisividad de un safismo más fruto de la etiqueta y las buenas costumbres que del deseo: apenas un episodio aislado de intento de consumación por parte de una niña que se mete bajo las sábanas a la protagonista y es arrojada de allí con rudeza: “(…) En los colegios, al menos en los que estuve, se prolongaba, casi hasta la demencia, una infancia senil. Sabíamos por qué esas muchachas mayores, de postrada vivacidad, estaban sentadas en las horas de recreo, como esperando, susurrándose entre sí o cuidándose la piel…” (Hermosos años…, p. 40)
En Proleterka, la misma chica se iniciará sexualmente con el único hombre joven que viaja en el barco, Nikola. Sin deseo y, por supuesto, sin amor. Pero no se engaña a sí misma, justificando esta incursión en el sexo con lo segundo. La experiencia es, más que desalentadora, brutal, y sin embargo no será la única, ni Nikola, el único. ¿Qué es lo que busca la sensata hija de Johaness al entregarse a relaciones inhumanas —“rifarse entre la tripulación”, dice ella— y que no la proveen de la menor emoción?, “No me gusta, no me gusta, piensa. Y sin embargo, de todas formas lo hace.” La respuesta se lee entre líneas: es una necesidad de afecto que la empuja a buscar, a buscar y a buscar. Pero también es una venganza contra su propio cuerpo que se niega a manifestarse humano, deseante… tal es el hábito de acceder como una máquina a las instrucciones de Brasil. Una de tantas niñitas en serie fabricadas en el seno de la burguesía luterana (aunque la madre, Brasil, insiste en que acuda a misa en la iglesia católica).En sus escasas entrevistas, Fleur se muestra parca, prudente. Sus frases resultan tan breves y contundentes como en su escritura. No usa ordenador sino máquina de escribir y cuando alguno de sus escasos entrevistadores le hace ver lo que él considera un desfase de la civilización, la mujer responde: “Escribo a máquina desde hace más de treinta años y me gusta el ruido de los tipos al golpear sobre el papel”. Además, necesita escribir con una pared desnuda a su espalda. De Fleur Jaeggy ha dicho Susan Sontag: “es una escritora maravillosa, brillante, salvaje. La admiro profundamente”, mientras que el exigente crítico y escritor italiano, Giorgio Manganelli, se ha expresado de ella en los siguientes términos: “Una narración tan esencial, tan desnuda y a la vez inquietante, se sustenta en un estilo que parece sobrio, púdico, pero en realidad está preñado de resonancias refinadamente agrias, testimonios que crean un exquisito malestar.”
Recientemente, Tusquets reeditó Los hermosos años del castigo en la colección Andanzas, No. 678.

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